Excelentes Relaciones Interpersonales (I)
Laura
-Laura, te busca un señor Acuña en el mostrador -Me dijo Guille. Sentí que el corazón me daba una patada y se aceleraba como queriendo salirse de mi pecho.
Era una reacción frecuente en esos días, pero esta vez fue mucho más fuerte. Más fuerte que el día que nos hicieron subir al primer piso para escondernos y salir luego por la puerta de emergencia de la sucursal para esquivar las pedradas que siguieron al cantito “chorros chorros chorros, devuelvan los ahorros”. Se veía venir, pero a los empleados no nos permitieron retirarnos antes. Para el momento de las pedradas, nuestro CEO, en cambio, hacía rato que estaba en su casa.
Más fuerte que cuando en la caminata hacia la Avenida Córdoba, esa tarde de diciembre con Edu sacándose la corbata y poniéndose el pullover con cuarenta grados de sensación térmica, para que no se le viera la camisa que delataba su condición de empleado bancario al escuchar los gritos de :
-Eh, vos el puto del pulovercito!
Priscila, la justiciera impulsiva con más sangre caliente en las venas de la oficina, me masculló al oído.
-Ese tipo, lo está molestando a Edu, lo voy a cagar a trompadas.
-Priscila, vos no vas cagar a trompadas a nadie, seguí caminando…
-Tenías razón, Laura -Admitió Priscila unos días más tarde- Porque si el tipo me la quería devolver, mejor entraba a correr, no?
El tipo en cuestión tenía el tamaño de cuatro Priscilas.
Caminé hacia el mostrador, mis palpitaciones eran cada vez más fuertes. Sabía que debía haber muchos Acuña en el mundo, pero quería creer que ese señor Acuña que había preguntado por mi era mi padre. Hacía diez años que no lo veía ni sabía donde vivía, ni siquiera si vivía. Por unos minutos, tal vez por la locura de esos días, se me ocurrió pensar que él había tomado la iniciativa de averiguar mi paradero, mi lugar de trabajo y venir a buscarme. Me imaginé abrazándolo.
El señor que estaba esperándome no era mi padre, y lo que menos me inspiraba era ganas de abrazarlo. Tampoco se apellidaba Acuña. El mensaje original que le habían pasado a Guille “Hay un señor que busca a Laura Acuña” había sufrido una modificación por un efecto de teléfono descompuesto y había llegado como “Hay un señor Acuña que busca a Laura”.
Maldije internamente a Guille por la inversión del orden de las palabras, que a diferencia de los factores, sí había alterado el producto y mis nervios, mientras le preguntaba con una sonrisa al cliente en qué podía ayudarlo.
No me respondió, me dio un celular y me dijo que me iban a hablar.
-Hola ¿Ves ese señor que tenés delante? -Era la voz de otro empleado del banco.
-Sí, lo estoy viendo -Contesté, no terminando de entender por qué me encontraba en una situación tan ridícula.
La voz del otro empleado, tan pichi como yo, pero con aires de superioridad, me ordenó que le diera al señor cierta información de su cuenta. Información a la cual yo no tenía acceso. Le dije que se lo iba a pasar a Guille.
-No, no. Atendelo vos porque es urgente, está muy apurado, lo necesita ya.
-Guille está acá y lo va a atender todo lo urgente que pueda.
“Hubiera sido más rápido hacer ese trámite por las vías normales, en vez de jugar al personaje influyente con la payasada del teléfono” pensé, pero no lo dije, porque en ese entonces todavía me sentía en la obligación de cumplir con lo que había puesto en el CV para conseguir el puesto que ocupaba “Excelentes relaciones interpersonales”, era casi lo único, a mi entender, que justificaba que yo estuviera allí con mi absoluta inexperiencia bancaria.
-¿Y por qué no lo podés hacer vos?
-Porque la bendita empresa para la que trabajamos vos y yo, se cuida de que cada uno de nosotros tenga información limitada y funcionemos como compartimentos estancos y no podamos hacer chanchullos, porque trabajamos en un sistema basado en la desconfianza, y porque al ser tan solo un número de legajo…
-Está bién ¡Pasáselo a Guille!
Le pasé el fardo a Guille y corrí al escritorio de Silvita. No teníamos casi nada en común, pero por su historia, tan particular, era el único ser humano que sentía que podía llegar a entender el estado confuso en el que me había dejado la supuesta presencia del señor Acuña.
Silvia
-Silvita, necesito hablar con vos –Me dijo Laura con la voz algo quebrada y me abrazó.
Sentí sus palpitaciones y me asusté. Por un momento pensé que estaba cayendo en mis brazos otra víctima del stress.
Todavía me impresionaba la caída en terapia intensiva del oficial de inversiones de nuestra sucursal, como consecuencia del corralito. Ese día nefasto, se había quedado hasta tarde atendiendo, tenía la información que se había filtrado, el horario exacto del cierre del corralito, pero para cuando terminó de procesar la última operación de extracción, sus propios ahorros de toda la vida, quedaron “acorralados”. Se hacían chistes con que su mujer seguramente lo habría cagado a pedos al llegar a su casa. Lo que sí fue en serio, es que trabajó unos días más soportando los insultos de los ahorristas ( “a ustedes les chupa un huevo porque ya sacaron toda la guita” le había gritado uno), hasta que en un momento colapsó y tuvo que ser internado. Cuando le dieron el alta, ya no era el mismo, hablaba y caminaba con mucha dificultad.
Pero Laura no parecía afectada por el corralito. Solía bromear con eso “Yo estoy bien, no me quedó nada de plata ni adentro ni afuera del corralito”.
-¿Salimos a almorzar? -Le pregunté sin soltarle el abrazo. Sus palpitaciones bajaron.
-Sí, por favor ¿Nos vemos a la una abajo?
-Dale.
Hacía mucho que no nos tomábamos la hora del almuerzo. Comíamos a las apuradas en nuestros escritorios, o nos juntábamos varios en la salita de reuniones. Pero Laura, si no almorzaba conmigo, salía sola. Dejó de participar de los almuerzos grupales después de un comentario de una de las chicas sobre los manifestantes “esto con los militares no pasaba”. Laura la fulminó con la mirada, pero nadie más que yo se dio cuenta. Nunca más pidió comida con nosotros. Laura no confrontaba, pero tampoco negociaba sus principios.
Fue lindo volver a tomarnos el tiempo de ir a Chino Central. Era caro, pero pedimos para compartir un plato principal, una entrada, un té de jazmín y uno de rosas. Nos gustaba más el perfume a flores que salía de las tazas que las infusiones en sí. Laura decía que era un negoción, compartir el plato conmigo, porque con mi contextura de mini top model, yo no consumía casi nada. Así me llamaba, “la mini top model”, cuando entré a hacer la pasantía y nadie más que ella me dirigía la palabra.
-¿Qué te pasó, Laurita?
-Nada, Silvi, pero necesito que me cuentes qué sentiste cuando te reencontraste con tu papá.
Me tomó por sorpresa su pregunta. Era la única persona de la oficina a la que yo le había hablado de mi papá. Por alguna razón, había sentido que ella me entendía.
Yo casi no tenía recuerdos de mi papá, salvo uno de muy chiquita, curiosamente de una vez que me dio una cachetada. De los pocos recuerdos que hubiera podido conservar, ese fue el que dejó la memoria selectiva. Nadie me explicó nunca, por qué no lo podía ver. Un día dejé de preguntar y cuando me preguntaban en la escuela empecé a contestar que estaba muerto.
Y estuvo muerto en mi memoria hasta el día de mi accidente, el día que casi muero yo. No sé cuántas vueltas dio mi auto cuando choqué, ni durante cuántas cuadras me persiguieron los chorros a los tiros desde el auto robado. Lo único que recuerdo es que desperté en el hospital con la columna retorcida por la contractura, sin poder mover el cuello, llorando como una criatura pidiendo por mi papá.
Mi madre a mi lado me contestaba.
-Acá está mamá.
-No, yo quiero a mi papá, yo quiero a mi papá.
Lloré hasta quedarme dormida. Cuando volví a despertarme, mi decisión estaba tomada y mamá no pudo oponerse. Iba a reencontrarme con mi papá.
Tuve varias sesiones de rehabilitación y usé un cuello ortopédico durante bastante tiempo. Mientras tanto mi tía, la hermana de mi papá, organizaba el reencuentro. Mi tía había estado presente siempre. Cuando era chiquita, mi mamá me llevaba a su casa todas las semanas. Supe que mi mamá le había permitido mantener el contacto conmigo con la condición de que no me hablara nunca de mi papá. Ella aceptó el trato y lo cumplió. Me adoraba y no quería arriesgarse a perderme. Pero en cambio, mantenía al tanto a mi papá de toda mi vida mandándole cartas y fotos mías.
Mi papá viajó desde Entre Ríos en cuanto su hermana le dijo que yo quería verlo. Nos encontramos en casa de mi tía. Nos miramos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me abrazó durante un rato largo.
Tuvimos varios encuentros más antes de que se volviera a Entre Ríos. Hablamos mucho.
-Cuando nos separamos, tu mamá me prohibió verte -Intentó justificar en una de nuestras charlas.
-¡Cerrá el orto! -Le contesté -Si hubieras querido, me hubieras visto igual ¿Tan fácil te diste por vencido, loco? Si el día de mañana tengo un hijo, no va a haber fuerza de la naturaleza que me impida estar con él. El tiempo perdido no vuelve. Yo no voy a volver a ser niña nunca más, eso vos te lo perdiste. Por más que intentes justificarlo, eso nadie te lo va a devolver.
Nunca más volvió a hablarme mal de mi mamá.
-Lo que sentí al ver a mi papá y al abrazarlo, aunque no recordaba su cara, es que lo conocía de toda la vida- Le dije a Laura.
-Yo no sé si buscar a mi papá. Suponiendo que lo encuentre, que esté vivo…aunque sea eso necesito saber ¿Pero cómo sé si voy a querer que esté en mi vida si nunca estuvo? ¿Cómo sigue la historia?
-Sigue como vos quieras, Laura.
Autora: Teodora Nogués
Nací en septiembre de 1975 en Buenos Aires, Argentina. De chica viví en un velero que zarpó de San Isidro en 1983 y naufragó cuatro años después en el mar Caribe, luego de recorrer lentamente toda la costa de Brasil, la Guayana Francesa, las Pequeñas Antillas y Puerto Rico. El resto de mi infancia y parte de mi adolescencia las pasé en tierra, pero llevando con mi familia una vida bastante aislada y desarraigada. Viví en los Valles Calchaquíes tucumanos, donde terminé mis estudios primarios, a los trece años de edad, en una escuelita rural de tan sólo cincuenta alumnos. Luego vivimos en distintas localidades cercanas a Orán, provincia de Salta. También en algunos pueblos de Bolivia y en una comunidad wichi. Una desgracia familiar nos trajo de regreso a Buenos Aires donde puede empezar mis estudios secundarios a los 17 años en un Centro de Estudios de Nivel Secundario acelerado para adultos y terminarlos a los 20. Desde entonces, no volví a mudarme fuera del radio de Capital Federal y Conurbano, ni tengo planes de hacerlo.
Por haber tenido una infancia y adolescencia tan “viajada”, mucha gente me sugirió que tendría que escribir mi historia. La verdad es que siempre me gustó escribir, pero las anécdotas de viaje pintorescas por sí solas no tienen mucho interés. Es más la búsqueda interna que vino después lo que me moviliza. El darme cuenta de que en todas partes hay infancias desamparadas y abusos de poder.
Soy coautora, junto con mis compañeros de elenco y mi directora, la mexicana, Sol Ulacia Fernández de la obra teatral Ex Niñas de la compañía Teatro Horizontal
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Foto de La Nación