Gran elenco: Mamá Ayuntuna
"…Y corres y alcanzas el sol, pero se está hundiendo
Y apresurándose para salir por detrás tuyo de nuevo
El sol es el mismo relativamente, pero eres más viejo
Falto de aliento y un día más próximo a la muerte
Cada año se vuelve más corto, nunca pareces encontrar el tiempo
Planes que no llegan a nada o media página de líneas garabateadas
Resistir en desesperación silenciosa es la forma Inglesa
El tiempo se ha ido, la canción ha terminado, pensé que tenía algo más para decir…"
“Time”; The Dark Side of the Moon, Pink Floyd, 1973 (Fragmento traducido al español)
<<Las horas se vuelven días y los días en semanas; su pie dolorido y molesto siente el rigor de pesadas jornadas laborales, por lo menos así lo juzga; cansancio, desazón, huellas de sudor. Acaba de llegar a su casa, ya es de noche. Carga una atmósfera de fatiga y reproches; le cuesta comprender bien por qué. La tenue luz de la pc apenas alumbra la sala; penumbras fantasmagóricas dóciles y serenas; entre las rendijas de la cortina de paja y palo irrumpe un sutil haz de luz nocturno; la melancolía prevalece. Duda de lo programado, es decir: cortar en cubo el pollo, dorarlo en oliva, salpimentarlo; con maicena y chardonnay espesar la crema de leche; a la par, los tallarines; el toque final; una pizca aromática de albahaca y romero frescos bien machacados en su mortero de piedra…no; en vano todo, aunque lo salve de la locura, por momento, solo esta vez decide beber esa cerveza helada, estratégica, guardada en el congelador, eso sí, acompañada con los dulces y salinos manís: excelente equipo de sabores, afirma; como el espresso de la tarde con los bizcochos baratos de grasa. Del exterior, el rumor lejano del noticioso de las veinte y treinta da las nuevas; apenas se hace notar con esfuerzo, tratando de superar el estruendoso rugir de una pelea conyugal también lejana; ésta se disipa; estalla con furia una carcajada grosera, pero se pierde en la inmensidad de la calurosa noche de plenilunio: todo culmina. Sentado frente al monitor decide por fin, luego de varios tragos y repaso estéril de redes sociales, sin rodeos, escribir en el bloc de notas; de seguro, acometidas injurias y vulgaridades remotas. Solo la fresca brisa del ventilador anima la velada…>>
1.
La naturaleza del relato que voy a narrar tiene ciertos baches y lagunas en mi memoria, ciertas inexactitudes, producto del paso del tiempo. Quizá por dejarlo inexplicablemente en el olvido y sin tenerlo presente estos últimos años; no como otros recuerdos que se le vienen de continuo a uno a la mente: para revivirlo, mantenerlo fresco, a razón de tratar de explicar algunas cuestiones, reinterpretarlo; armando como un rompecabezas con los detalles que nos llamen la atención o nos parecen más significativos, y una vez armado, elegante y torneado, sin fisuras, volver a buscarlo, recurrir sistemáticamente a ese recuerdo, ir a ese lugar de la mente celosamente custodiado, para desmenuzarlo y finalmente, volver armar y por supuesto, vivir. Supongo que uno hace eso porque es una manera de construir un piso espiritual, un refugio, donde poder pisar firme y a la vez, por qué no, jugar con hipotéticos caminos alternativos donde el curso de los hechos fuere diferente, por simple vanidad, por lo menos, en los que uno sale airoso y triunfante. Y las derrotas —esas historias o hechos molestos o vergonzosos— dejarlas lejanas y confusas, pero —y esto es importante— rescatar el error docente para tratar de no repetirlo; digamos, no repetirlo más de tres o cuatro veces… hasta una quinta, sexta es aceptable. Algunas veces uno asigna y sentencia que ciertos recuerdos fueron gloriosos, otras, sobre el mismo, piensa radicalmente lo contrario. Sin embargo éste, no es ninguno de los dos casos, no fue ni algo triunfal ni algo ominoso, aunque fuese un suceso alejado de lo cotidiano digno de ser considerado una buena anécdota, de esas que uno hace un abuso regular y saca de la galera en una reunión de amigos, reunión nutrida de copas, complicidad exagerada y excesos de por medio; esas historias que cada vez que uno cuenta modifica ciertos aspectos con el fin de generar emoción y agrado en el público presente. Pero no…, no, sospechosamente no lo volví a contar más, por lo menos no más allá de trascurrido un año… ¡ahora me doy cuenta que tampoco puedo ser preciso en ese aspecto! Es muy extraño, pues no encuentro en estos momentos razones válidas que expliquen semejante falta, sobre todo cuando intento unir cosas y concatenar los hechos, es decir, estar en los pormenores, donde todo encaje a la perfección y todo tenga sentido; los tiempos, lo dicho, lo trascurrido, los canales y medios por donde la acción de los implicados se resuelve y como impactaron en la normalidad de la vida cotidiana de aquel entonces. En fin, esas imágenes; esos mínimos detalles que esclarecen las cosas y encuentra a uno satisfecho para poder volver a recrearlo y dar así ese moño definitivo a los sucesos, en pocas palabras, los hechos ulteriores, para ser específicos.
2.
Tal vez uno se tome muy a pecho estas cuestiones, las expectativas que uno se exige para contar cualquier tipo de historia son altas, por los menos en mi caso, como les dije, para poder tener es piso “espiritual”; si bien espiritual es una expresión muy grande, aunque sea, tener la anécdota resuelta y acomodada, esa falta molesta. Por algún motivo, ahora me viene a la mente, se me enfrenta como imágenes desordenadas; vetustos destellos fugaces. Pero intento escudriñar los detalles, hago el esfuerzo, insisto, pero no puedo; sobre todo eso detalles que expliquen, como para ir adelantando: qué pasó luego de radicada la denuncia sobre lo ocurrido en el destacamento policial, la acción o inacción de nuestros padres; si seguimos o no parando en esa esquina; y el por qué no llegaron los medios para concluir en una noticia amarillista, de esas que inviten a la indignación y cursilerías. Digo, porque esto último, ha sucedido en mi barrio recientemente, a raíz de la presumible desaparición y escape de una boa, animal que tenían como mascota dentro de la casa de un residente de allí, naturalmente, situación que aterrorizó y puso en vilo a los vecinos por un par de días, donde los medios se hicieron un festín y fueron el gran articulador de los sucesos asumiendo el rol de jefe del circo. Por supuesto, algo que nos tienen acostumbrados estas usinas infernales de información; suele pasar en esos momentos de vacaciones mediáticas donde no existen acontecimientos de relevancia: ni políticos, ni policiales, ni deportivos… en definitiva, de ninguna índole. Y es ahí, como broma del destino, cuando se cuelan estos episodios estrambóticos, en esta oportunidad en mi barrio, suceso sin transcendencia en sí, pero que la coyuntura tranquila de la agenda mediática obra en multiplicar y escenificar. No entremos en detalles, no es propósito de este relato. De modo conciso y breve se pude decir: por la pantalla de la TV, y esto es lo hermoso de todo, se vio desfilar al zoológico constituido por los vecinos (no precisamente la boa), esa fauna reconocible, caras familiares, gentes en búsqueda de las cámaras como quien busca faros de trascendencia, portales a la inmortalidad, con el fin de regodearse en ello, no importa qué decir, no importa el cómo, lo que importa es aparecer. Los testimonios recolectados a lo largo de las dos jornadas (creo que duró ese tiempo) fueron dichos poco precisos y vagos, pero no privados de energía, ímpetu y desmesura; algunos vecinos, lo más preocupados, hicieron extensa su pesadumbre y congoja, aunque un poco precaria, por un gatito desaparecido, dejando entrever que el pobre micifuz tuvo el cruel destino culinario del reptil; otros, inquietos porque sus propios hijos tuvieran la misma suerte y también sean parte del menú; un platillo atractivo, imagínense, para semejante comensal de mayúscula proporción, como se presumía era esta mascota exótica, pues, entretanto, se sospechaba que vagaba de medianera en medianera. Por otra parte, un exquisito testimonio, de los más pintorescos que se vio; personaje de alta calaña por cierto, de esos artesanos finos y deliciosos en el manejo y producción de humareda, aunque nobles en su naturaleza; este espécimen particular, representante idóneo de estos que abundan en estas pampas húmedas argentinas, trató demostrar ser ducho conocedor del comportamiento y hábito de este tipo de “boidae escamoso”, por esta razón aventuró indicar —con gran habilidad retórica y excesiva seguridad, y por supuesto con las cámaras al acecho— la posibilidad de que el animal no estuvo rondando un árbol que se ubicaba a unos cien metros alejado de su hogar, conclusión deducida por la ausencia de desechos fecales —detalle señalado con demasía y rigor— del animal en esa zona. Además, el “especialista”, como ya lo adjetivan los medios, manifestó enérgico para tranquilidad del público, en un acto heroico de sobriedad y cordura, algo que escaseaba por ese entonces y gesto que el bien común reclamaba a gritos — tratando de aminorar la psicosis colectiva, algo que los medios no disimulaban explotar de una manera tan descarada— el subrayar —sentencioso y tajante, es decir: es menester señalar el rigor de sus palabras— que los “bebeses” no corrían peligro alguno. Sin embargo, luego de la insistente y tenaz tarea periodística, se pudo develar que este “experto” era, por confesión propia, un simple adiestrador de perros. (Gendarmería, prefectura, policía, el mismísimo experto “chatún”, zoonosis, etcéteras… exploraron a más no poder el domicilio donde vivía el animal sin encontrarla: la psicosis fue extrema). Pero este caso, el que voy a relatar, no trascendió a semejantes dimensiones. Una hipótesis, referido a mi olvido, que explique esta falta, se pueda deber al hecho que esta historia se produjo en un año agitado de mi adolescencia. Pero al fin y al cabo, por razones inexplicables, luego de casi 20 años, vuelve acompañado con esta diarrea innecesaria de reproches por tenerlo incompleto, pero que por alguna razón, uno se lo plantea con el fin de intentar develar el por qué puta cosa de la vida haya ciertos detalles borrados, ausentes, detalles que uno se exige y piensa necesario para poder explicarlo, de modo que por esta falencia, uno deba rellenarlo con la disciplina de la imaginación ¡Y eso que fue en año inolvidable! Ésa es la cuestión: ¿Por qué lo descuidé?
3.
Luego de tantas excusas reiteradas e insistentes; las advertencias están hechas. Podemos afirmar que los datos y hechos esenciales están presentes. Puedo decir, por ejemplo, que el relato nos sitúa en el año 1998, yo, un púber de 15 años recién cumplidos, y si son recién cumplidos, esto nos sitúa además, en otoño, a mediados de mayo. Una tarde noche, como tantas otras, en una suerte de antesala previa antes de ir a cenar con la familia, me encuentro boludeando —para ser franco, hábito ineludible—, un rato con la muchachada en una esquina de las cercanías de mi casa. Me puedo ver con mis pelos largos, desprolijos pero lacios, facciones aún de niño, de pie en la esquina conversando con algunos de los muchachos y muchachas del barrio —otros asiduos estaban ausentes—, “parando en la esquina”, para decirlo con propiedad, o “esquinando” como diría mi abuela. Éramos un pequeña pandilla: inocente, desprovista de preocupaciones mayores, como es típico en aquella etapa de la vida; ésta era circular; pretérito inexistente y ajeno, presente pasivo pero abundante de hipérboles improductivas y estúpidas, y de un futuro ignorado, como si su mera existencia consistía en apenas un rumor, rumor apenas visible, apenas consciente; tan solo la formalidad que significa el paso inexorable del tiempo, es decir, mañana, efectivamente, va haber un mañana, otro distinto por consiguiente: lógico. La vida del adolescente pude ser cruel, pero a veces la apatía y la indolencia en esa etapa de la vida tal vez sean una fuente de salvación, y por esa época, la apatía era algo que abundaba. Esto nos lleva a dilucidar con facilidad y cierta arrogancia personal, ya que puedo ser preciso en este dato, el tema de conversación: el ocaso del ciclo de la convertibilidad y la necesaria obviedad de devaluar la moneda; la pos modernidad y el fin de los supuestos trascendentales y corporativos que hacen que el sujeto ahora sea, el eje de la sociedad, dejando a su vez, a uno, al desnudo y al acecho del sinsentido; el conflicto que se vislumbra a futuro debido a las claras señales del aumento de la población mundial y la escasez de recursos naturales; los efectos de interés científico que se develarían si se precisa en profundidad todo lo concerniente al bosón de Higgs … bueno, por supuesto, y esto lo puedo asegurar, como he dicho con anterioridad; con severidad, con objetividad, que estos temas no formaban parte del intercambio verbal. Como decía, estaba de pie, a mis espaldas la calle M*; al frente un edificio que oficiaba como local de alquiler, de arquitectura sencilla y baja; solo un piso, con persianas metálicas, generalmente constituía una pizzería, en algún momento llego ser un kiosquito de barrio, pero, aunque irregular, como sucede mucho en los barrios suburbanos del Gran Buenos Aires, se intercalaban diferentes pizzerías con no mucho éxito. No estoy seguro si en ese momento estaba habitado por una de ellas, o era parte de un interludio, lo que sí recuerdo es que las persianas metálicas estaban cerradas; éstas constituían a las dos ventanas, cada una miraba las calles de la intersección, y la que cubría la puerta de entrada, ubicada exactamente en el centro de la esquina. Me encontraba situado, como mencioné, en la parte que orillaba la calle M*; frente a mí, según la endeble imagen que recuerdo, allí sobre la parte inferior de la ventana cerrada del local —ésta dejaba un alféizar amplio, lo necesario para ser utilizado como cómodo banco, y la persiana, como respaldo—; estaban sentados dos muchachos, a su izquierda, un chica, y otra de pie; el que estaba a mi izquierda, en dirección contraria a la esquina, era Daniel “rubio”… Bueno, pues bien, hagamos una pausa, antes de seguir, voy a tener que hacer una nueva digresión. Creo que vale la pena, hay elementos de suma importancia que no puedo dejar pasar por alto en este recorrido de la disposición geográfica de las personas presentes. Algunos, no todos, ameritan ser presentados de modo individual, sobre todo debido a sus apodos o a circunstancias que he experimentado con ellos respectivamente.
4.
No es necesario aclarar el color de pelo de Dani “rubio”, era muy corto a lo militar, de ojos azules adornados con un mar de pecas que descansaban en sus respectivas mejillas; de mirada encendida, confiada y con un leve dejo de soberbia apenas perceptible, su actuar característico de charlatán y gran bolacero conjugaba de manera excelente con su semblante. Solía combinar actitud amistosa, conversadora y narcisista, con historias extraordinarias que dejaban ratificada y corroborada sus habilidades —varias, es decir, tenía, según él, cualidades habituales que le configuraban su identidad, pero siempre nuevas aparecían para concordar con la historia o hecho que relataba—. Por supuesto que su hombría, virilidad y valor eran subrayadas a cada instante. ¡Qué no haya lugar a dudas! Era unos años mayor que el resto, a esa edad dos o tres años pueden hacer la diferencia; era alto y físicamente un hombre hecho y derecho; ya fumaba con total impunidad en frente de todos y sin ocultarlo, sobre todo, a los padres, ni de él ni de nadie, algo que era visto a los ojos de un quinceañero como una proeza, agravado por el hecho de que los puchos los compraba gracias al fruto de su trabajo. Es de recordar también, su encendedor Zippo y su olor característico de la bencina, objeto preciado por excelencia; adornaba, aferrado en sus manos y gesticulando con ellas, las espectaculares e irrisorias historias, es más, es difícil recordar sus monólogos sin la imagen su elegante encendedor y las continuas pitadas al cigarrillo. No era un estudiante ejemplar, digamos, ninguno de los presentes lo era, pero el dejar inconcluso sus estudios secundarios a menos de la mitad de la cursada con semejante edad, era parámetro para catalogarlo como un estudiante mal habido, sin rumbo… no es que el resto sí lo tuviese, pero ya sobrepasaba los límites aceptables. Pero el hecho es que en ese momento era considerado un amigo, de los importantes, de esos amigos mayores que abren puertas a lugares nuevos; del mundo de los adultos, o sea… bueno… de la parte ociosa en realidad; de la noche, de la música, de los tragos, del alcohol, la rebeldía… cómo olvidar aquella noche, la de mi primer pedo, fue con él; habíamos calentado motores con un abanico selecto de petacas fuertes y espirituosas previo a un cumpleaños de quince, nada de cervezas y esos “refrescos” livianos: inicialmente, arrancamos suave, con una petaca de licor de chocolate, al llegar a la mitad de ella, y para hacerlo un poco más divertido, le vertimos un Pisco chileno, tomándolo solo era más seco que lamer el desierto de Atacama, este se lo habían regalado a mi viejo, ni siquiera lo tocaba, estaba intacto, pero era, éste, el fruto del pecado, allí nomás estaba, al alcance de la alacena de mi casa, en fin; la combinación fue un éxito rotundo. No contentos con esto, y además urgidos por tener nuestros “picos calientes”, no tuvimos mejor idea que volver a comprar más diversión, pero esta vez artillería pesada: Whisky “Criadores” —el aguarrás, en contraste, es agua de miel con canela, el auténtico borracho de profesión y buen bebedor de Escocés sabe de lo que hablo—, licor de anís “Ochos hermanos”, aunque por su potencia se puede sospechar que son toda la familia entera sumado sus dieciséis primos hermanos, y finalmente, Licor “Mariposa”; disculpen si alguien se siente ofendido, pero esa bebida es de las más engañosas y monstruosas que ha creado la humanidad… claro, apenas bastó con que me excediera con el Whisky; es increíble ver como el piso y el techo logran unirse en un punto en el espacio durante intervalos tortuosos, violando las leyes de la física, a la vez, un abrupto fuego abrazador despertando dentro de mi ser; uno de los detalles que puedo memorizar de esa noche, es el lanzar una inoportuna y repentina gran bocanada de jugos venenosos desde el interior de mis caldeadas entrañas sobre las piernas de la hermana de la cumpleañera y el recalcar que mi problema estomacal, por supuesto en vano, obedecía a un comida en mal estado…recuerdo digno de atesorar celosamente, como señalaba más arriba. Sin embargo, Dani “rubio”, tenía ese lado oscuro, esa mitomanía insostenible, por momentos grotesca, que lo obligaba a inventar historias disparatadas, cualidad que claro, a medida que pasaba el tiempo, nos percatábamos y nos hacía sospechar entre el resto del grupo de amigos, algo que en definitiva debilitó nuestra amistad. En realidad él hacía poco que paraba con nosotros, si mal no recuerdo, el cayó a finales del verano anterior al grupo, no fue casualidad, más bien, fue el resultado de un peregrinar romántico; en la búsqueda del corazón de una de las chicas del grupo (de las que estaban presentes en este relato), pues, su deseo apasionado y febril lo llevó a destino en una suerte de perro en celo que vagabundeaba por el barrio; aterrizando en nuestro grupo. Antes, años antes, con otras gentes, otros niños, Dani era hostil hacia mi junta; nos habíamos aventurado con las bicis dar la vuelta manzana por primera vez, ¡umbral entre la tierna niñez y pre adolescencia!, en ese viaje nos topamos con él y su grupo, “otros” chicos del barrio; nos amenazó que iba a envenenar la vereda si seguíamos en nuestra osada excursión.
5.
Continuemos. En ese mismo banco improvisado, estaba el otro muchacho, Fede, sus piernas, y este oportuno detalle gracioso que retengo —por suerte—, es que sus piernas distendidas reposaban sobre una bicicleta, que era de una de la chicas, eso sí, no estoy seguro de cuál de ellas, más adelante sabrán por qué es de señalar esta nimiedad. Era otro gran amigo de fin de mi infancia y temprana adolescencia. Con él, tenía más tiempo de amistad que con Dani, era apenas unos meses más chico que yo; descubríamos a la par las novedades de la edad, compartíamos muchos gustos e instancias de regocijo, era también de cabellos rubios, ojos verdes claros, nariz respingada; su rostro trasmitía por momentos despreocupación y tranquilidad, pero de espíritu inquieto y proclive a experimentar todo tipo de sensaciones y sin dejar por alto las oportunidades que se le presentaran, personalidad permeable a dejarse seducir por la novedad o lo extraordinario, pero con la misma magnitud también, de las cosas mundanas, sobre todo, los elementos y actividades que estaban a su alcance; por su posición y por su edad. Muchos de estos aspectos los compartíamos, muchos otros no, pero en líneas generales no había inconvenientes, aunque, muchas veces, yo, prefería la tranquilidad y la soledad, y ciertas actitudes de él las veía como incomodas e intempestivas. Era muy sociable, más que yo. Aunque congeniamos, teníamos ciertos roces, roces que nacían de nuestras personalidades o carácter bien marcados, creo. Era un muchacho flaco, de estatura mediana, perteneciente a esa clase media acomodada que se mezclaba en el llano con gente más bien de barrio tradicional, cualidad característica —posición social ventajosa— que era señalada por desprecio y envidia por alguno de los chicos del barrio, pero que su actitud despreocupada, inquieta, lo hacía un pibe de barrio, un pibe más del monto, del conurbano. Recuerdo su caminar impetuoso, ligero, y por momentos, apresurado; sus piernas largas y delgadas al unísono con sus gesticulaciones corporales rápidas e impulsivas, en apariencia, de alguien ansioso que debe resolver un asunto de inmediato. Puedo contar varias anécdotas que tuve con él, circunstancias diversas, muchas… muchas, pero me he decido por una en particular, creo que lo define un poco mejor: era amante de la naturaleza, condición que compartía e hizo posible entablar amistad previa con mi hermano antes que conmigo; una tarde veraniega muy soleada, a unos veinte metros de mi casa atado a un árbol, pastaba tranquilo un caballo. Mi hermano y él no dudaron en dar con el animal; se lo veía muy tranquilo y concentrado es su almuerzo, por lo tanto, se dedicaron a acariciarlo y admirar su belleza. Habían dejado sus bicicletas “mountain bike” reposar sobre una pared muy bajita que estaba en mi casa limitando con la vereda — en realidad era una construcción incompleta, una pared de pocos centímetros, similar a un pretil, solo le falta agregarle las rejas en la parte superior—, la bici de mi hermano era color rojo, y la de Fede de un negro salpicado con varias tonalidades de cromado y gris. Por mi parte, no estaba muy interesado por el animal, el motivo no era solo mi falta de interés per se, sino que estaba enloquecido con mi nueva adquisición: una bici del mismo estilo que la de ellos, de color gris, “cero kilómetro”, reluciente, de apenas un día de uso. Era mi chiche nuevo. Me dispuse a andar en ella, mientras me alejaba de ellos, di un último vistazo… en realidad, fotografié, para expresarme con sustancia, con mis ojos; esa imagen tierna junto al animal; no la olvido más, era la de ellos con el caballo, fascinados, como hechizados, y a la vez, sus bicis solitarias en la pared a unos metros de ellos, era como una postal de “niños con conciencia ecológica, amantes de los seres vivos de toda la tierra, despojados de todos los vicios y males del mundo moderno”. Mi camino fue hasta la esquina —esa misma donde nos sitúa el relato—, apenas la doblo; no puedo decir bien por qué, pero a unos metros, a mitad de cuadra me detengo y empiezo a dar vueltas en círculos sobre la calle, sin rumbo especifico, adorando mi preciada nueva adquisición tal vez; en un momento determinado levanto la vista y diviso con dificultad, porque el sol me daba de frente, acercándose con furia y a gran velocidad en bici a dos muchachos grandotes —en proporción a sus vehículos— provenientes de la esquina de donde doblé hace unos segundos. Cuando están cerca logro observar unos de los cuadros de una de las bicicletas, me era muy familiar; del tipo cromado salpicado, por lo menos lo que sol me permite ver; me pasan de largo desentendiéndose de mí muy aprisa, como si no existiera; uno de ellos continúa en la misma dirección veloz como una bala, y el otro, como si hubiera visto al mismo demonio, inmediatamente dobló en la primer esquina para la derecha. En ese momento en mi cabeza, a mil por hora, pude lucubrar lo que habría pasado —perspicazmente, ya se habrán dado cuenta— pero necesitaba refutar o confirmar la desdichada idea yendo en dirección a mi casa, para ver a Fede y mi hermano. Al llegar a destino lo que pude ver es una imagen… cómo describirla; una excelente conjugación entre tierna, gracioso y calamitosa; era la misma postal con la que me había retirado, pero con la diferencia que las bicis no estaba más. Hipótesis cierta, cruelmente cierta. Lo seguro es que los idiotas seguían acariciando al equino, me les acerco para noticiarlos de la situación —no se habían percatado de nada— y les señalo alarmado: “les robaron las bicis, boludos!” La pálida y extraviada cara de mi hermano, y la atónita, desesperante y angustiada de Fede, como buscando una respuesta inexistentemente satisfactoria a la pregunta que me expresa dramática y pausada: “¡esta vez… por favor, por esta vez solamente te pido… decime la verdad… nos la robaron de verdad o nos estás jodiendo!” Imploración, consternación desgarradora… no es algo que pudiera solucionar… ¡pero sí! en ese momento, como flecha, como trueno descomunal, se me hizo una idea aterradora; que mi bici, la nueva y hermosa adquisición, corría el mismo peligro; desesperado la até con un cadena y le eché candado dentro de mi casa, sobre la baranda de la escalera… sí, dentro de mi propia casa. En cuanto a Fede, totalmente desconsolado, actuaba de manera errante y eléctrica; acentuado sus cualidades impulsivas anteriores descriptas. Entró al jardín delantero de su casa, pero sin necesidad de abrir la puerta de metal, sino a través de la verja, hecho logrado como era su costumbre, por un pequeño espacio entre rejas, pasadizo secreto, que pocos conocíamos, pero solo él, debido a su talla delgada, podía pasar. De la canilla del jardín ingirió un rabioso e intenso sorbo de agua. Luego, salió a la vereda totalmente aturdido, hizo un paneo general de todos los presentes —entre ellos vecinos ya informados del hurto— y capitulando, dejándose desplomar se sentó en el suelo; resignado y rendido, aceptando la cruel realidad.
6.
Debo ser sincero. La descripción de estas personas devenidas en pequeños personajes, en este relato, obedece a que me es funcional a esta historia. Por supuesto que éstas, como cualquiera, son más complejas en la vida física y en el plano temporal real, sin embargo, considero que no está de más aclarar esto, a saber: solo selecciono elementos de un vasto universo de cualidades, características y sucesos. Creo que ellos, en este relato, son dignos de presentar de este modo. Los otros, los que estaba en la escena del siniestro, como las chicas, ubicadas a la izquierda de Fede, las dos juntas, una sentada y la otra de pie (no estoy muy seguro), no son relevantes. Consideración, por supuesto, arbitraria. Una de ella se crió toda la infancia conmigo, y la otra, era su mejor amiga, no por casualidad, ella, el objetivo femenino preciado y deseado de Dani. Puedo sumar a esta aclaración a mi propia persona; es aburrido describir al observador, no es falsa modestia, pero el “etnógrafo” no es interesante en este cuaderno de bitácora naif y nostálgico. Del que sí puedo esbozar algunas líneas y… ¿vale la pena?… ¡pues, claro que sí! Prosiguiendo con el camino descriptivo: ahora el turno de Pedro “Aceituna”; trasmutado a lo largo del tiempo a la delicada y exquisita expresión de “Mamá Ayuntuna”. El recorrido que nos lleva a develar la etimología de su marca, de su emblema, de su apodo; es el mismo recorrido que me pauta para hablar de él.
7.
— ¿Atajé bien, Don Pascual? Pedro le pregunta observando atento al aciano esperando la respuesta, luego de volar intrépido con sus puños estirados hacia su flanco derecho, donde yacía un ladrillo oficiando de palo de portería, apenas a unos centímetros de la zanja abundante en agua podrida; acción que logró su cometido; desviar la pelota, ésta, impactando en el agua con gran fuerza salpicando a todo su alrededor. A todo esto, el anciano respondió con altiva pero comprensiva expresión, entrecerrando sus ojos y meneando lento su cabeza de forma afirmativa, donde agrega, a la pregunta del mismo tenor, para no ser menos, que le hace el lanzador de la de cuero: “un buena atajada significa además un buen tiro”, sentencia que dejó a los rivales conformes. El viejo Don Pascual era un sabio, un ilustre, eminencia para nosotros los chicos que jugábamos al fútbol en aquel pasaje ubicado a la vuelta de mi casa, en medio de la calle entre la podredumbre de las zanjas y la mirada de las viejas de mierda que solo esperaba que la pelota cayeran en su dominio para no soltarla, ni aun al imploro de “¡señora, la pelota!”, porque le rompían las preciadas plantas floridas, alegaban, otras, solo lo hacían por ser “viejas de mierda” lisa y llanamente. Don Pascual era un “muchacho” de los de antes, de esos nacidos y criados en el lunfardo y al ritmo del tango arrabalero, de clubes sociales y deportivos, de kermés, viva imagen de mi abuelo, viva imagen de esa generación criada además entre fábricas y potrero; al fútbol le decía “fulbo”, mientras que nosotros “jugar a la pelota”. Pedro era su discípulo, el viejo su maestro. Pascual nos observaba apoyado con el hombro en el marco de la puerta de su casa; puesto un piyama, musculosa blanca y calzando unas pantuflas, sus pierna cruzadas dibujaba un “cuatro”; mientras nosotros soñábamos e imaginábamos jugar en un estadio, con las zapatillas llenas del verdín y musgo del agua de calle. Supongo, que su observar era nostálgico; que lo transportaba de modo instantáneo al pasado, a su ser niño, un pibe como nosotros. El viejo, Don Pascual, era un símbolo, un puente que unía a dos generaciones distantes. En ese momento yo tenía tan solo nueve o diez años, un par de años atrás del incidente acaecido en la esquina que nos centra el relato, donde éramos niños, aunque Pedro era mayor, tantos años como Dani. Asiduo, Pedro esperaba ansioso las observaciones y dictámenes de su maestro luego de cada jugada bien lograda; con su cariz infantil, alegre y entusiasta; sus ojos marrones pequeños y vidriosos; su boca y orejas y nariz diminutas, que se deformaban y estiraban por su habitual sonrisa; pelos negro, y piel levemente parda, su peinado ralla al costado, como “los muchachos de antes”, look simbiótico de Don Pascual; “Miguelito de los barrios” en tono tanguero recuerdo cantarle, arrastrando las palabras, en calidad de broma, cada vez que se presentaba luego de un baño; el peinado se le acentuaba al tener los pelos mojados, como un tanguero peinado prolijo con gomina. En el momento donde estábamos, donde el incidente de que trata el relato general, lo tenía a mi izquierda de pie, en dirección alejada de la esquina. Por supuesto, su físico era el de un hombre, como el de Dani… pero su modo infantil…era de un proceder humilde, compañero, protector, paternalista y compresivo; muy bondadoso y amable; un novio ideal para presentar y quedar bien parada con sus madres las atorrantas desviadas de sus hijas; perdidas y reventadas que solían salir con jóvenes impresentables, como abundan en los barrios del sur, y de esta manera asegurase una buena reputación: "por fin me trajiste a uno como la gente, querida" dirían sus orgullosas madres. Lo conocí en una de esas primeras epopeyas en bici, explorando territorios lejanos; la vuelta de mi casa, luego, por supuesto, de sortear los obstáculos de Dani “rubio” como antes he acentuado. Era, Pedro, parte de un grupo de chicos más amplio y extenso, plagado de personajes inolvidables, y que merecerían ser presentados acompañados de miles de anécdotas, pero nos desviaríamos mucho… uno de ellos era Pedro, y la pelota, lo que saldó las diferencias para generar un nuevo grupo más grande de chicos, entre los “míos” y “ellos”; los “nuevos”. Por razones que no puedo precisar, Dani no estaba, me imagino porque no le interesaba mucho el jugar a la pelota, y lo bien que hacía, salvaguardando el buen gusto futbolístico; no era muy hábil con el balompié, digamos. “Aceituna” era por dos motivos: uno, por la forma extraña de su dedo pulgar, groseramente ancho, y dos, por la silueta ovalada de su cabeza, similar a la de una aceituna. En realidad el pulgar no era acorde a una aceituna, pero la necesidad de encontrar similitud y conectar en un todo significante, bastaba. “Mamá”, apodo nacido de su cualidad de cuidar a los chicos más pequeños del barrio; los ayudaba a andar en bici, a aprender a jugar a la pelota y además estaba alerta por cualquier potencial peligro, como padre… más bien como madre protectora, sobre todo, de mi hermano más pequeño. Solía tener más responsabilidad en este quehacer que yo mismo como su hermano mayor, vigilando a cada paso lo que hacia mi hermanito; “polvorita” le decíamos a él, porque solía ir rápido al alcance de un petardo, luego, segundos después de explotar, para guardarlo en el cajón de su mesita de luz como un coleccionista profesional, actividad que le dejaba rastros de pólvora en su pequeña panza; solía tener el torso desnudo en épocas de verano, como todos en las tardes sofocantes. Nosotros siempre le decíamos que un día, una chispa perdida, lo iba hacer explotar por el contenido excesivo de explosivo impregnado en su cuerpecito: las risotadas generales no tardaban en aparecer. Pero mi hermanito, a su cortísima edad, era un mocoso muy irascible e irreverente, y no le gustaba para nada ese tipo de burlas, y en uno de sus arranques furiosos la ligó el pobre de Pedro “aceituna”, o “Mamá Aceituna” como ya le decíamos. Sin embargo, el dulce pequeño, todavía tenía la dificultada de pronunciar bien las palabras producto de su corta edad: “Callate, mamá ayuntuna!”, espeta insolente el borrego. Fue una maravilla, acto brillante, merecedor del premio del millón, de ahí en más: “Mamá Ayuntuna”. Sin proponérselo, mi hermanito, logró levantar la vara, y las risotadas por el “polvorita” subieron, propagando un caluroso, fulminante, agudo e intenso coro de carcajadas.
8.
Volvamos a la esquina, así nos metemos de lleno en el siniestro. La escena la completamos con Mamá Ayuntuna, como dije, lo tenía a mi izquierda. Lo más probable es que Dani se estuviese luciendo de manera formidable, relatando una de sus increíbles historias, empresa con motivación adicional, por cierto, por la presencia de la chica por la cual suspiraba. Con la disciplina de mi imaginación y utilizando mi archivo visual; arquitectónicamente puedo construir recurriendo a un bagaje de imágenes sueltas, un estereotipo de su semblante frenético y audaz; mechando en su parla, desvergonzado, cualidades positivas de su persona entre cada artículo, pronombre y locución verbal en general; solo lo pausa las pitadas de su cigarrillo. Por supuesto, entramos en el terreno de la especulación, pero lo más probable es que así sea. Mientras todos, atentos, escuchando. Siempre, en momentos inoportunos, es cuando alguien entra desencajado a una escena para modificarla, y su estúpida cotidianidad transformarla en algo extraordinario. De mi flanco izquierdo irrumpe de forma extraña y enajenada, un hombre alto con el torso desnudo, supongo que tendría unos veinticinco años; pantalones y cabellos negros, todo enardecido y crispado, como quien se levanta apenas unos segundos antes de un mal sueño; sostenía en una de sus manos una macana de policía; se detuvo y nos devoró con sus ojos inyectados de rabia. No recuerdo quién la ligó primero. Pues, lo seguro es que dijo algo más o menos así: “¡Me tienen los huevos llenos, los escucho desde mi ventana, siempre jodiendo!” Imágenes desordenadas, organicemos: Primero creo que la ligo el pobre de Mamá Ayuntuna; le propicio un furioso empujón, luego, un cross en la mandíbula a Dani, el cual no dudó ni un micro segundo y de inmediato huyó corriendo despavorido; Fede fue el más hábil en dejar la contienda; veloz como el viento, utilizó la bici de una de las chicas que estaba a su alcance. Pues yo, creo haber disparado para la vereda de enfrente. Lo más desgarrador del relato, es lo me que obliga a virar hacia atrás, hacia la escena ya casi despoblada; son los gritos de Pedro, de Mamá Ayutuna, quien desafortunado, es el mayor victimario de las tropelías; intenta, con desesperanza y gran dificultad, apoderase de su bici que estaba reposando sobre el pasto a unos metros: “¡para!...ay, déjame agarrá la bici… ¡ay!... ¡para!... ¡ay! Imploraba el pobre de Ayuntuna a cada dosis de violentos golpes de macana sobre su espalda, algo que le impedía montarse y finalmente poder tomarse el palo, como todos ya, de la esquina. Los hechos ulteriores, por desgracia, solo los puedo plasmar en un salpicón desarticulado de observaciones; cronología errática, vaga y caprichosa. Puedo mentar a nuestros padres reunidos en las afueras de la comisaria charlando en forma plácida luego de haber radicado la denuncia, algo que por supuesto, me llama la atención. Puedo oír una voz perdida no identificada señalando que el protagonista era de practicar en carácter asiduo con su macana. Otra, que susurra, dice que era el tío de una de las chicas del barrio y vivía de momento en la casa de la sobrina, contigua de la esquina. Visualizo al agresor caminando apurado y sin tapujos, con mirada desafiante, hacia su casa con un sobretodo negro, desde la parada del colectivo. Una destellante y fugaz imagen de Dani señalando con madura sensatez que el golpe que recibió “menos mal que no fue a una de las chicas porque no lo podrían resistir”. Burlas hacia Fede por su audaz huida y por el hecho de usar la bici de una de las chicas. Al pobre de Pedro rogando, en un mar de lágrimas, que no le informen a su padre de los trágicos eventos porque este sufría del corazón. Luego, todo es un infinito vacío mental: dónde seguimos parando, qué paso con el agresor, qué fue de la denuncia, por qué me desentendí de la historia… volvemos al principio. Podemos decir que ese año fue arduo y duro, excitante también; la muerte conjunta de mis dos abuelos, la muerte temprana de mi primo hermano con tan solo trece años; luego de un agónico mes por ser atropellado por un camión de gran porte, aterrador accidente; amargo, convulsionado y estridente entierro y despedida. El inicio de nuevas sensaciones; de la adrenalina de la noche y el alcohol, de los amores… de esos dolorosos y mal llevados; reproches de un amor mal amado y ausente; de su mirada apasionada y ardiente impregnada en mi retina; añoranza y remordimiento; de ella solo voy hacer una breve reseña, decir, no más que… hagámosla poética: dulce como la miel; caliente, pimienta; sabrosa, menta. Aunque con los años ya me es indiferente, sin embargo, su ausencia marcó todo ese año. ¿Esa vorágine? ¿Es el causal de mis olvidos?: no lo sé. La respuesta más sencilla pude, también, la más acertada: no tener como cómplices a los protagonistas a largo de estos años para contar la historia. El tiempo no perdona. El tiempo es implacable.
<<Le parece increíble que haya escrito y expresado algo sobre ese año, sobre todo, desencadenado por un hecho que, sin embargo, lo comprendía marginal. Por lo menos, hace como más de una década que no sabe nada de las personas que formaron parte del relato; todavía no decide, mejor dicho, “no se sincera”, qué le produce tener ese dato, ahora, consciente. Tanto tiempo tuvo presente esa época, tan significativa; suponiendo, además, que algún día las verdades encriptadas que dejaran, si es que las hay o las hubo, por arte de magia se iban a develar. Sin embargo, reparó que eso sucedió a lo largo de su vida de forma tan gradual, que apenas ahora lo nota… Las cervezas fueron varias; la somnolencia ya es un hecho. Aunque el alba aceche en las cercanías y la densa y majestuosa luna blanca siga bancando la parada por no mucho más tiempo; la ducha previa antes de ir a la cama, ya pasadas largas las cuatro de la mañana, es inevitable. Supone, una vez ya al cobijo de las sábanas, por única excepcional, no como tantas otras noches infames, que la vigilia será breve; por un instante teme equivocarse: en el momento que el dulce sueño se apropia, recuerda de súbito un dato que lo sobresalta: ¡se olvidó mencionar que la boa estaba detrás del placard, nuca salió de la casa!... una leve sonrisa le provoca ese detalle, a pesar de todo, decide que no hace falta aclararlo luego. Se duerme al instante. La luna al fin cede. El sol por momento triunfa. El baile, para ellos, aunque colosal e inmensurable, tampoco es eterno. >>
Autor: Oscar R. Eckhardt.
Fotografía tomada de internet
Pintura: Otto Müller