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Un jugador descalzo


Ver cómo mataban al Chapu en la televisión me paralizó. Las cámaras de seguridad de un local habían grabado cómo el dueño de la casa que había intentado robar le disparaba y él caía agonizante sobre el asfalto. Como para que quienes nos preguntábamos ¿qué sería de su vida? nos diéramos cuenta mediante un canal de noticias de que esa vida se acababa de terminar. Lo reconocí al verlo correr. Fueron muchos los desafíos futbolísticos en La Tablada como para no hacerlo. Por eso, luego del estupor por la noticia, se me vinieron a la cabeza miles de recuerdos. Me llamó la atención verlo en el video con unas superzapatillas porque el Chapu tenía una particularidad: jugaba los partidos descalzo. No importaba si hacía 5 o 40 grados, tenía tan curtida la planta de los pies que no sentía ni el más crudo frío ni el más agobiante calor. Y eso que algunas veces jugábamos en verano a las tres de la tarde y el sol derretía hasta la brea de los arreglos mal hechos de la calle. Muchos se aprovechaban de su condición para pisarlo cuando el partido se ponía duro pero se aguantaba los pisotones sin chistar. Le decían así desde chiquito porque una vez una tía lejana le regaló un enterito colorado con capucha que usó hasta el hartazgo. Con un Chavo del 8 siempre vigente, y más en esos tiempos, no dudaron en decirle Chapulín. Vivía a una cuadra de mi casa en un barrio obrero, fabril, de hijos de inmigrantes y de clase media baja del oeste del Conurbano. Aunque su padre terminó bebiéndose la “media” para ser sólo clase baja. Tito después de que su mujer se fue y lo dejó solo criando a sus hijos, se dedicó full time a la ginebra. Tal es así, que las changas de albañilería le escaseaban y a veces no alcanzaba para darles de comer. Menos para que tengan zapatillas de sobra. No era de guapo que el Chapu jugase descalzo, no le quedaba otra. Por eso cuando surgía algún partido con pibes de otros lugares, los contrarios se sorprendían al verlo llegar en patas. No entendían que tuviéramos un jugador descalzo. Él no se tiraba atrás y si tenía que poner pierna fuerte, la ponía. Muchas veces quisimos prestarle algunas zapatillas rotosas que ya no usábamos pero nunca las aceptaba. Es más, disfrutaba cuando la pelota se iba hacia la zanja así chapoteaba un poco y se refrescaba los pies mientras intentaba desbordar por el filo del cordón. La desaparición de los pocos potreros que quedaban en la zona para que el municipio haga sus negocios inmobiliarios, hicieron que nuestro campo de juego sea gris como las fachadas de las pequeñas fábricas abandonadas de esa década del '90. Si pasaba algún auto, había que subirse a la vereda y rezar para que no pise de lleno los cascotes a modo de palo que minuciosamente habíamos colocado con distancia sincera en relación al otro arco. Así pasábamos las tardes, entre cotejos callejeros que sólo podían detener: alguna vecina de siesta en busca de esa pelota que rebotaba contra su morada, una que otra gresca entre ambos equipos por un foul malintencionado o simplemente la despedida del sol y la llegada de la noche al barrio. Era imposible no evocarlo de esa manera luego de verlo mimetizado con el asfalto mientras un hilo de sangre se dirigía a la alcantarilla. Ser testigo de la interrupción de su carrera existencial ante el plomo de un señor que no quiso que se llevara lo suyo y lo mató. Más habiéndolo disfrutado en movimiento, tan fugaz, tan veloz como para ni siquiera darse cuenta si sus pies tenían calzado o no. Después, también vino un poco el arrepentimiento por algunas actitudes que uno tiene de chico. El Chapu era morocho, no tan agraciado físicamente, y su vestimenta gastada hacía juego con su cara astillada producto de una varicela mal curada. En los pocos cumpleaños donde lo invitaban, siempre había predilección por atacarlo con ciertas bromas divertidas que para él, claramente, no lo eran. En esas celebraciones, siempre terminaba llorando. Algunas veces porque le daba impotencia que sus amigos lo cargaran todo el tiempo y otras porque se quedaba sin paciencia, le daba una trompada a uno y era expulsado de la fiesta mientras se le caían algunas lágrimas camino a la puerta. No era sencillo esos días regresar a su humilde casa, tenía miedo, porque su padre pensaba que no iba a volver y aprovechaba para pegarse sus viajes al mundo de la ginebra sentado en una mesa. A Tito no le gustaba que lo interrumpan y la importunación a esos escapes etílicos significaba algunas marcas de un cinto de cuero gastado en su espalda que nos mostraba al otro día. Más allá de los malos tratos generalizados, siempre estaba predispuesto a la hora del fútbol y era un puesto fijo en el equipo. Y eso a pesar de que no todos los partidos jugaba bien. El Chapu tenía cierta irregularidad en sus rendimientos sobre el campo cementoso que con el tiempo pudimos reconocer. Cada vez que venía contento, jugaba mal, se dispersaba, y cada vez que venía cabizbajo, triste, desanimado, la rompía, metía cualquier cantidad de goles y nos hacía ganar casi siempre. Nunca pudimos descubrir por qué jugaba bien cuando estaba mal. Siempre fue una pregunta a la cual no le encontramos respuesta. Por más que estaba seguro de lo que había visto en la pantalla, necesité cerciorarme y le mandé un mensaje a uno de los pocos amigos con los que tengo contacto para que me confirmara la noticia. Decidí apagar la tele e irme a dormir, ahondar tanto en el pasado me había cansado un poco. Pero al apoyar la cabeza en la almohada, volvieron esos recuerdos en La Tablada junto a él y a los pibes del barrio en algún desafío callejero por la gaseosa. A muchos de ellos no los volví a ver. El trabajo, el estudio, ciertas responsabilidades nos alejaron e hicieron que transitemos diferentes caminos. Sin embargo, al pasar por la zona, siempre me pregunto en qué andarán. Ya rendido por el cansancio, entredormido, no sé si el Chapu se me habrá aparecido en un sueño o qué pero de repente se me develó la respuesta de por qué era goleador sólo cuando llegaba angustiado. Jugaba bien y dejaba todo porque necesitaba que en cada pelota que cruzaba los dos cascotes y llegaba a la esquina, que en cada salto hacia un cielo enredado entre cables de tendido eléctrico, que en cada grito de gol, todos juntos, fuéramos a festejar con él. No le importaba tanto ganar, como le importaba que nosotros le diéramos un abrazo. El Chapu se había cansado de jugar descalzo y la muerte lo alcanzó mientras corría por el asfalto con unas superzapatillas. Tal vez, esos abrazos, casi 20 años después, le hubiesen salvado la vida.

 

Tanto el texto como la imagen fueron publicados antes en el blog de autor: https://elmarginal.wordpress.com/2016/12/01/un-jugador-descalzo/

Autor: Jorge Sebastián Comadina

Nacido en 1986 en Monte Grande pero criado en La Tablada. Periodista y Licenciado en Comunicación Social egresado de la Universidad Nacional de La Matanza. Fue director de la Revista Filo (2005-2011), trabajó en radio, medios gráficos y actualmente lo hace en Televisión. Autor del blog “El Marginal” desde 2012 editado en formato de libro en el año 2015.

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