Orgullo
Tenía quince años, sus ojos saltones bailaban de un carro a otro en la pista, una colección grande, su papá se los regalaba sin motivo alguno. Esa mañana la calle estaba silenciosa. Las mujeres preparaban el almuerzo, los olores se mezclaban y danzaban de una casa a la otra: el arroz de pollo, el arroz de verduras, la mojarra frita, la yuca cocida, el guiso de la carne, los plátanos maduros, los patacones, el sancocho trifásico, el agua de panela con limón. La emoción hincó sus dientes en su pecho orgulloso: “Lava el carro”. Una orden sencilla. Sabía cómo hacerlo. Amontonó sus juguetes para después. El papá salió de casa, se detuvo en la tienda de la esquina, se tomó una cerveza, luego otra con un vecino y otra más mientras alimentaban el cotilleo barrial. El niño casi hombre sonreía frente al carro limpio. Tardó un buen tiempo. Cansado y satisfecho, la sonrisa asomó a su rostro. Se cambió de ropa. La llave vibraba en su mano. Era tan fácil. Sabía lo básico. Podía hacerlo. Su papá no se daría cuenta. No había nadie en casa, salvo la mujer que preparaba la comida. Introdujo la llave, le dio vuelta. El ronroneo inflamó el engreimiento. Agarró el timón, metió el embrague, movió la palanca de cambios, aceleró. El carro avanzó torpemente. El corazón martilleaba en su pecho. Una vuelta. Sólo una, hasta la esquina y regresaría. Apenas vislumbraba lo que había delante, quiso dar la vuelta pero lo fácil dejó de serlo. El timón se resistía, se equivocó al frenar, el carro salió disparado hacia delante y chocó de frente con una saliente del terreno baldío, el impulso hizo que el carro retrocediera, aturdido no supo qué hacer, un segundo choque, esta vez contra el muro medianero de la esquina. Un grito rompió el silencio. Otros gritos más. Muy agudos. Llantos. Sollozos. Todo en una emboscada de sonidos. Su padre llegó corriendo. Abrió la puerta y lo sacó apretado en sus brazos. Pegó su cara al pecho. “No veas”, le dijo. Pero por encima del hombro paterno divisó el cuerpo, el muro y el piso de cemento embadurnados de sangre. “Lo mató”, oyó las voces que susurraban a su paso. No recuerda lo vivido después. La policía, la sentencia, el encierro. En las noches, cuando el sueño se hacía profundo, el cuerpo destripado invadía sus recuerdos. Se despertaba aterrado, veía un par de ojos que brillaba en la oscuridad de su cuarto. Nadie le creía. Era la culpa, decían. Ya no tiene sueños. La clínica de reposo es mejor que la anterior. Eso dicen.
Autora: Esperanza Ardila B.
Antropóloga. Aficionada a la literatura. Autora de artículos académicos y de ficción.
Imagen de Kim Leuenberger tomada de http://www.marielatv.com/autos-de-juguete-enfrentandose-al-mundo-real/