La muerte del cobarde Troy McFluster por la intrépida señoritaTracy Lords, soltera
Troy McFluster estaba enojado y armado con una ristra de chorizos. Los blandía amenazadoramente hacia Tracy Lords, la más bonita del pueblo, el pueblo que tenía el mismo nombre que tenía: Boring City.
Boring City había tenido 666 habitantes en su época de gloria, durante la fiebre del oro, pero ahora solo había fiebre tifoidea, murciélagos excretando guano y un montón de putas, que no daban a basto rascándose las pulgas. Tracy Lords se las rascaba todo el tiempo, estaba en su cama, en su cabeza, en sus manos, debajo de las uñas y debajo de su cráneo, que también estaba lleno de parásitos. Por ende, Tracy se portaba como tal: un parásito chupasangre. El mundo puede ser un lugar muy aburrido cuando uno es aburrido, y ahora Troy la corría por la calle principal tratando de lazarle el cuello para romperlo con una ristra de chorizos. Los chorizos los embutía el propio cura del pueblo, gran bebedor y eximio degenerado, en suma, cualquier cosa menos un creyente de Dios. No usaba calzoncillos. Si Dios hubiera proveído, se los hubiera sacado tan rápido como se los ponía, pero era viejo y no se le paraba. Bebía y se rascaba el culo. Se miraba la mano con una expresión soñadora. Entonces acercaba la mano y olía. Continuaba bebiendo. Nos pasa a todos.
Como sea: Troy le dio a Tracy con un chorizaso en la cabeza. Tracy cayó desmayada sobre el polvo de la calle y se rompió la nariz y Troy se acercó a ella. La vio a los ojos. Recordó su vagina, húmeda y abierta como una... como una... Troy quería decir «orquídea», pero nunca había visto una, así que pensó en los lirios de los arroyos, blancos y perfumados, pero borró de su mente a esa flor inmediatamente puesto que la cosa de Tracy era cualquier cosa menos blanca y perfumada. Era más bien una cosa apaleada, desfigurada y purpúrea, con algunos tintes grises. Le eran extraños, a la dama, los productos de belleza: no los necesitaba. Era bonita, y muy puta. Tenía derecho, también tenía algunos problemitas mentales que eran solapados por su capacidad innata de poner caliente hasta a las ratas. Cocinaba bastante bien. Colgaba de su ventana, en su pequeña casa de putas, unas cortinitas de macramé que juraba habían sido hechas e importadas de París, pero Yukón no era París, sino un agujero innegable perdido en el culo del norte de un infierno muy frío y muy estúpido, y ella venía de ahí y lo tenía en su sangre y sus padres eran dos cosas informes con olor a cebolla, estrábicos y con pelo en la frente y sin capacidad alguna de sinapsis más que de agacharse para recoger papas congeladas en invierno. Los dos cayeron víctimas de sendos aneurismas al caerse de un burro el día que dejaban la iglesia después de casarse por segunda vez, para evitar las habladurías de esa comarca idiota y despreciada hasta por Nuestro Creador Dios.
Troy la observaba embelesado. Se le inflaban las pelotas. Todos estaban mirando. Era vergonzoso y arrobador. Todos sabían que había dado el oro y el moro por ella y que tenía el mejor traste de este lado del universo. Se había partido la espalda por ella y ella andaba por ahí, correteando como una furcia feliz y dándole el culo a cada paisano que tuviera una pinta de whisky barato.
En la cabeza de Tracy no ocurría nada. Solo una negrura acuosa, esta negrura acuosa y blanda como el tiempo.
Había tenido una sola muñeca cuando era niña y no había podido sacarse de la cabeza, a través de toda su vida, que no había conocido un alma santa en toda su vida más que esa muñeca trizada en jirones. Había hablado en voz alta con esa cosa de trapo hasta los dieciséis años. Se había prometido a sí misma ser como esa muñeca: ajada, sucia y con un solo ojo, e igual de silenciosa y melindrosa.
No lo había logrado, y ahora estaba en medio de la calle tendida de costado con un sangrado de nariz, la visión borrosa y el culo lleno de polvo, y su marido, el petimetre insensible que la golpeaba todas las noches con un látigo de potro para empomársela, parecía estar ahí agachado como quien hubiera descubierto el reclinatorio de la iglesia o estuviera buscando un diamante en el retrete. Maldito estúpido.
Se incorporó y le escupió un esputo lleno de sangre y flema. Venía el otoño. La cosa se ponía fresca.
- Hola papi -, le dijo ella, guiñándole.
- Hola mami - , dijo él, sonriendo.
No eran padres. Troy tenía su semen tan muerto como Abraham Lincoln, y probablemente se mereciera el mismo agujero en la cabeza de vaca que tenía por testa.
Y entonces Tracy desenfundó. Y desenfundó nada menos que del escote de sus voluminosas e impresionantes tetas sudorosas y polvorientas.
Los viejos ponían la palma a la altura de la cintura para agarrar la baba cuando Tracy salía a la calle con semejante tetamen. Era enloquecedor y estúpido. Tracy mantenía, ella solita, sexualmente activa a toda la población masculina de más de setenta años de Boring City.
Y lo sabía. Y le gustaba.
Tracy sacó el Derringer del escote y disparó el único tiro que podía disparar la pequeña pistola. Un gran invento de la industria armamentista norteamericana. Compacta. Silenciosa. Letal. Digno de una mujer impresionante como Tracy y directamente diseñado para un cabeza hueca como Troy.
Un poco de sangre y pelos voló por el aire repentinamente caliente alrededor de ellos. Troy inclinó un poco la testuz, la miró por última vez, y cayó de costado como una mosca es ajusticiada contra el vidrio sucio de una ventana que no mira a ningún lado interesante.
Tracy se levantó del suelo enfurecida, se limpió el polvo del culo con las manos y tomó a Troy por la cabellera grasienta y lo arrastró hacia adentro de la casa. Bebió un vaso de agua terrosa. Pensó, bueno, esto se pone interesante, y ahí afuera ya se están cagando a trompadas y haciendo fila por mi pequeño corazón púrpura. No tendré problemas, siguió pensando, aún soy bonita y tengo las billeteras de todo el puto pueblo en mis manos para reventarlas cuando se me cante la gana. No habrá problemas con los cerdos de la cana. El sheriff sabe que valgo mi peso en oro. La yuta también estaba apalancada con su vagina, digno sea de verse, no? Valía cada pelo pringoso que tenía ahí abajo entre sus muslos.
Entonces Tracy abrió los ojos muy grandes. Muy, muy grandes. Eran azules y Dios los había hecho para encantar al planeta entero y prenderlo en llamas con un pestañear.
Tracy salió corriendo afuera de la casa haciendo cien metros en siete segundos y se detuvo mirando la calle de tierra, totalmente desesperada.
Entonces los vio.
Su lengua salió afuera de su boca y todo el mundo vio como se la pasaba por los labios rojos y entonces todos los hombres de Norteamérica empezaron a masturbarse al unísono.
Tracy levantó del suelo la ristra de chorizos y miró a su alrededor con una mirada de acero, gélida y sin compasión.
Volvió a la casa con una gran cara de culo, la cabeza gacha y la ristra de chorizos colgando detrás de ella.
Autor del texto y la imagen: Fernando Bocadillos
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