La búsqueda del tesoro
– ¿Qué es un tesoro?
– Tradicionalmente suele ser un cofre lleno de monedas de oro, alhajas, utensilios u ornamentos compuestos de algún metal precioso, lo cual les da mucho valor.
– ¿Por qué lo buscamos?
– Porque suponemos que su encuentro nos conducirá a un futuro lleno de dicha y felicidad.
– ¿Se trata de un juego?
– Por lo general sí. Alguien lo esconde y luego se anuncia su existencia en alguna parte. Mediante pistas que fueron dejadas, se inicia su búsqueda en pos de hallarlo. Otras veces se trata de un rumor que circula de oído en oído y a través de generaciones, hasta que alguno decide emprender su búsqueda, casi nunca con éxito.
Minutos antes de salir de su casa, el pequeño Federico había sido víctima de un nuevo bombardeo mediático audiovisual que, sin darse cuenta (y posiblemente su madre tampoco), había determinado el tema de conversación de un paseo planeado con anterioridad.
La película se anunciaba en mega afiches de un tamaño que podía envolver a unos cuantos chicos y cocinar niños envueltos para su posterior ingesta. Ambas modulaciones y diversas sintonizaciones radiales informaban su reproducción en los “principales cines” (y ya no en el cine de tu barrio). Los periódicos dedicaban páginas impares a todo color para publicitarla en una hoja entera.
Como eslabón de un perfecto sistema neoconductista, Federico empezó a insistir poniendo en uso: primero las palabras, luego los rezongos y, finalmente, las lágrimas. La madre cedió y lo llevo al cine. El público cinematográfico también se rige por un guión.
Unas horas después, cuando el sol comienza a resbalarse, Federico se abre entre las huestes receptoras de cine industrial en período invernal. Se encuentra más que excitado y entusiasmado ante la narrativa cinematográfica infantil que, fuese cual fuere la película, genera una masturbación unisex.
Federico pasó buen rato interpelando a su madre sobre distintas partes de la película, queriendo saber si se las acordaba y si había estado tan atenta como él. Ni el resto del paquete de pochoclos ni el posterior cucurucho habían podido cesar su afluente vibrante de alocuciones referidas a “La búsqueda del tesoro”.
Ya mudos y cansados, caminaban las últimas cuadras que los separaban de su casa.
En la plaza de la esquina, antes de cruzar la avenida, Federico se quedó estaqueado en una baldosa y detuvo a su madre.
– ¿Qué pasa Fede? Dale, vamos a casa que ya llegamos.
– Ma, ¿qué está haciendo esa chica?
Lo piensa un instante y trata de eludir la entrada al camino de ripio:
– Está buscando un tesoro.
– ¿En serio? ¿Entre la basura?
– Sí, parece que alguien dejó el cofre ahí.
– ¿Por qué la nena está seria? ¿No se supone qué debería estar ansiosa o divirtiéndose en caso de que fuera un juego?
– Es que está concentrada para no perder de vista lo que está buscando.
– ¿Y vos decís que lo va a encontrar?
La madre se queda en silencio.
Es verdad que Camila estaba seria pero no sentía tristeza, si bien la conoce mucho más que una alegría. Simplemente busca… el que busca encuentra y se encuentra en esa elección y en esa búsqueda. Pero quien busca entre la basura encuentra poco.
Nada lo compraron para ella ni su familia, sino más bien lo obtienen de rebote por actuar como mediadoras entre una casa ajena y un basural lejano.
Una tarea de mierda que algunos quieren decorar llamándola “reciclar”, colocarla como subconjunto dentro de la esfera del trabajo, y equiparar lo incomparable. Menos aún puede categorizarse como un juego, ya que no termina, ni hay ganadores. Finalmente, no hay tesoro alguno, sino unos escasos premios consuelo de segunda selección, los cuales se consiguen entre intervalos prolongados de envoltorios llenos de decepciones.
Pero pobreza obliga, más allá de su nobleza. No hay que estudiar ninguna teoría ni técnica para incorporar esa práctica. Se hace porque no hay alternativa, una opción que reafianza un destino pre-mórtem... simplemente se nace.
La casa de Camila no está lejos de las veredas de las casas que ella visita a diario, pero la distancia situacional es mucho más pronunciada que la distancia sitiacional[1].
Los objetos que ella y sus hermanos proveen para su hogar no son elegidos, ni comprados, ni robados, ni regalados. Sencillamente les son abandonados, y ellos optan por adoptarlos y revivirlos mediante una lógica de la utilidad con menores pretensiones. El desinterés de algunos es reconvertido en deseo para otros.
Pero ni de restos se puede aspirar a la ambición de llenar diariamente el carrito. Su fuerza física les recuerda el límite de carga, por eso habrá que establecer un criterio de prioridad que vaya de lo más a lo menos necesario. Y sólo recién si les queda algo de espacio y de energía para las últimas cuadras del recorrido, se harán de la posibilidad de llevarse también algún adorno -o materiales con el cual crearlo- para permitirse instantes de esparcimiento visual al interior de su casa.
Tanto su hogar como su vestimenta son un collage de gustos ajenos en pretérito imperfecto, adicionando sobre sí mismos otro estigma social de la cultura fashion conocido como demodé. Buzo deportivo de varón, pantalones largos que no cubren sus tobillos, medias de otra estación, y descalza o con calzados que desprotegen su andar. Un pie apretado, otro pie que se enreda, los pies que se enfrían y se percuden. Quizás tengan paso ligero pero, si no están protegidas, esas pisadas no llegarán lejos.
[1] Relativa a la que existe entre dos o más sitios.
Obra: Este texto pertenece al libro Cuentos con Final Cerrado que puede descargarse de forma gratuita acá, en nuestra biblioteca.
Autor: Gulluver
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