La tuya miasonrisa y el fuego
Una circunferencia de cabezas alrededor del fuego, todas equidistantes del punto medio, a una distancia acorde a lo que el calor permite. Las sombras posteriores se mueven de acuerdo al antojo de cada una de esas cabezas y el sol, la proyección de toda la escena vista desde arriba, cuyos rayos son la prolongación de los haces de luz emitidos por la fogata central que no son interrumpidos por cada una de las cabezas hambrientas, es el centro de todo el sistema. Esta escena cotidiana se repite todas las (bendecidas) noches: el fuego, el círculo y las sombras, las miradas, que están entre el asombro por las infinitas figuras del fuego y la desesperación por saciar el instinto estomacal, las manos ansiosas, las bocas calladas y llenas, masticando bocado a bocado el producto diario del esfuerzo continuo para sortear los azares de la naturaleza que nos castiga con sequías y hambrunas, que nos deja sin animales, sin plantaciones y no tenemos qué comer durante meses pero cuando sí hay, ay qué placer de dioses, cuánto agradecimiento a ese ser tan lejano que no conocen, cuánta alegría por poder reunir toda la aldea alrededor del fuego infinito para disfrutar ese milagro, que a pesar de ser fruto de nuestro esfuerzo, claro está que ese ser elige cuándo sucede y cuándo no, nos está mirando todo el tiempo, observándonos, fijándose en cada uno de nuestros actos, en cada une de nosotres, buscándonos entre los árboles centenarios, entre los matorrales, en la estepa cazando, en el río recolectando, en nuestras tiendas descansando, en la vida misma fijándose qué hacemos y qué no para saber si nos merecemos esta bendición calórica que nos permite empezar cada nuevo día buscándola de nuevo, para la inminente noche que se acerca y no sabemos si vamos a poder reunirnos todes alrededor del fuego para estar siempre juntes, acompañándonos en este sagrado momento.
Las caras iluminadas por el fuego, los rostros color suelo tonalizado por ese fulgor naranja, las bocas que se abren y se ilumina hasta el lugar más profundo de la garganta al momento de dar el bocado. Los haces de luz entran hasta el lugar más recóndito de su cuerpo, el lugar menos imaginado, el que menos ilustrado está en su concepción indígena sobre el cuerpo, hasta ahí mismo llega el calor abrasador de ese fuego. Fuego protector, fuego que resguarda, fuego que aísla la oscuridad en ese momento tan particular, tan único y a la vez tan repetido, fuego que protege e ilumina. Ese ser que le da el brillo a los ojos, a todos los pares de ojos que aparecen como fueguitos a la vista del espectador interno, fueguitos que se reproducen lado a lado y no se terminan nunca por su disposición par. Fuego que cambia, fueguitos que mutan, se achican y se agrandan por sí mismos según el antojo de los ojos que los contengan, según el brillo del fuego mayor, según el sueño, el peso que contengan esos párpados, según la vitalidad y mil variables más que al fuego no le importan. El fuego sobrevivirá hasta que los últimos dos ojos estén, y ellos serán los encargados de desaparecerlo, no apagándolo -de eso se encargan los dioses dirán- sino dejándolo ser yéndose de esa escena, haciendo desaparecer los fueguitos para que el fuego exista solo en sí mismo. Y esos ojos, que tan obnubilados estuvieron por esas infinitas formas, por ese ser azaroso, sin destino e introspectivo, son los ojos que lo tendrán toda su vida: están presos de su continuo movimiento, presos de sus tentáculos etéreos y contingentes, no podrán liberarse jamás de ese hechizo de la reflexión al cual los arrojan sus imágenes epifánicas y las mentes conectadas a esos ojos y las neuronas que contiene esa mente y el cerebro que soporta esas neuronas y los nervios unidos a ese cerebro y las sensaciones provocadas por esos nervios nunca serán lo que fueron, nunca volverán a ese momento anterior a las proyecciones antojadizas de ese monstruo que les ilumina las noches sagradas y les ayuda a disfrutar esa bendición producto de nuestro esfuerzo.
Las miradas que durante la noche viajan y se encuentran otra vez en la cena, la cena en la mesa, la cena con tus familiares, con tus amigues, sentada en la silla de siempre, ubicado al lado de tu padre, el cacique (repugnante) de la familia, bajo el foco incandescente, el foco de luz fría que ilumina de acuerdo al antojo de quien lo prende, condenado perpetuamente a servir y a no ser mirado, no ser reflexionado, con ni siquiera el honor de darle la espalda, porque eso implicaría la posibilidad de tenerlo en el campo de visión de la persona que no levanta la mirada para ver el clima y sólo enfoca su punto de fuga bien adelante, como si estuviera corriendo algo que siempre se mantiene a la misma distancia y nunca va a alcanzar, ubicado en el lugar menos observado de un departamento: el techo.
La comida, la cena, es fruto del antojo de quien cocinó, es una obligación camuflada bajo la familia, el momento familiar. Aquel que no cena pierde gradualmente, a lo largo de la cena, un lugar en la memoria de cada une de los asistentes, hasta que la infeliz aparece, desafiando cualquier regla impuesta, confrontando esa memoria selectiva, y sólo para buscar un vaso de agua en la cocina, perturbando el ambiente de felicidad que reinaba en esa mesa, las risas se transforman en miradas de incomodidad, en sorbos de aire para adoptar un posición solemne y reglamentada por las reglas del buen comer. Una sorpresa no grata que rompe esa hipocresía del momento familiar dictada, a su vez, por el fuego moderno.
La disposición cambió, ya no todes les participantes se encuentran a la misma distancia de ese ente que vino a reemplazar al ser divino con el paso del tiempo y las costumbres y las culturas. Ahora el privilegiado (casi siempre él, ella siempre a su derecha porque esto fue así y acá se respetan las costumbre), un privilegiado, es quien tiene el acceso más directo al ente audiovisual; les demás deben sacrificarse para poder obtener algo de ese entretenimiento vacío: una postura incómoda, que aleja la comida de la boca, los cubiertos de la mano, el plato de la vista, o situarse de manera ridícula, comiendo con el cuello torcido hacia el lado en el que se encuentra ese artefacto monotemático, enchastrándose un cachete casi al borde del plato lleno de la comida, nunca agradecida por su origen desconocido, por su origen no entendido, manchando todo lo que se encuentra alrededor, vasos, mesa y hasta la propia ropa, sacrificados con tal de obtener una porción, un segundo de ese movimiento predecible que sucede dentro de ese aparato. Pero nadie reflexiona que no es dentro de la caja o de esa lámina que existen esas personas robóticas que se fotocopian todas las noches, nadie se da cuenta que esas personas existen simultáneamente a la cena, nadie se da cuenta que esas personas no cenan para que vos, durante tu cena, puedas entretenerte y no reflexiones, nadie se da cuenta que esas personas están ahí para evitar la reflexión, las infinitas azarosas e introspectivas formas se convierten ahora en bailes, discusiones y novelas y gritos e imágenes sin sentido más profundo que el de una danza, pero no como manifestación artística, sino como confrontación mediática a otres danzarines posteriores y anteriores así también como una guerra con otros sucesos simultáneos en la misma caja a ver quién logra atraer más ojos, quién tiene el imán más fuerte, quién es la voz no humana extra en la familia, la voz que no encuentra un corte en todo el día y está. Se reafirma a sí misma existiendo las veinticuatro horas, penetrando en la cabeza que le abrió las barreras, siendo repetida, copiada, expandida a través de todo el universo por la boca conectada a esos nervios unidos al cerebro que capta mediante los ojos que todo lo ven.
La tele, satisfecha por haber logrado lo que se propone, manda a dormir a ese humane, ya controlade, sobreexplotade de la cantidad de información plantada en el sistema nervioso, cansado del infinito día con su voz continua sonando y sonando en la cabeza, el ruido que se mantiene más allá de las voces humanas y muchas veces se superpone a ellas, ganándoles la batalla por el monopolio del habla, provocando un silencio humano sumiso, pero voluntario a la vez, porque seguramente lo que dice ese ruido artificial debe ser más importante que lo que digo; si suena más fuerte, hace más ruido y golpea. Entra y sacude todo y te desmorona y no te deja pensar y se asienta en lo más profundo de tu ser y no te deja pensar. Y cuando te diste cuenta, de casualidad, soñando, viajando, mirando a los ojos a otra persona, ese ruido se metió con vos, te discutió tus principios y los dejó en el suelo con el sólo hecho de una raya mas del volumen.
En ese momento te diste cuenta que la tele, su contenido (qué ingenuo sería criticar el soporte material), se reproduce a sí misma usándote a vos. Los modelos de programas son repeticiones de años anteriores, de días anteriores, que vos, cegado por ese entretenimiento vacío, no llegaste a ver, a notar, porque esas risas histéricas causadas por un simple chiste básico, hueco, generaban una carcajada ruidosa, animal, en esa mesa tan reglamentada y vos te encontrás ahí no pudiendo hacer apenas más que nada, alimentándote, pensando en las infinitas formas del fuego, sobre el amor, la vida y tu familia y cómo hacer para despertarlos y con qué castigar a esos que están dentro de la tele, si con armas, guerras, violencia cruda y sangrienta o con la más hermosa ignorancia, la ignorancia de aquellos que prefieren no ver tal cosa para evitar repetirlo, la bella ignorancia que te permite cerrar en ciertos momentos los ojos para abrirlos en los momentos exactos, y criticar, e imaginar todo lo bien y buena y divertida que podría ser esa mesa sin esa persona que desde ahí te dice reite, llorá, emocionate, quedate callado y no hables con les tuyes, y si vas a hablar, que sea de mí, que sea de lo que hice, de lo que dije, de las consecuencias que tendrá todo lo que pudo haber sucedido en mi programa, o hablá, pero bajito, porque más fuerte y más importante es mi voz, que no está ahí, pero vos, ese que está sentado ahí, comiendo cotidianamente, con la felicidad de estar en familia, disfrutando tan bello momento, la aceptás.
Autor: Le anónime
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