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Feria americana


Dibujo de Clara Bachur

Hay una feria de ropa usada a unas cuadras de donde vivo. Paso tan seguido que ya es parte de un paisaje tupido que no tiene follaje ni ojos que resplandecen en la oscuridad como en los cuentos de Quiroga sino mocasines y prendedores de la Unión Soviética. No tengo plata para gastar pero me encanta la mujer que atiende, habla en algún idioma de Europa del Este y fuma. Paseando entre tapados con olor a naftalina y jeans lavados, remeras de balnearios que jamás visité y sandalias de cuero, camisas con estampas de papel tapiz y pantalones desteñidos, me enamoro de una campera con motivo escocés. Lo primero que hago es revisar los bolsillos, porque sí, no espero encontrar nada, aunque siempre fantaseo con un tesoro escondido, algún vestigio de antiguos dueños. Siento en el tacto un papel doblado prolijamente, lo extraigo, lo abro y leo: es una lista de compras. No lo pienso dos veces, me la guardo en el bolsillo distraídamente. Me gusta guardar cosas así. Acto seguido me pruebo la campera, grande como una bandera, suspiro frente al espejo, la mujer sentada en una silla de plástico plegable exhala una cantidad gigantesca de humo por la nariz y me lo rebaja considerablemente, pero sigue siendo un dineral para mí. Vuelvo a colgarla de su percha, me despido y me voy. Siento cómo palpita la lista en mi propio bolsillo, es rarísimo, sé que es imposible, pero la sensación es inconfundible. Estiro la mano como un anzuelo para pescar y me quema. Pienso que debo estar teniendo alguna reacción alérgica, o un flasheo místico, un desfasaje importante, lo descarto como un problema inmediatamente. Continúo con mi deambulación sonámbula por la ciudad intermitente, grisácea, me siento observada pero esa es una sensación recurrente, no me levanta una alarma nueva. Paro en un café, me tomo uno en jarrito, no me alcanza para unas medialunas. El mozo me mira como si fuese una nena, está muy serio y no me devuelve el saludo cuando me voy. Me descoloca un poco su frialdad a pesar de que es un extraño y acá es habitual que los extraños actúen así con uno. Hay una plazoleta de paso, me siento en el banquito medio torcido por la humedad. Hace días que no converso con nadie, que expulso holas y chaus y gracias y de nadas y no puedo hilar pensamientos con oraciones con progresiones con el otro, con los otros. Miro a unos chicos que juegan a la pelota en el espacio reducido de pasto arrancado, pero que crece contra todo y todos, verde, furioso, uno de ellos me mira con atención, aunque no con más atención que con la que mira la pelota o a su compañero. Quiero saber qué piensa. Debe tener la edad que tenía yo hace mucho. O poco. No me acuerdo, para mí no tienen ningún significado las distancias ni los segunderos, minutos me duran largometrajes y meses me duran estornudos y no sé qué hacer, ni a dónde ir, así que me levanto, sacudo mi abrigo nerviosamente. Siento que me quema el bolsillo, me quema el muslo debajo, se acrecienta, lo atribuyo a una imaginación mía, ya siento que vivo en una ficción, casi todo lo proceso como un sueño vívido o una borrachera encima de una embarcación que se tambalea salvajemente. Sigo caminando a donde vivo, como pateando el aire, apuro el paso, me empuja la punta de una cuchilla contra mi nuca, que no llega a cortarme pero me pincha, y yo avanzo, ya siento que a mi alrededor vadeo en un pantano espeso, estoy corriendo abajo del agua, y mientras se incendia mi bolsillo. La calle es angosta y es corta pero se extiende larguísima como un llanto de un niño y yo la atravieso lentamente, no llego. Se me aparece un almacén, su fachada casi me asalta de repente y yo freno. La cuchilla se retira. Miro al dependiente. Saco el papel de las compras, lo leo de nuevo, lo recito en voz alta, pero el hombre no me mira. Lo increpo con las dagas de mis pupilas incendiadas y se lo leo de nuevo, ahí me extiende él la mano pero no parece dirigido a mí sino al espacio general en el que me encuentro. Su mano está cerrada, la abre y deja caer otro papel. En cuclillas, lo levanto y lo desdoblo. DESPERTATE. Dice “DESPERTATE”. Siento de nuevo, de inmediato, el cuchillo en mi nuca, y el fuego en todo mi cuerpo pero ya el papel de las compras yace en el suelo, el hombre lo pisa distraídamente. Lo miro y no puedo hablar. Cuando finalmente cruza sus ojos con los míos, me despierto como por arte de un golpe seco entre las cejas. Miro mis alrededores, estoy afuera de mi edificio. Me engulle y me escupe la noche de petróleo y profundidad oceánica. Subo los nueve pisos por escalera, me da mucho miedo meterme en el ascensor. Me tiembla todo el cuerpo, hay como una catástrofe desenvolviéndose en cada uno de mis tendones y necesito entrar al departamento. Subo rapidísimo, como si levitara sobre mis talones. Cuando entro, al lado de la puerta está el espejo de la entrada, el que puse ahí cuando me mudé hace unos meses. Me miro luego de lo que parecieron muchos años, no me reconozco, pero lo primero que veo es el abrigo con motivo escocés: lo tengo puesto. En mí parece un delantal de preescolar. Y hay un rojo que se confunde con las mangas: mis manos, que portan una sangre ajena. Pero está mezclada con mi propia sangre, aunque no sé cómo lo sé. Lo último que veo es el rostro de la dependienta antes de que mi visión se nuble para siempre.

 

Autora del texto y la imagen: Clara Bachur

la autora de este cuento nació en un mes frío del 98 y está actualmente buscando un trabajo soportable. estudia cine en la (i)una. le gusta pintar con acuarelas. puede (intentar) comunicarse con ella por mail (clrabachur@gmail.com). si esta buscando una joven intrépida para atender una librería de usados, NO DUDE!

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