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Retazos vitales

"Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una certitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos; de otro modo, o más adelante, uno los inventa. Lo que no está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura. Nada de lo que se llama "aventura" se acerca nunca al sabor de la calle. No importa que volemos al polo, que nos sentemos en el fondo del océano con una almohadilla en la mano, que levantemos nueve ciudades una tras otra o que, como Kurtz, remontemos un río y nos volvamos locos. No importa cuán excitante, cuán intolerable sea la situación, siempre habrá salidas, siempre habrá mejoras, comodidades, compensaciones, periódicos, religiones. Pero alguna vez no hubo nada. Alguna vez fuimos libres, salvajes, asesinos..." Fragmento de Primavera Negra

"Oí pedir trabajo a hombres que habían sido egiptólogos, botánicos, cirujanos, buscadores de oro, profesores de lenguas orientales, músicos, ingenieros, médicos, astrónomos, antropólogos, químicos, ma­temáticos, alcaldes de ciudades y gobernadores de estados, guardianes de prisiones, vaqueros, leñadores, marineros, piratas de ostras, estibadores, remachadores, dentistas, cirujanos, ejecu­tores de abortos, pintores, escultores, fontaneros, arquitectos, traficantes de drogas, tratantes de blancas, buzos, deshollinado­res, labradores, vendedores de ropa, tramperos, guardas de faros, chulos de putas, concejales, senadores, todos los puñeteros oficios que existen bajo el sol, y todos ellos sin blanca, pidiendo trabajo, cigarrillos, un billete de metro, ¡una oportunidad, Dios Todopoderoso, tan sólo otra oportunidad! Vi y llegué a conocer a hombres que eran santos, si es que existen santos en este mundo; vi y hablé con sabios, crapulosos y no crapulosos; escuché a hombres que llevaban el fuego divino en las entrañas, que podían haber convencido a Dios Todopoderoso de que eran dignos de otra oportunidad, pero no al vicepresidente de la Compañía Telegráfica Cosmococo. Estaba sentado, clavado a mi escritorio, y viajaba por todo el mundo a la velocidad de un relámpago, y descubrí que en todas partes ocurre lo mismo: hambre, humillación, ignorancia, vicio, codicia, extorsión, tra­pacería, tortura, despotismo: la inhumanidad del hombre para con el hombre: las cadenas, los arneses, el dogal, la brida, el látigo, las espuelas. Cuanto mayor es la calidad de un hombre, en peores condiciones está. Hombres que caminaban por las calles de Nueva York con aquel maldito traje degradante, los despre­ciados, los más viles de los viles, que caminaban como alces, como pingüinos, como bueyes, como focas amaestradas, como asnos pacientes, como jumentos enormes, como gorilas locos, como maniáticos dóciles mordisqueando el cebo colgado, como ratones bailando un vals, como cobayas, como ardillas, como conejos, y muchos, muchos de ellos estaban capacitados para gobernar el mundo, para escribir el mejor libro jamás escrito. Cuando pienso en algunos de los persas, los hindúes, los árabes que conocí, cuando pienso en el carácter de que daban muestras, en su gracia, en su ternura, en su inteligencia, en su santidad, escupo a los conquistadores blancos, los degenerados británicos, los testarudos alemanes, los relamidos y presumidos franceses. La tierra es un gran ser sensible, un planeta saturado por completo con el hombre, un planeta vivo que se expresa balbu­ceando y tartamudeando; no es la patria de la raza blanca ni de la raza negra ni de la raza amarilla ni de la desaparecida raza azul, sino la patria del hombre y todos los hombres son iguales ante Dios y tendrán su oportunidad, si no ahora, dentro de un millón de años. Nuestros hermanitos morenos de las Filipinas pueden volver a florecer un día y también los indios asesinados del América del Norte y del Sur pueden revivir un día para cabalgar por las llanuras donde ahora se alzan las ciudades vomitando fuego y pestilencia. ¿Quién dirá la última palabra? ¡El hombre! La tierra es suya porque él es la tierra, su fuego, su agua, su aire, su materia mineral y vegetal, su espíritu de todos los planetas, que se transforma gracias a él, mediante signos y símbolos incesantes, mediante manifestaciones interminables. Esperad, vosotros, mierdas telegráfico-cosmocócicos, demonios encum­brados que estáis esperando a que reparen las cañerías, esperad, asquerosos conquistadores blancos que habéis mancillado la tierra con vuestras pezuñas hendidas, vuestros instrumentos, vuestras armas, vuestros gérmenes mórbidos, esperad, todos los que nadáis en la abundancia contando vuestras monedas, todavía no ha sonado la última hora. El último hombre dirá lo que tenga que decir antes de que todo acabe. Habrá que hacer justicia hasta la última molécula sensible... ¡y se hará! Nadie dejará de recibir su merecido, y menos que nadie vosotros, los mierdas cosmocócicos de Norteamérica".

Fragmento de Trópico de Capricornio

 

Autor: Henry Miller.

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