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Composición Tema Un día de Campo (Cuentos de la Gringuita)


Imagen de Eduardo Sobico

El señor maestro está feliz con mi composición. Soy la única que entendió la consigna. Me gusta que le guste, pero siento un poco de vergüenza, por mí y por él, vergüenza ajena, creo que se llama eso que siento. Porque yo sé escribir como una nena de ciudad y lo que es salir a pasear al campo. No es que haya tenido tantos días de campo en mi vida, pero entiendo el concepto.

Soy la única dentro del aula, que compartimos los doce alumnos de sexto con los tres de séptimo, que nació y vivió en una ciudad. Mis compañeros de grado nunca vieron un edificio ni se lo pueden imaginar. Ninguno de los cincuenta alumnos de mi escuela se lo puede imaginar.

Una nena de tercero sintió curiosidad el otro día y me preguntó en el recreo:

-¿Y viste alguna vez un edificio de tres pisos?

- Si, y de más también. Mi abuela vive en un edificio de catorce pisos.

-¡Callate! ¿Existen edificios de catorce pisos?

-Si, en algunas ciudades hay hasta de cien…

-¡Callate!

El señor maestro pasa lista.

-¿Juana Rosa Corregidor?

-Presente, señor maestro.

-¿Tu composición?

-No la hice.

-¿Sos bruta? Sos la peorcita de los Corregidor, tus hermanos no eran así.

Para Juana Rosa todos los días son un día de campo, pero no de paseo. Ella y su hermano Aníbal que está en quinto, se levantan siempre a las cinco de la mañana, toman unos mates cebados y caminan dos kilómetros para ir al corral donde los Corregidor tienen sus cabras. Vuelven a su casa, se bañan y caminan tres kilómetros hasta la escuela.

Entramos a las ocho.

A las diez nos dan mate cocido y comemos el pan casero que traen los alumnos por turnos.

Le toca llevar una horneada a una familia cada semana.

Apenas son las nueve de la mañana, Juana Rosa hace cuatro horas que se levantó, caminó siete kilómetros, llevó a pastorear a sus cabras, todavía no ingirió nada más que unos mates amargos y el señor maestro ya le está preguntando si es bruta porque no escribió la composición tema un día de campo.

La compara con sus hermanos mayores que son los que “triunfaron”. La hermana está cursando sus estudios secundarios en San Miguel de Tucumán mientras trabaja cama adentro en una casa de familia. No hay secundaria en el pueblo ni sus alrededores.

El hermano mayor trabaja en una zapatería en Santa María. Lo vi un par de veces cuando vino de visita para las fiestas. Se viste canchero y huele rico. Juana Rosa y Aníbal son los que me enseñaron el camino a la escuela y a pelar el maíz en su mortero de piedra. Son los que me prestan su mortero cada vez que en casa (si puede llamarse casa la tapera en la que vivimos de prestado) queremos cocinar un locro.

Porque yo tendré muy claro cómo escribir sobre un día de campo, pero mi familia “los hippies” no tiene ni un pedacito de campo donde poner un mortero.

Comprendo mejor que nadie la expresión “no tener un lugar donde caerse muerto”. Y no es lo que más me preocupa, el problema de no tener donde caer mientras vivo es lo que me desvela.

Quiero defender a Juana Rosa, decirle al señor maestro que no es ninguna bruta, que el bruto es él, pero entonces me acuerdo de la última vez que fui a pelar maíz a la casa de los Corregidor. Juana Rosa me recibió cagándose de risa.

-¿Qué pasó, Juana?

-Los hermanos Escobar violaron al hijo de la vecina.

-No te entiendo.

-Que los hermanos Escobar violaron al hijo de la vecina.

Me cuesta entender lo que dice y quiero creer que lo dice en chiste, aunque no le veo la gracia.

Detrás de la casa de los Escobar vive una mujer mayor con su único hijo que tiene un retraso madurativo severo.

No sé si es verdad lo de la violación.

Me doy cuenta de que yo también creo que Juana Rosa es bruta, pero no por la misma razón que el señor maestro.

No puedo creer nada de lo que se dice dentro y fuera de la escuela. Los chicos dicen cualquier cosa y los no tan chicos también.

Si voy dejarme llevar por los rumores, a Juana Rosa le crecieron los pechos, porque cacho “se los formó”. No entiendo mucho de sexualidad, pero sé perfectamente que los pechos crecen con la pubertad, sin ayuda externa de nadie y que Cacho nunca en su vida tocó a una mujer, seguro que nunca vio una teta ni de lejos, tal vez las de su madre si es que fue amamantado, pero lo dudo.

El sexo para él, pasa por hacer gestos obscenos, secundado por sus amigotes cada vez que el señor maestro sale del aula.

Cacho está en sexto grado, ya perdió la cuenta de cuántos años repitió. El año que viene va a cumplir 16 y va a estar en séptimo. De los doce alumnos, sólo vamos a egresar cuatro. Raquel y yo porque supuestamente estamos mejor preparadas que los demás; Cacho y Mingo, porque el señor maestro dice que si repiten otro año más ya les va a tocar el servicio militar y todavía van a estar en la primaria.

Cacho me provoca repulsión y miedo. Es el más grande de la escuela, no solo de edad sino de tamaño. Dentro del aula es el líder de los varones. Afuera yo creía que también.

Estamos volviendo de la escuela, de pronto los varones empiezan a gritar:

-¡Ahí viene la hermana de Cacho, la hermana de Cacho!

Viene del pueblo con su bebé en brazos. Una chica muy joven. Es soltera, pero casi todas la madres de mis compañeros tuvieron al menos un hijo “en soltera”, sino a ellos mismos, a sus hermanos mayores. No sé por qué el ensañamiento con la hermana de Cacho.

-¡Ahí viene la hermana de Cacho, viene con la guagua!

-¡Vení que te hago una guagua!

Le tiran piedras que no llegan alcanzarla a ella ni a su bebé, pero le pasan cerca.

Lo miro a Cacho. Claramente no le gusta la situación, esta vez no se está riendo como siempre con las guarangadas de sus amigos, pero no hace nada y no entiendo por qué. Baja apenas la cabeza, cuando su hermana pasa delante suyo. Cacho es gigante, con dos manotazos podría voltear a cuatro de los adolescentes enclenques que están intentando lapidar a su hermana. O simplemente mandarlos callar con un grito.

Dejo de tenerle miedo a Cacho, ahora sólo le tengo lástima.

Cuando estamos llegando al pueblo, justo pasando al lado de las primeras alamedas, empieza a soplar un viento agradable que vuela las hojas amarillas y ocres de los álamos.

Corremos y saltamos tratando de atrapar las hojas. Por un momento siento que somos un grupo de niños y adolescentes normales, o lo que yo entiendo como normales, de los que escriben composiciones sobre días de campo y hacen paseos que no implican apedrear a tu prójimo.

Dura poco el momento, lo interrumpe la voz áspera de Carmen detrás mío.

-¡Ey, jipa!

-¿Por qué me decís jipa, Carmen?

-Porque sos la hija de los hippies.

-¿Por qué le decís hippies a mis padres? ¿Vos sabés que son los hippies?

-Sí, una raza, una raza muy fea.

-En realidad fue un movimiento norteamericano de los sesenta…-Intento explicarle, pero me interrumpe.

-Jipa, tenés todo manchado de rojo atrás.

Me miro el pantalón con la ilusión de haberme hecho señorita, pero no veo que esté manchado.

-¿Dónde tengo manchado, Carmen?

-Atrás, tenés todo rojo, todo rojo ¿Qué te van a decir tus padres?

-Nada ¿Qué me van a decir? Felicitaciones, supongo.

-¿No te van a cagar matando?

-¡No! ¿Por qué?

-Porque ya no sos virgen.

Entonces entiendo: en este pueblo infernal al que me trajeron a vivir mis padres, por alguna extraña razón que desconozco; en este inframundo, las criaturas que lo habitan, creen que las tetas crecen sólo cuando alguien las apretujó, que sodomizar a un retardado es gracioso y que la menstruación le viene solo a las chicas que ya tuvieron relaciones sexuales.

Entiendo también que todavía no me vino. Carmen me mintió porque quiere sonsacarme, que confiese un crimen que no cometí y tal vez verme terminar mis días muerta a pedradas.

Carmen tiene catorce años y está en quinto grado. Poco antes de cumplir quince, queda embarazada, no llega a cursar sexto grado, no llegará nunca a saber nada sobre contracultura de la década del 60, ni a hacer la composición tema Un Día de Campo.

 

Autora: Teodora Nogués

Nací en septiembre de 1975 en Buenos Aires, Argentina. De chica viví en un velero que zarpó de San Isidro en 1983 y naufragó cuatro años después en el mar Caribe, luego de recorrer lentamente toda la costa de Brasil, la Guayana Francesa, las Pequeñas Antillas y Puerto Rico. El resto de mi infancia y parte de mi adolescencia las pasé en tierra, pero llevando con mi familia una vida bastante aislada y desarraigada. Viví en los Valles Calchaquíes tucumanos, donde terminé mis estudios primarios, a los trece años de edad, en una escuelita rural de tan sólo cincuenta alumnos. Luego vivimos en distintas localidades cercanas a Orán, provincia de Salta. También en algunos pueblos de Bolivia y en una comunidad wichi. Una desgracia familiar nos trajo de regreso a Buenos Aires donde puede empezar mis estudios secundarios a los 17 años en un Centro de Estudios de Nivel Secundario acelerado para adultos y terminarlos a los 20. Desde entonces, no volví a mudarme fuera del radio de Capital Federal y Conurbano, ni tengo planes de hacerlo.

Por haber tenido una infancia y adolescencia tan “viajada”, mucha gente me sugirió que tendría que escribir mi historia. La verdad es que siempre me gustó escribir, pero las anécdotas de viaje pintorescas por sí solas no tienen mucho interés. Es más la búsqueda interna que vino después lo que me moviliza. El darme cuenta de que en todas partes hay infancias desamparadas y abusos de poder.

Soy coautora, junto con mis compañeros de elenco y mi directora, la mexicana, Sol Ulacia Fernández de la obra teatral Ex Niñas de la compañía Teatro Horizontal

Dibujo de Eduardo Sobico

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