Próxima Centauri
“He visto cosas que vosotros no creeríais Naves de ataque ardiendo más allá del hombro de Orión He visto Rayos-C, centellear en la oscuridad, cerca de las puertas de Tannhäuser Todos esos momentos, se perderán, en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir". replicante Roy Batty, “Blade Runner” (1982)
Desde la mañana hasta la noche, en ese recóndito e inhóspito balneario abundante en bosques densos de pinos, matas y arbustos, donde se perciben verdades ocultas; del que puede dictaminarse una nómina puntillosa de horas sonoras; orquesta estridente de origen natural vale aclarar; él decide contemplar su último día de existencia. Aunque apacible en mayor medida como coro de ángeles, la orquesta, es además, estruendosa, dolorosa e infernal. Oceanía del Polonio, bañada por el inmenso atlántico, zona relegada del departamento de Rocha, nación Uruguaya. Relegado, en verdad, es quien se dirige a su purgatorio, a su profundo misterio, es quien se dirige a su propio infierno, a su propio juicio; quien decide resolver su destino. Hugo Jordán, hombre de exhaustos y vertiginosos 65 años, peregrina para despojar su penoso encierro; la angustia es infinita. El antídoto de la expoliación es el mismo universo cruel y desgarrador; es quien todo te da y quien todo te quita. ¿Qué viene después? ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Acaso importa? ¿Cuál es el próximo paso más allá de la Nube de Oort? ¿Alcanza el infierno para semejante infamia? A Hugo lo despierta a las seis de la mañana el insistente golpeteo de los picamaderos alertado con estas diatribas; las siente como tronzadoras monstruosas y cuchillos afilados desgarrándole todas sus carnes, llegan hasta el hueso; luego concibe como si a su cuerpo lo compactara la misma realidad caótica, después el ahogo; pero la nada misma lo salva, lo resuelve todo, como la muerte… todo te da y todo te quita: es el frío universo. Esa mañana, en su rústica cabaña alpina de troncos y maderas, techo de teja, encerrada por el espeso bosque; empieza con un nutrido desayuno —el último—. La pálida luz de la mañana penetra por las cuatro ventanas correderas vertical como brillantes láminas de seda; están sin cortinas, así peladas, él las quería de ese modo, en ese lugar no las necesitaba. Se puede oír al océano soplar por un gigantesco tudel e impactar como cuerdas melódicas a las copas de millares de pinos; a eso los impíos le dicen viento. Se puede oír además, el coro animoso y alborotador de búhos, palomas, zorzales a dúo; de sopetón se impone como trueno el rugir del halcón montés; el cadalso a pesar de todo es hermoso. Solo la Desert Eagle a la espera, a unos metros sobre la chimenea impregnada de tizne y llena de diarios antiguos, desentona. Unta su última tostada con requesón y mermelada de frambuesa. Prepara el mate amargo. Una vez sentado afuera, en el pórtico, sobre su reposera playera y el termo a un lado, da sorbos intermitentes y pausados al mate, mira a los árboles —densísimos, juntos, formando una pared vegetal—. Su mirada es escrutadora y profunda, como tienen hombres curtidos ya de cierta edad; con ella, analiza minucioso todos los detalles que aportan los datos que ingresan por sus ojos entrecerrados, información rica y enmarañada, pero seleccionada de forma serena y tranquila, actitud que la experiencia da con los años, asegurando que lo importante sea resguardado y lo subliminal sea detectado a tiempo. Es una mirada que viaja a lugares remotos e inaccesibles, habilidad ignorada por los incautos y superficiales. Aunque el caso no lo amerite, esa actitud, es inevitable; las mañas y las alertas no son trofeos ganados con el tiempo que se dejen así como así. ¿Si tan solo ve aquel árbol que las hace de palo de portería? El árbol sostiene dos troncos unidos, dejando una “L” de cuarenta y cinco grados: el resultado es un arco de fútbol improvisado que le había construido a su hijo… Hugo siente imágenes abruptas en su conciencia, recuerdos espeluznantes irrumpen con furia, como bestias rabiosas que escapan luego de estar siglos encerradas en sus mazmorras, llegan trastornadas y poseídas, luego de correr noches largas de un profundo oscuro aterrador; noches de aquelarre, sangre y pecado, etílicas y narcóticas: no es grato ver el árbol y recordar el abdomen de su propio retoño, de su único niño, explotar en vísceras luego de ser abierto por un afilado cuchillo, y ser además, el padre, el autor de semejante acto. Claro, la venganza (impulso) fue por tan solo un puñado de miles de dólares, robados a su propio padre. ¿Diez mil dólares? Tan miserable para Hugo ¿Cómo que no es poco? Para un profesional del delito, rancio y experimentado como Hugo, es un vuelto. ¿Cómo olvidar los cientos de miles de verdes que adquirieron con el negro Olmos de un banco en vísperas de año nuevo? Jugada maravillosa, inteligente, sin la necesidad de sucia violencia, pero no porque Hugo no sea capaz de sobrellevar situaciones de contingencia o como si no disfrutara reventar con dosis sádicas, racionales y equilibradas de saña. No, Hugo prefiere la táctica, lo sigiloso. Ya instalamos la tragedia. Pintamos el purgatorio. Irónicamente el infierno se disfruta intenso y la muerte es la salvación. Lo único que resta, es apreciar el universo, su belleza. Esto, Jordán, lo sabe, lo sabe muy bien, es como una necesitad, una búsqueda (¿inútil?). Como también sabe que la traición es el acto y no los billetes en sí, sean el detonador de esta tormenta que recién empieza. Al final del camino su destino de trascendencia está marcado, mejor, seamos más precisos: está cercenado. Solo resta saber ¿Cuál es el próximo paso más allá de la Nube de Oort? (sabemos que es un juego). Marcha por el camino de tierra minado de accidentes y huellas marcadas por vehículos robustos y caprichos fluviales, a sus costados rodeados de vegetación; se dirige involuntario, movido por fuerzas oscuras, hacia la extensa costa Rochense, separada a unos quinientos metros de su cabaña. Lleva consigo su caña y elementos de pesca dentro de una valija metálica pesadísima, un balde vacío también. Recuerda, mientras los rayos de sol intensos del mediodía candente de Febrero castigan sin piedad su rostro, la pesadilla de la noche anterior: él es un joven muchacho sentado en una oficina minimalista y aséptica, en la espera de una entrevista de trabajo. Su interlocutor es un lagarto overo gigantesco. Lo trauma horrores el aroma ácido, putrefacto y nauseabundo; es por culpa de los dientes del reptil, llenos de residuos de carne podrida de sus víctimas; presas masticadas y trituradas. El hediondo perfume se adueña de toda la sala, a los pedazos se los puede ver en primera plana, como exagerados en detalles, el olor es groseramente asqueroso. Advierte, mirando su propio cuerpo, Jordán, que no tiene manos ni pies. El reptil, en un acto brusco y repentino, empieza a devorarlo con furia; él no intenta salvarse, ni siquiera intenta movimiento alguno, solo deja que su cuerpo sea destrozado, estoico, a una velocidad brutal e inevitable, a cada mordisco… ...al fin de los tiempos mirada profundo misterio vislumbro el velo, veo la luz qué hay más allá del limite apiádate de mí, luz creadora por qué me juzgan los soldados por qué me juzgan las hormigas ¡idiotas! tú luz, eres el infierno, eres el cielo ¿me juzgas?, si eres parte de ello la sangre, el vómito, el vino, el pan tinieblas y soles, ángeles caníbales y carroñeros… ¡malditos! esa es tu creación, hazte cargo ¿qué hay más allá del velo? es tan hermoso tu misterio ¡está bien!, solo quiero saber ¿qué hay más allá de la nube de Oort? ¿sabemos que solo es un estúpido juego? ¡de acuerdo! ¿sabes cómo se siente un fierro al rojo vivo quemando tu estómago? ¿tal vez, una infernal ave centaura me rapte? solo espero que termine este infierno…
Cae súbito de bruces al suelo duro y reseco. Se tropezó. La geografía del camino no es muy sencilla; se puede hacer un petitorio jurídico de todos sus accidentes geológicos y geográficos. El polvo empieza por culpa de la caída, empapa todo de partículas marrones y grises su rostro, solo una delgada línea roja de herida. Se limpia torpe y displicente con un trapo viejo; el polvo combinado con sangre. Decidido, aunque dificultoso, se levanta con fuerza y dignidad: su viejo cuerpo herido y las herramientas y caña, su balde también. “Por qué me juzgan los soldados, por qué me juzgan las hormigas”. Le duele horrores la rodilla; es insoportable. No está la muchedumbre idiota y enardecida; insultando, escupiendo, arrojando cascotes; y, en el mejor de los casos, a cierto modo, preferible: frutas podridas. No. Por suerte la tribuna no está. Tampoco esa ayuda ausente; ese compañero, esto Hugo lo sabe muy bien. Solo el camino sinuoso a la playa. Camino rustico, cercado a sus costados con la densa verde, atrás su pasado; del que se puede ver la lúgubre luz de un incendio, es el incendio de una ciudad devastada y sepultada como bombardeo de Dresde; ruinas y cadáveres apilados, freídos y humeantes; adelante el abismo; el gran interrogante del inmenso y soberbio océano; sueño de un destino espectral, sueño atormentado y consumido por un vasto pozo sin fondo; era solo un recuerdo, era solo un espejismo de un sueño; soñaba con unicornios, soñaba con paraísos salvajes y sensuales, soñaba con perlas y licores. Pero no, solo era el soez reflejo de un sueño embustero. Al alzar los ojos en forma de plegaria, llega a ver el celeste inabarcable del cielo. El sol radiante, sazona con sus rayos a los árboles acentuando el olor a hierba clorofílico, mezclado con notas de tierra arcillosa y la perfumada humedad de mar; traídas por el susurro de un viento remoto, un viento tan remoto originado en la era del hadrón, presagia finitud; este, acaricia misántropo las copas de los árboles, una vez más, por ahora suave, misericordioso, con una tranquilidad melodiosa. Esto, Hugo, lo sabe muy bien, como sabe muy bien que es solo el principio. Una vez llegado al umbral de la extensa playa, desde un alto médano, mira hacia el horizonte. Sus ojos apuntan al infinito. Esto es devastador, piensa; no hay nada, solo la terrorífica idea de corroborar lo inadmisible. Por única vez, la mirada de Jordán es incierta, cae en un abismo de zozobra, como cae un imperio majestuoso a la nada misma, tragado por un inmenso lóbrego. La playa es reconfortante; el sol pega intenso; la suave brisa, la espuma y el perfume salino. Por supuesto, luego de escalar y bajar los gigantescos médanos con la rodilla oxidada y dolorida, esto es un obsequio piadoso. Hay cuartel. Recorre a la deriva y desolado los bordes de la orilla, ahí donde mueren en pequeños charcos lo que, segundos antes, eran olas viajantes, recorriendo millones de kilómetros de tiempos ya inexistentes, ecos originados mucho más allá de los Pilares de la creación. Tira la caña al mar, la apoya en una estaca clavada en la arena. El silbido errático del viento cargado de una atmósfera eléctrica y de partículas arenosas viaja a baja altura confundiéndose con la espuma; la bruma allá a lo lejos en la llanura sobre el horizonte azul, las grandes y pequeñas revoltosas marejadas, el graznar lejano de gaviotas; cuando las olas se alzan en su máxima altura antes que rompan, su color es de un cristalino esmeralda; veloz, se puede ver a trasluz, pasar un cardumen de pejerreyes, y el sol, iluminar las partes doradas de sus cuerpos como vivaces cintas de oro escabulléndose zigzagueantes; este paraíso le inunda el alma a Hugo Jordán en lo más profundo, es un aire fresco que recorre torres incendiadas y carnes putrefactas, llenas de dolor y pecado, de inescrutable angustia. A unos metros mar adentro, yacen las ruinas de un barco enorme, apenes llega a vérsele cuando las crestas de las olas lo permiten, una de sus chimeneas, la más alta, delatando un penoso rastro de su existencia, pero ya con el tiempo, ni eso va a poder verse, eso Hugo lo sabe. Cuenta la leyenda lugareña, que era un barco brasilero, barco de comercio y de contrabando hundido vaya a saber por qué o por quién, en las costas Rochenses. Vino a estas costas a morir —piensa Hugo—; al igual que él, mientras ve con una mueca irónica el cadáver de un lobo marino acostado en la arena siendo consumido por un ejército prusiano de gusanos.
No tuvo suerte con la pesca, solo pudo recoger dejando repleto el balde, unas cuantas docenas de berberechos para la cena —la última—; con tan solo cavar centímetros en el suelo marino, se pueden conseguir. La esfera incandescente del sol, allá a lo lejos, se despide besando el mar, y con él, los últimos vestigios luminosos naranjas y rojizos pintando telas gigantes, flameando sobre las bravas aguas marinas, al compás de la marea: los últimos rayos de luz, Hugo lo sabía. Ya era hora de irse. El cansancio y el crepúsculo dictan la partida; es el inicio del duro regreso; hay que tornar a la cabaña, hay que terminar con este asunto —medita Hugo—. Claro que la pesada valija y la caña las abandona, solo el balde repleto de arena y de moluscos lleva en una de sus manos; debe ir ligero, el balde de por sí es demasiado pesado. Su retorno es a paso lento y dificultoso en exceso, el balde es una suerte de grillete de presidiario y su rodilla no es buena compañera para el viaje; lo dificulta todo. Una vez sorteado con gran dolor físico la cordillera de médanos, la noche se precipita sin que lo advierta. La oscuridad inunda todo, ya no ve la verde mata, los árboles, ni los escollos del maldito camino agreste. Se suma el hecho que la oscuridad le priva la visión, la dificultad se multiplica; lo que le provocan recurrentes torpezas que resultan en caídas; a cada caída un nuevo golpe, se levanta dolorido; nueva caída, su rodilla acaba por destruírsele del todo, la arrastra como un pedazo muerto, con esfuerzo sobre humano. Pierde el balde, la oscuridad no lo deja ver; esta vez el porrazo es impiadoso con su cabeza. Comienza de nuevo el quejido bestial del océano; se puede ver como el horizonte se erige hasta los cielos; es el mar que dibuja la forma de espalda de hombre robusto, con brazos gigantescos y fornidos que levantan con vehemencia el tudel llevándolo hacia sus labios: sopla de nuevo, ¡furioso!; el viento esta vez se escucha como el griterío de enojo y reproches de una muchedumbre bravía, multitudinaria, como en un estadio descomunal; resuena sobre las copas de los pinos altos, los más altos. El sonido recorre veloz, tumbando los árboles, tronando en toda la bahía. Hugo sabe que el destino…. Hugo, en realidad, rendido, solo quiere que todo termine: vive el infierno merecido; ¿la redención espera? Una idea inesperada subrepticia explota dentro de su corazón: comprende que está inmerso en una absurda comedia híbrida. Cae en un pozo febril, se desmaya.
Logra despertarse del soponcio, apenas duró unos segundos. Esta vez lo despabila la intensa orquesta de miles grillos y ranas que viven en las ciénagas; se formaron con el tiempo a los costados del camino, luego que las topadoras arrasaran con la vegetación para crearlos. Solitario en la espesa negrura, intenta de nuevo levantarse, apenas lo logra, pero cede, sus viejas piernas ya no le responden. Puede ver las primeras luciérnagas pintar fosforescentes líneas luminosas, formando intermitentes faros en medio de las tinieblas. El espectáculo visual es acompañado por una alfombra verde neón, formada por los Pyrophorus, conocidos como cocuyos, insectos infernales y a la vez celestiales; su fisionomía, de día, es la de una vulgar cucaracha, pero puede jactarse de noche, el de tener una luz verde, como ojos luminosos que espían el alma, escondidos entre los yuyos y la maleza. Al alzar la vista una vez más hacia el cielo, puede ver como el magno brazo galáctico iluminado por trillones de estrellas señala la dirección del camino. Hugo lo mira absorto desde el piso, acostado boca arriba; lo maldice, lo insulta, lo escupe; es la humillación que siente un ser despreciable y finito. Imagina cómo este espectacular cielo nocturno estrellado se quiebra y rompe en trozos como un frágil cristal. Pero no. Sigue intacto, tan intacto como absurdo. “tú luz, eres el infierno, eres el cielo… ¿me juzgas?, si eres parte de ello”. Agitados los árboles, tambalean al unísono por una brisa suave in crescendo; es el sonido del viento provocado, una vez más, por el océano; viene acompañado con promesas de lluvia, de una gran tormenta. El sonido chillón de ranas y grillos se hace más intenso. El aullar sordo y escalofriante de un zorro hace despertar de un sobresalto a un Hugo febril y exhausto. Recuerda el fin, recuerda su destino. Vuelve a marchar trémulo, pero arrastrándose por el áspero suelo, con mucho esfuerzo sus manos rasgan la tierra, su rostro expresa desesperanza pero gran laboriosidad, su piel se torna rojiza, respira con dificultad, jadea. Hugo grita de dolor, sus manos dieron con una planta de espinas largas y filosas, le atraviesan las manos; se desvió del camino. Sus manos sangran y están muy laceradas; el recorrido es más doloroso. Pero esto a Hugo no lo detiene, nunca se detiene. Es un hombre rudo y fuerte, su amor propio es enorme, su orgullo una estampa; no se da por vencido tan fácil, llegó a soportar toda una noche de golpizas y torturas en una comisaría de Pompeya, llegó a escapar con un tiro perforándole el brazo, en un auto alcanzando velocidades temibles, por supuesto, con el botín a salvo. Las nubes se apoderan del luminoso limbo, Hugo pierde su guía cósmica, la oscuridad es absoluta. Resplandecen los primeros relámpagos, le siguen los truenos. Se desata de a poco la lluvia, luego de unos minutos, es un diluvio. Hugo, desesperado, intenta con todas sus fuerzas llegar pronto a destino, el camino rústico, seco y duro, ahora es un infernal charco barroso, un pantano. Llueve maratónico, el nivel del agua aumenta alarmante. Es arrastrado por una corriente, sus brazos ya le son inútiles, pierde el control y se deja llevar. Viaja por aguas turbias, llenas de insectos y de ramas. Un furioso remolino lo traga hacia aguas profundas. Luego de un largo y frenético viaje, desemboca en un pasillo; este es largo y angosto, sus paredes están maltrechas y viejas, se descascaran, se sienten temblores sísmicos; caen del techo pedazos de escombros. Hugo ahora puede correr, intenta escapar de ese lugar extraño, parece estar dentro de un hospital de antaño. Se topa con gente; más gente, caras conocidas, a su lado, en un cuarto, hay un niño ¡es él mismo! Aterrado, sigue corriendo por el estrecho pasillo, al fondo hay una puerta, de sus resquicios escapa una intensa luminosidad. Hugo Jordán se detiene, ¡es la puerta de su cabaña! Cavila unos momentos, la abre, la luz lo enceguece.
Apenas cuando la luz aminora, se reconoce dentro de su cabaña. Sigue siendo de noche, pero hay una calma sospechosa que le hiela la sangre. No hay más tormenta, no hay ruidos de grillos ni de ranas ni de viento, solo el aturdidor silencio. Empieza a sentir un olor ácido y putrefacto, a carne podrida y agusanada. Es el lagarto overo gigantesco, con la garganta inflada, con sus típicas manchas negras y blancas. Mira fijo a Hugo; este vacila y da unos pasos hacia atrás. El lagarto abre su boca de forma demencial, su mirada es fría, se pone de pie erguido como una persona. En sus manos tiene algo que parece ser un boleto, se lo muestra a Hugo, luego lo rompe en pedazos en su cara. Se jacta de ello. Jordán no tuvo el suficiente tiempo en reparar sobre semejante acto, el lagarto lo devora de un mordisco; el universo estalla en una espectacular explosión de colores fluorescentes azules y rojos, de una variada gama de violeta; como la Nebulosas del Cangrejo en medio de la enormidad del vacío.
Epílogo. (De los grillos, de la noche, de los arboles; traídos por el susurro de un viento no tan lejano)
Los periódicos de la zona, como “El Este”, “Rocha al Día”, y nacionales como “El País”, reflejaron lo acontecido en una penosa crónica policial, escatimando en detalles esenciales, llenada de datos superfluos, y a falta de información: inventando. Saquemos algo en limpio. Hablan de un supuesto delincuente de fuste porteño, que había escapado misteriosamente hacia su guarida Uruguaya de forma repentina, dicen que era un simple ladrón de autos, pero se equivocan, era un especialista en robo a bancos y financieras, tenía contactos con altos cargos de la política, eso yo lo sé, se los aseguro. Se sabía de la muerte de su hijo, encontrado en su casa de Boedo, con cortes de arma blanca por todo su cuerpo. Se sospecha que la muerte tenga que ver con la partida de su padre, pero la policía no sabe bien qué relación esconde, no sospechan de él, no sospechan nada. Se liga la autoría de Hugo Jordán, el reciente robo de una cueva porteña. Su hijo también tenía prontuario, aunque no del envidiable nivel de su padre. Por otro lado, el cadáver de Hugo (sus ruinas; las ocho columnas supervivientes del Templo de Saturno) fue hallado por un lugareño pastor de ovejas a un costado del camino, partes de su cuerpo fueron devorados por animales; hay fuertes sospechas que la causa de su muerte sea por ahogamiento, producido por la inundación de una fuerte tormenta días atrás. Fuentes policiales de la ciudad de Castillos, dicen que Hugo nunca tuvo registro de crímenes ni de actos delictivos, que desconocían esta faceta de él. Fuentes más confiables, dicen, que la policía de Castillos es una cueva de cerdos malnacidos que comían de la mano de Hugo. No obstante, la ciudad anuncia con bombos y platillos una asamblea vecinal de carácter urgente, con el fin de tratar los últimos sucesos que sacudieron la paz y armonía de esta tranquila comunidad balnearia, además de la noticia de la extraña muerte de este delincuente argentino, se le suma, el ya conocido y mediático crimen de una chica, aún más extraño, de la misma nacionalidad, en las costas de barra de Valizas. Lo único que les voy a decir es que vean cómo es la imagen de la Nebulosa del Cangrejo. Si es que quieren entender, en realidad, lo que resultó ser una comedia.
Autor: Oscar R. Eckhardt.