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La nada, los amantes y el arrayán


No era Verona ni primavera. Hallábame solo, vacilando entre las calles desiertas de una pequeña ciudad, atiborrada de autos, de comercios, inclusive de aves; Desierta sí, de risas, de sueños, sobre todo de amantes. Allí o aquí no habitaban personas, sino extraños seres que con exagerada dedicación cumplían sus deberes. Por supuesto yo era uno más; Dormía hasta las seis (de la mañana), iba a la escuela hasta las cuatro, ayudaba con las tareas domésticas y hacía tarea pasadas las diez; Exceptuando los fines de semana, días en los que se me permitía dormir hasta las ocho y salir por las tardes.

Hace un par de meses, quizá años (en realidad no recuerdo exactamente), era un día de esos. Manos en los bolsillos de una chaqueta azul, pantalones de mezclilla y zapatillas deportivas, constituían mi atuendo otoñal y las miradas furtivas de quienes me tachaban de anormal. Regresaba a casa, inmerso en la vereda y en las nubes que lucían amenazadoras, cumpliendo condenas olvidadas.

Hallábame solo, sin el porvenir, sin euforia, sin mí. Los pies respondían a la lógica de mis deseos cerebrales cuando al sentir la frialdad de la lluvia se detuvieron sin más, bajo la frondosidad de un gran arrayán. Aquí mi primera sorpresa, pues a pesar de haber nacido y crecido aquí, poco yo conocía este lugar, también desconocía que en pleno otoño (y en este lugar donde escaseaba la vida) un árbol se mostrara tan erguido y majestuoso.

Transcurrieron varios minutos y la lluvia no cesaba, las personas con ropas hechas cascadas pasaban indiferentes, sin percatarse de mi presencia y la del árbol; Un antiquísimo auto rojo rompió el horizonte de mi vista con molesta lentitud, se estacionó a mi izquierda aproximadamente diecisiete metros; Poco me importaba aquel hecho hasta que una mujer de avanzada edad apareciera de la nada (por así decirlo) al tiempo en que el cielo esclareciera su furia. El extraño vestido de lentejuelas y zapatos de tacón se adentraron en el auto, momento en el que yo emprendía mi marcha a la misma dirección.

Las manchas oxidadas sobresalían del color vino. Dentro del auto un hombre con escaso cabello blanquecino y la mujer del extraño vestido. Dos miradas trémulas y joviales a pesar de las arrugas que las rodeaban. El paso que había ralentizado hasta hacerlo nulo justamente frente al auto; Aquel par de ojos me miraban curiosos y yo, atónito, vi en el fondo de sus retinas y un momento de capciosidad el milagro de la vida. Al sentirme avergonzado y sin saber el por qué, retorné la vista al árbol que yacía orgulloso con fulgores en sus hojas y que éstas a su vez cantaban alto al cielo y al sol aquel encuentro.

*

Yo era uno más en esa ciudad, pero al mismo tiempo no lo era. No desde aquella vez. Pasaba entre las casas militarmente en filas, grisáceas. Los charcos producto de las deformaciones del tiempo, no perdonaban. Se introducían entre los orificios de mis esperanzas fallidas y los de mis zapatos. Aún con todo eso, acudía yo al mismo lugar, bajo la protección del arrayán dónde su tierra era limitada por el asfalto y el musgo pobremente salpicado. Día tras día esperando encontrarlos, complejos y endémicos.

Descubrí que los amantes (a quienes yo denominé así por no encontrar mejor palabra) se encontraban alrededor de tres veces por semana. Sin embargo, nunca se sabía cuándo o la hora, (pero sí el mismo lugar) por lo que me era difícil encontrarlos tan seguido. En los días en que solía toparme con ellos recababa toda información por mínima que fuera, como quien investiga un crimen; El hombre llegaba así, paciente y en su espera fumaba un par de cigarrillos, las colillas la tirabas al suelo y se limpiaba las manos con un pañuelo. La mujer siempre usaba vestidos poco comunes, no era precisamente esbelta y aunque su figura machacada por la edad aún reflejaba cierto atractivo. Ambos parecían de la misma edad, quizá setenta u ochenta años, no lo sabía; El hombre, sin embargo, parecía más demacrado. Lo que era un hecho, es que todo el tiempo permanecían dentro del auto y era la mujer quien entraba y salía.

Nunca me acerqué más para intentar escuchar sus muy evidentes pláticas, bastaba con mirarlos, mostraban mucha alegría, podía casi escuchar sus risas incluso en la distancia en la que yo permanecía. Aunque nunca vi un beso, o algún tipo de caricia; era como si en sus ojos existiera todo. Desde el arrayán, flotaban luces danzantes e invisibles.

Yo permanecía siempre bajo el árbol, observando. Aun cuando los amantes no estaban, estar allí me causaba un extraño placer, bajo el árbol todo parecía mucho más claro. El arrayán, con sus variadas ramificaciones parecían hablarme, ¡más que eso! Era como si tuvieran la facultad de contarme secretos y yo, de entenderlos. No eran secretos específicos, pero antes de eso, todo carecía de sentido y el haber conocido a los amantes y el arrayán me hizo tomar conciencia de eso. Quizá por eso acudía con tanto afán a su encuentro, quizá porque me buscaba a mí.

Hoy es un día de esos, donde la memoria recorre precipitada el corazón y las entrañas. Hoy recordé que un día al llegar la primavera, me encontré con la mujer; En su mirada ya no existía más ese brillo, y que sin los zapatos de tacón era mucho más pequeña de lo que aproximaba. El hombre no volvería más, aun así al encontrar sus ojos con los míos, hallé apacibilidad y belleza. El arrayán fue extraído tiempo después, cuando las raíces levantaron gradualmente el suelo. Era la vida que prosperaba entre la muerte y el desdén. Ellos no lo sabían, yo sí.

Recuerdo también que asistía tanto a ese sitio, que descuidaba mis obligaciones. Pasó poco tiempo para llamar la atención de mis padres, tal fue la situación que me prohibieron salir. No podía hacer nada con tal autoridad. Me limité a cumplir con lo asignado y nada más.

Insípido, cansado por inercia, exhausto por el trabajo y los deberes que no terminan, olvidé el fulgor y mi existencia. Nunca supe sus nombres, ni cuál era su relación verdadera, pero su legado vibra, vive y en días como hoy, las lágrimas brotan reveladoras: Yo no puedo ser uno más.

 

Autora: Zamara León Urbano

Mi nombre es Zamara León.

Hace un par de años comenzó mi pasión por la lectura y al mismo tiempo por la escritura, en esta última he encontrado la fluidez de mis palabras que no logro articular en voz alta; Inmersa en los más íntimos secretos de la belleza humana, esperando no fracasar.

Facebook: Zamara León

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