Unas cuantas historias para una noche
Me miró y el blanco del ojo se azuló un poco por el reflejo que venía de la calle. Las luces de los autos chocaban contra la ventana de la casa y adentro todo quedaba más claro. Sólo había una bombita encendida que estaba en el baño, a unos cinco metros de donde estábamos ahora.
El fin de la tarde nos había agarrado así, conversando mientras el día se iba y nos quedábamos en la penumbra. Los palitos chinos estaban desparramados en el suelo, agarrábamos de a uno sin tocar los demás con gran precisión.
El asfalto afuera estaba todavía húmedo porque había llovido todo el día. Nosotros salimos a caminar un rato bajo la lluvia pero ya hacía un tiempo que habíamos vuelto. Hicimos un mate y nos sentamos en el piso al pie de los sillones gastados, encima de la alfombra vieja, sucia y bordeaux que estaba puesta directamente sobre el piso de cemento pelado a retomar la conversación que veníamos sosteniendo.
Ahora el mate estaba frío, la conversación también. Hubo un silencio prolongado como antes de la creación del mundo, un silencio hondo y cerrado.
A lo lejos nos llegaba el ruido de la calle pero el ruido no consigue rasgar el silencio que se había instalado entre nosotros.
Una ambulancia ruge.
Nosotros a veces nos miramos y otras veces miramos para otro lado porque algo nos incomoda. La única luz que está encendida alarga las sombras de todas las cosas; los muebles, los palitos chinos y nosotros tenemos sombras crecidas en la penumbra.
De repente él se para. Yo no digo nada y sigo sentada. Lo veo sacarse la ropa de a una prenda por vez. Cada cosa que se saca la tira al piso, a un rincón. Yo sigo sentada y muda. Las sombras alargan su cuerpo y sus gestos. En un rato queda completamente desnudo.
Se queda parado ahí, me mira un instante y me agarra la mano para que me levante también. Me paro, no digo nada y llevó a cabo el mismo ritual, me saco la ropa de cosa por cosa, dejo todo en el mismo rincón. Los gestos son mínimos, no hay pretensiones de erotismos sobreactuados. Se oyen las respiraciones y el ruido de los autos y de la gente que pasa por la calle. Nos damos un beso largo, lento y húmedo. Fue el primer beso que nos dimos, nuestro primer beso.
Los palitos chinos siguen en el piso, nosotros nos acostamos en el sillón viejo y nos deleitamos sin prisa.
La luz de la única bombita seguía arrojando sombras largas.
Salimos otra vez. La vereda está llena de hojas mojadas que se han ido amontonando con el viento. Salimos en busca de combustible: un vino y algo de comer.
Paramos en una de esas pizzerías que no tienen lugar para sentarse así que nos acomodamos en la vereda con la caja ente los dos y la botella que habíamos comprado que descorchamos a nuestra salud con el sacacorchos del llavero.
En eso llama un amigo que nos pide que nos encontremos por ahí y que vayamos a la casa con él, se oye bastante mal así que sin hacer demasiadas preguntas nos tragamos lo que queda de pizza y de vino y allá vamos.
Un rato más tarde estamos en un colectivo cruzando Puente La Noria. El riachuelo espeso huele como siempre, a esa mezcla lechosa de desechos químicos oleaginosos y restos de materia fecal. En el viaje J nos contó que el padre había pirado y se había desecho en puñetazos contra su madre. Nos pidió que pasáramos la noche en su casa para hacerle compañía por si volvía a estallar. El padre era un tipo enorme así que en realidad nos daba bastante miedo pero no teníamos como zafar, era nuestro amigo y teníamos que quedarnos con él.
Cuando llegamos el viejo no estaba, la madre estaba sentada en la mesa de la cocina de la casa que tenía un solo ambiente dividido por cortinas con flores. Ella tomaba mate y escuchaba la radio en un aparato viejo y tenía la cara escondida entre las manos. Nos saludó con la cabeza y atravesamos una de las cortinas, después había una puerta que llevaba a un patio donde estaba el baño que era una pequeña casilla con un pozo en el piso y después aparecía la habitación que nuestro amigo se había hecho en el fondo con chapas.
Era invierno y todo estaba helado, las chapas hacen que todo se hiele más aunque tengan madera por dentro.
El cuarto estaba invadido por autorretratos y dibujos y pinturas de mujeres desnudas, en las más diversas técnicas, óleos, acrílicos... Nos sentamos un rato en silencio, estábamos todos a la expectativa por si volvía el tipo sacado y había que ir a frenarlo o llamar a la policía o algo.
Pasó un rato largo donde solo nos comunicábamos por monosílabos pero después de un tiempo la cosa se fue distendiendo y, aunque seguíamos atentos y sin bajar la guardia, empezamos a charlar de cualquier cosa.
Al cabo de unas horas, ya era bien entrada la noche, sabíamos los nombres y las historias de cada una de las mujeres de los cuadros, cada una había sido pintada desnuda a cambio de algo. Solo en un caso ese algo era dinero, en el resto fueron cosas más simples como una noche de buen sexo, una salida a caminar por el rosedal o un viaje en tren hasta El Tigre y algunos mimos.
Primero nos contó la de una rubia que se mordía el labio de abajo con unos dientes un poco filosos y que estaba acostada boca arriba con las piernas extendidas y cruzadas sobre un fondo azul, como flotando en el espacio. El cuadro era solo ella y el fondo azul, distintos azules de azul, distintos trazos de azul, pinceladas azules, movimientos azules circulares. Ella flotaba. Tenía las tetas grandes, el vello púbico de color claro y las curvas definidas y anchas.
Resulta que la piba era la hija del jefe de la fábrica donde él trabajaba, se llamaba Sofía y quería ser actriz. Se conocieron por esas cosas de la vida en una fiesta y hablando se dieron cuenta que J era empleado de su padre. El padre era un idiota, eso ella lo sabía bien así que no perdieron el tiempo hablando del asunto. La fiesta era en un departamento en San Telmo de una gente de una compañía de teatro que había venido de alguna provincia a Buenos Aires y vivían ahí, todos juntos. Bueno, no todos pero sí varios.
Después de una conversación no demasiado larga y de unos besos jugosos, terminaron en uno de los cuartos. Después del sexo y todo lo demás J le pregunta si le podía sacar una foto para pintarla, porque él, además de operario en la fábrica de tornillos, era pintor. Sofía dice que sí.
J pinta el cuadro, averigua el número de celular de ella y le manda la foto. A Sofía le encantó el cuadro y le encantó ser pintada. Se hace imprimir la imagen y la cuelga en su cuarto. De esto él se entera porque es la respuesta en el mensaje que ella le manda. Punto, fin de la historia de Sofía. Ahora ella flota en un fondo de óleo azul y desnuda para siempre.
María era la chica que estaba dibujada en lápiz. Estaba sentada en un banquito chiquito, como esos que usan los niños para jugar. Está sentada con las piernas abiertas, los brazos caídos al costado del cuerpo y tiene un sombrero como el que usa en La insoportable levedad del ser el personaje de Sabina. Mira hacia arriba como con ganas de comerse el mundo y sonríe de costado. Esa sonrisa que dice que no hay alegría sin dolor en este puto universo.
Es flaca, tiene el pelo negro, lacio y muy largo, casi no tiene curvas ni tetas, sin embargo todo en ella exhala sexo y desenfreno.
María andaba sola por la noche en que se gestó el dibujo. Una pelea estúpida con un novio estúpido. Se conocieron con J en un bar de por ahí, cerca de Congreso. Ella tomaba una cerveza sola en una mesa de una esquina, al lado de la ventana que daba a la calle. J pasaba por la vereda, siempre con esos ojos de cazador de imágenes enfurecido.
En realidad él venía por la vereda de enfrente y cuando la vio de lejos, cruzó Rivadavia sin pensarlo un segundo y se abalanzó hacia adentro. La encaró de una y le preguntó si se podía sentar.
Ella lo miró con la misma mirada que está ahora dibujada en lápiz y movió la cabeza como diciendo que sí, que le importaba un carajo quién se sentara enfrente.
Así quedaron, en silencio tomando cerveza y comiendo maní un rato largo. Después de la segunda Quilmes María le dice que si tiene ganas de acompañarla hasta El Tigre que quiere ver un poco el río. J dice que sí. Encaran el 64 hasta Belgrano y ahí se suben al tren. J pensó que lo podrían haber tomado en Retiro pero no dijo nada.
En el viaje que demoró como dos horas entre el bondi, el tren, la espera y todo eso, fueron conversando de las cosas de la vida. Ella bailaba tango los fines de semana en Recoleta, sacaba fotos para algún día hacer algo con ellas y durante la semana era correctora de textos para una editorial que estaba recién empezando.
J le contó por dónde vivía, que pintaba y dibujaba autorretratos y mujeres desnudas, que había hecho cursos de varias técnicas en centros culturales cerca de su barrio y en otros barrios, y que ahora estaba juntando material para exponer todavía no sabía ni cómo ni dónde. Y que además trabajaba en una fábrica de tornillos.
La noche empezaba a avanzar y nosotros tiritábamos mientras escuchábamos las historias y tomábamos más vino de una botella salvadora que apareció por ahí.
En fin, parece que cuando llegaron al Tigre había una luna redonda y amarilla que colgaba de un costado del cielo y a esas cosas nadie es inmune.
Caminaron siguiendo la línea del agua y mientras que hablaban de cualquier cosa María le preguntó si quería pintarla a ella. Él le dijo que para eso había entrado al bar. Los dos se rieron un rato y siguieron caminando por ahí. En esas cosas pasan por delante de un restaurante abierto y María pide permiso para usar el baño.
J se queda esperándola en un costado. Pasa un rato y la ve salir a pasos largos con algo en la mano. Cuando se le acerca ve que es una cámara de fotos que se la extiende para que mire lo que muestra la pantalla.
Había varias fotos de ella desnuda con el sombrero y en el banquito. J las mira una y otra vez hasta que elige la del cuadro y ella se la pasa directo al celular.
Una vez de vuelta en camino le contó que había entrado al baño con la intención de sacarse la foto parada arriba del inodoro pero que en un costado estaba el banquito y colgando de un perchero medio viejo se encontró con el sombrero y no lo pudo resistir. Apoyó la cámara en la pileta de lavarse las manos y ahí nomás disparó contra sí misma la cantidad de imágenes que pudo.
Cuando llegaron de nuevo a Capital se separaron por Once con un abrazo apretado y un beso en la frente.
J también le mandó una foto del cuadro y ella le contestó con una promesa de invitación a cenar que nunca se concretó.
Ya eran como las tres de la mañana y del padre ni rastros. Nosotros no sabíamos si eso era bueno o malo, pensábamos que podía volver en cualquier momento borracho y cagarnos a todos a palos, o que por el contrario, no iba a volver esa noche o nunca más.
Sobre una cama amarilla, de costado, al mejor estilo Maja desnuda, estaba Margot.
Margot era una mina grande, debía rondar los cuarenta y tenía la cara triste y de copas. El cuerpo estaba bastante gastado pero conservaba su apetencia sexual de manera digna.
Al lado de la cama se veía un portarretrato con una foto indescifrable, en la pared colgaba algún afiche o cuadro también indescifrable.
Margot apareció un día caminando por Pompeya del brazo de una amiga de J y así se conocieron. Ellas dos estaban juntas aunque se vivían peleando.
En aquel tiempo los tres se la pasaban andando por ahí, caminando, tomando algunas birras y escuchando música en la pieza donde ellas vivían, en una pensión por Pompeya, a la hora que caía la tarde.
Un domingo la primera amiga de J se tuvo que ir a La Plata a resolver un asunto familiar y J se quedó con Margot. Primero escucharon música como siempre y después salieron a dar una vuelta.
Después de caminar un rato Margot le dijo que quería ir a conocer el Rosedal. Le parecía absurdo vivir en Buenos Aires hacía más de diez años y nunca haber ido a pasear por los bosques de Palermo.
Ahí nomás se tomaron no me acuerdo qué colectivo y atravesaron la ciudad que domingueaba tranquilamente.
Bajaron en el zoológico y caminaron entre gente con patines, bicis, nenes con papás y mamás… Cuando llegaron al Rosedal anduvieron por ahí mirando las cosas lindas, fueron a la isla, se sentaron en los banquitos, dieron varias vueltas por el patio andaluz, miraron los bustos de los poetas y las rosas, por supuesto.
Margot estaba feliz de la vida con el paseo.
Volvieron a la pensión a eso de las nueve de la noche y seguían solos, de la otra chica ni noticias.
Margot se tiró en la cama y le dijo que quería que la pintara. J le dijo que tenía que sacarse la ropa porque sólo pintaba mujeres desnudas.
Ella lo mira con cara de ya vas a ver, pone Los Redondos, La parabellum del buen psicópata para ser más exactos, y se saca la ropa.
Las sábanas eran amarillas y ella se pone de costado. J busca el mejor ángulo y le saca varias fotos. Se las muestra y ella elije la que está ahora pintada en el cuarto.
Después se queda acostada desnuda.
J se saca la ropa, se mete en la cama y la aprieta fuerte contra su cuerpo. En ese momento se da cuenta que tenía un deseo contenido desde no sabe cuándo. No entiende bien qué le pasa porque no es ni muy bella ni muy nada, pero algo le arde y demasiado, y necesita de esa mujer en ese momento para ser saciado.
Pasan un largo rato juntos abrazados, entrelazados y sacándose las ganas que se habían acumulado durante todo ese tiempo.
Cuando J sale del cuarto la otra amiga todavía no había llegado. Se va exultante, cantando algún blues perdido en la memoria, respira el aire fresco de la noche y camina a zancadas.
Esta vez él mismo imprime una foto del cuadro, lo enmarca entre dos vidrios y se lo lleva personalmente a Margot. A ella se le alegra la mirada y tiene una sonrisa que queda como suspendida en el medio de los dos. El aire que circula entre ellos es más alegre y dulce que el que en general hay en el mundo normal.
Nadia es el nombre de la última mujer desnuda que vemos. Esta sí se zarpa de linda.
La historia fue así, generalmente J almuerza en la fábrica junto con algunos compañeros, cerca de las máquinas en un lugar donde hay una mesa chiquita con un mantel de plástico con flores azules y cuadraditos rojos.
El día ese, sin embargo, no tenía ganas de estar con nadie. Quería estar afuera aunque sea la media hora que tenía para comer. Se arma un sándwich de salame y queso, sale caminando hasta una plazoleta bastante chota que hay por ahí cerca y se sienta en un banco despintado. Cruza las piernas estiradas, se recuesta un poco en la pared, mira el cielo duro y celeste. Piensa en la sequedad de los últimos días, en su familia que apesta, en el trabajo que es una mierda, en los cuadros que quiere pintar y que no tiene plata para comprar ni óleo ni tela ni nada. Y que además una vez que los pinte no va a saber qué hacer con ellos… Sigue mirando el cielo de mayo, celeste, frío, cortante.
Pasan algunos minutos y el sándwich de salame sigue en la mano. En realidad no tiene hambre. El estómago está hecho un nudo. No quiere comer, quiere desaparecer del planeta. No, mejor quiere que el planeta desaparezca.
De pronto, de la más absurda nada aparece esta piba, Nadia. Llega a la plazoleta y se sienta en un banco cerca de J y con la cara entre las manos se pone a llorar con gestos espasmódicos.
J la mira un rato, primero no entiende que está llorando porque andaba navegando en sus propias miserias. Pero cuando la mira con mayor detenimiento y se da cuenta, se acerca y le pregunta qué le pasa.
Ella levanta la cara, tiene los ojos rojos y está empapada de tanto llorar. J no termina de entender si lo que le conmueve es la tristeza de la chica o que sea tan hermosa, o las dos cosas juntas.
Pero Nadia no le contesta y sigue llorando. Él se queda sentado al lado de ella con el sándwich de salame en la mano. Después de un rato ella le dice que no se preocupe, que está bien, que puede irse.
Pero no se va. Ya es casi la hora de estar en la fábrica y no se va.
Al final parece que ella se cansa de tenerlo ahí mirándola entonces le cuenta que se fue de la casa, que tiene hambre, no tiene plata ni a dónde ir y que todo es una mierda.
J concuerda con que todo es una mierda, tampoco él tiene plata pero sí tiene casa, además de un trabajo mediocre que le permite no morir de hambre solamente para ir a trabajar al día siguiente. Le pregunta si no tiene amigos o parientes donde pueda pasar unos días. Niega con la cabeza. Le pregunta por qué se fue de la casa. Niega de vuelta con la cabeza, no le piensa contar pero parece grave. Le pregunta si puede hacer algo para ayudarla. Ella le dice que le de plata, comida o casa; si no puede darle nada de eso, es mejor que se vaya ya y la deje en paz.
J le da el sándwich de salame y le dice que a la noche puede quedarse en su casa. Nadia se queda callada y no sacude la cabeza.
J vuelve a la fábrica.
A las seis y media de la tarde vuelve a la plazoleta, la chica sigue sentada en el mismo lugar como si en cinco horas no se hubiera movido ni un ápice.
Van hasta el colectivo, viajan mal, parados, apretujados. Caminan un poco y suben al segundo bondi, vuelven a viajar mal. No se hablan y no se miran.
J intenta adivinar lo que piensa la chica que le dijo que se llama Nadia. No lo entiende muy bien. Por las dudas no dice nada, sólo va al lado de ella, saca un libro de la mochila para hacer que lee y no sentirse incómodo.
Cuando llegan a la casa, ella se sienta en la cama y se queda mirando el suelo. J pone música y se sienta en un rincón en el piso. Después de un rato va hasta la minúscula cocina de su cuartito y prepara dos cafés con leche y trae pan y manteca.
Comen así mismo, él en un rincón y ella sentada en la cama. El pan lo preparan en una silla que ponen en el medio de los dos.
J entiende perfectamente que preguntarle por lo sucedido en su casa es inútil así que no vuelve a tocar el tema. Comen al son de un Chico Buarque gastado y sin hablar.
Cuando terminan la merienda ella se levanta y va hasta donde está la pileta y lava los platos y las tazas que usaron. Después sí, levanta por primera vez la cabeza y observa detenidamente dónde es que está. Mira los cuadros, los libros, la cama sin tender, la cocinita chiquita, alguna ropa desparramada por ahí, dos sillas y ninguna mesa. Vuelve a sentarse en la cama y no dice mucho, habla como entrecortado y en monosílabos, J no entiende nada de lo que dice.
Se ve que al rato toma coraje y claramente le propone que si quiere pintarla desnuda, ella lo hace encantada por algo de plata.
J se queda medio mudo porque nunca le habían propuesto pagar para que alguien se deje pintar.
Le dice que no, que no tiene plata, que puede quedarse cuanto quiera en su casa y comer lo que encuentre pero que eso es todo.
Nunca le había pagado a una modelo y le parece casi una deshonra, no le veía mucho sentido.
Nadia se pone a llorar como un bebé destetado. Le cuenta que necesita la plata para irse de Buenos Aires, que quiere irse al Sur a empezar todo de nuevo.
¿Empezar de nuevo qué? Por supuesto no le hizo esa pregunta. Le da lástima el llanto de la piba. Le da lástima no tener plata. Le importa cero pintarla o no pero no soporta tener una chica así llorando en su cama.
Ok. Le dice que al día siguiente podía pedir un adelanto y darle un poco pero que no le iba a alcanzar ni en pedo para irse al Sur. Nadia dice que no importa, que puede viajar a dedo pero que necesita aunque sea algo para poder moverse.
Cuando llegaron a ese acuerdo eran como las ocho o nueve de la noche. J nunca había pintado una chica en el momento, les sacaba fotos y después hacía el cuadro en todo el tiempo que necesitara, pero esta vez, con toda la noche a su disposición y solamente con las sobras de lápices de colores que tenía en una caja, las cosas se dieron de otro modo.
Ella se desvistió y se quedó parada entre la cama y la silla. J la miró un rato por todos los ángulos, miró el cuarto a su alrededor y al final la acomodó en un rincón sentada en una silla puesta con el respaldo hacia adelante, la cabeza gacha, el pelo negro y enrulado cayéndole en parte de la cara, por los hombros y por las tetas pero sin taparle los pezones. La cabeza un poco inclinada hacia la derecha y la mirada fija hacia la nada en un punto infinito y turbio que solo ella veía. Las piernas están abiertas, las manos sobre los muslos.
Y él la dibujó como de arriba y del costado izquierdo, entonces el detalle y la sensación de desnudez, de belleza y de soledad, eran más profundas.
Estuvieron así casi hasta el amanecer. Cuando terminó el dibujo durmieron un rato, uno al lado del otro en la cama sin tender. Nadia pasó el día siguiente ahí, acostada, leyendo o quién sabe haciendo qué.
Después del trabajo J le acercó lo que habían pactado y ella se fue, así mismo, de noche y con cara de muchos fantasmas. Nunca más se volvieron a ver ni a saber uno del otro.
Ahora los cuadros de todas las chicas y los autorretratos -que por otro lado también tienen una historia cada uno pero que no voy a contar ahora acá- están puestos cuidadosamente en cualquier parte esperando el momento propicio para ver la luz.
J me pregunta si puedo escribir para cuando llegue la exposición un texto para cada cuadro. Un texto de no más de una carilla para poder ponerlo en un vidrio y colgarlo al lado de la imagen. Le digo que por supuesto, que sería un gusto.
El padre sigue sin aparecer. La madre y la hermana deben estar durmiendo desde hace horas. Conjeturamos que tal vez no vuelva nunca más. J espera que así sea, que no vuelva nunca más.
Los tres nos acostamos en la cama que también hoy está deshecha y nos dormimos en seguida. Yo estoy en el medio de los dos y me siento muy bien –más allá del miedo obvio de que al viejo de mierda se le ocurra irrumpir a mitad de la madrugada-. Me abrazo al que desde hace un rato es mi chico y J me abraza a mí.
Texto extraído del libro De fauces al subsuelo -historias bajo el pie de la noche- publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes
Autora: Marina Klein
Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.
Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.
Facebook: Marina Klein
Twitter: @Marina_Kle
Pintura de Pablo Santin "Una pausa" 70 x 70 cm.