Series Negras I
Capítulo I
Yolanda vagabundea por las esquinas, con el bigote crecido y las piernas enfundadas en panties de red. No parece inofensiva, por qué mentir, no lo es. Le gusta bailar, los días de sol y rescatar animalitos, ha pensado seriamente hacerse vegana. Tiene el cabello rojo, ondulado y la tez blanca como la de un cadáver. Ella tampoco entiende por qué está ahí, en algún momento la única forma de ser ella era serlo en la parte más vil de la ciudad. Fuma mucho, no siente frío pero está cansada. Camina chueca con los tacones, ella definitivamente prefiere las botas. Yolanda tiembla esperando el bondi , está amaneciendo, un aroma a churros le abre el apetito y se prende otro pucho. A una cuadra entre la neblina y los faroles de mercurio un muchacho joven se acerca caminando con una bici que tiene pinchada la rueda. Él la saluda, ella no sabe qué sentir, le pregunta qué pasó, él niega con la cabeza mientras arrodillado en la vereda mojada y fría desarma las partes de su vehículo. Se sientan juntos, van rumbo a Tigre. Yolanda deja de temblar aún cuando atraviesa la ventanilla un viento helado, respira profundo. El muchacho abre un libro de Cortázar, ella lo mira por sobre su hombro y le comenta que leyó esa misma obra unas 10 veces. Finalmente, intrigada por la naturaleza del muchacho, éste – que adivina- responde. Tiene una isla, durante el verano es hospedaje pero este invierno están haciendo trabajo colectivo para armar la huerta y ayudando a los guardaparques, es temporada de cazadores furtivos- termina la frase y sus ojos se opacan, su mente ha volado a otros pensamientos más oscuros. Ella pregunta entusiasmada si puede ir, el muchacho sonríe y asiente con la cabeza, el sol que se refracta en el cristal tiñe de colores sus rulos. Yolanda no volverá a su casa esa mañana y tal vez no vuelva a esa esquina nunca más. Suben a la lancha colectivo y por primera vez Yolanda huele el río.
Capítulo II Caramelo Hierbabuena, hijo de padres montoneros, no hace justicia a su nombre. De bueno tiene el apellido y de corrupto toda su persona. No le gustan los lujos, atesora un auto viejo y feo que camina como la seda, un caserón en provincia, allá por José C. Paz, y su Magnum, solo por la facha. Tiene un arma, que sí lleva cargada, en el cinturón, mejor dicho, bajo la panza que le cuelga. A Caramelo no se lo tragaría nadie sino fuera porque es un peso pesado, en toda su extensión, del sindicato de maquinistas. No laburó nunca de eso, arrancó militando en la JP muy joven y heredó el puesto de su viejo en la Unión Ferroviaria. Caramelo no conoce las caricias, no las sabe dar y no le gusta recibirlas. Para él mujer es un agujero y 2 tetas, tal vez, y solo tal vez, le importe que se trate de un bípedo. Se va de putas cuando puede. Tiene la agenda recargada de cagadas a palos, devoluciones de favores, rompe huelgas y cabezas sin que se lo pidan , antaño en los mejores tiempos había mas sindicalistas para matar y daban mas batalla. Caramelo está borracho, le entran ganas y tambaleando se acerca a la barra. En la oscuridad divisa un cuerpo con tetas y como todo cuerpo con agujeros, le coge la muñeca y casi arrastrándolo se lo lleva al baño. Caramelo pide un pete, el cuerpo se niega, a ese cuerpo nadie lo lleva arrastrando a ningún lado, ese cuerpo tiene heridas, está en alquiler pero tiene cerebro y odios. Chupame la pija o te rompo el orto. El cuerpo se va; toma el picaporte, no alcanza a girarlo y siente el frío metálico de una Magnun sobre la nuca. A Yolanda no le da miedo la muerte pero le preocupa que esto sea la única vida que puede vivir. Gira la cabeza despacio, reconoce la cara, lo mira de pies a cabeza con asco, desprecio y bronca. Caramelo no registra al otro...mejor...Dice pete otra vez. Yolanda tenía un gran amigo, el Polvorita, lo conocía desde pendejo. En el barrio no era fácil ser distinte y Polvorita era de los pocos que se sentaba a tomar mate con ella solo para charlar. El pibe laburaba, en negro, por un sueldo de mierda en una curtiembre donde se te quedaba la vida, la piel se caía de a jirones y los pulmones se volvían necrosos a los pocos años. Polvorita tampoco temía a la muerte pero no aceptaba que fuese esa la vida que le tocara vivir a nadie, a Polvorita le dolía el pecho y no era por el cáncer. -Agachate de una vez o te disparo en el pito- Caramelo seguía mareado y sonaba poco convincente- ¡dale! agachate. Polvorita amaneció muerto en la comisaria, hace varios inviernos. Yolanda tuvo que reconocer el cadáver, para ella siempre fue irreconocible. Lo entregaron los del sindicato y lo levantó la policía cuando volvía a su casa. -Caramelo, ¿vos no sos del sindicato? -¿Qué querés, un puesto?, vos solo servís para esto. -Pasa que la gente como vos me da arcadas, y tu amigo el que está en la mesa de afuera… -¿El comisario? No vuelvas a decir que te da asco si a vos te gusta mamarla. -Antes muerta. Apretó los puños, de una trompada lo derribó, su cuerpo nefasto rebotó contra el suelo empapado en orín. Yolanda hundió sus tacos aguja en la cara de Caramelo reventándole los ojos. Los gritos se mezclaban con la música. Caramelo Hierbabuena introdujo su mano bajo el cinturón mientras Yolanda agachada buscaba la Magnun. Es inútil apuntar, se escucha un gatillazo vacío, no está cargada. Antes de que el sonido termine y alguien más dispare, una mano veloz se hace arma. Donde antes había frente, ahora hay un tacón aguja y un cráneo hecho pedazos.
Texto e imagen: Lauro Rosario