El último baile de Danzo
Conocí a Danzo en uno de esos lugares donde la gente grita demasiado y finalmente encuentra a otra gente que le dice que grita demasiado.
Todo un lugar.
Teníamos un patio para charlar. De vez en cuando alguien pasaba corriendo con alguien detrás corriendo para agarrarlo. Gente de lo más fina.
Había un banco al lado de un ciprés. Los cipreses son buenos árboles para los locos. De todos los arboles el ciprés es el que más piensa, el más delgado de locura y de amor. Un fino caballero hecho de madera, de perfume, delicado.
A veces querría ser un ciprés.
Entonces Danzo me miró. Tenía los ojos profundamente verdes en medio de una cara un poco como del color del té con leche. Uno podía pensar que había venido de muy lejos, o que su alma o sus padres se habían cruzado en algún lugar insular del mundo, un lugar no perfecto, desdibujado. Con horizontes demasiado lejos, que habían hecho que la sangre hubiérase mezclado de una manera salvaje, una mezcla de amor y de odio, de sexo, de locura, de almas frías como un témpano de hielo, o un iceberg... Y ese iceberg se le veía con los ojos y veías que debajo de ese iceberg en los ojos había, debajo de la superficie del mar de toda una vida y de las vidas que lo habían precedido, un secreto solemne y grave.
Debe de haber sido con Danzo que me callé para escuchar. Debe haber sido la primera vez y la última. Yo estaba ahí por un desliz no muy grave pero que me había llevado a tomar la decisión de internarme por un mes, solo para bajar cuatro cambios. Demasiada música, demasiado miedo y demasiado pocas pastillas. Eso y pensar fue mi quiebre. Eso fue lo que me hizo un clic.
Además, tenía ganas de aventurarme de caradura en cosas nuevas y había terminado como un perejil con ajo con la cabeza fracturada y en llamas.
El Borda es un lugar vasto y amplio. Mucho verde, mucho barro, muchos fantasmas.
Me trataron muy bien, de todas maneras.
Danzo estaba ahí indefinidamente, y por lo que pude sacarle de adentro del culo, a través del velo, me di cuenta que estaba bien ahí. No necesitaba a la gente «normal». No sé si alguien lo necesitaba a él.
De vez en cuando lo veía con un par de pantalones nuevos o con un par de zapatillas limpias, o un buzo rojo bastante bien planchado. Nunca le había relojeado visitas.
Era como parte de una realeza de bajo perfil o una suerte de espía internacional para joderme la cabeza y sacarme la mitad de los cigarrillos. Me caía bien. Yo había empezado a fumar menos, a dormir mejor, a tener menos miedo de estar entre extraños aullando.
Había un par de mujeres, con caras desencajadas y con las piernas de fácil abrir. El lugar era detrás de unos árboles. Era la zona liberada. No había condones, no sabía yo todavía sobre la penicilina. A nadie le importaba. Yo no la ponía, solo trabajos bucales. Un cigarrillo por aquí, una revista por allá, unos mates, unas sonrisas de dientes amarillos.
Transacciones justas.
Danzo no intimaba a la vista del «público». Debía tener entre unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Algunas canas. Patas de gallo. Barba plateada de un día y medio.
A mí me daba la impresión de que era un hombre con un metabolismo excelente basado en una metódica pero ligera locura. Era como un delgado pensamiento, o un remolino de arena.
Existir y ser contemplado fluir y metamorfosearse en un sobrio poema.
El tipo era infumable.
Un día le pregunté qué es lo que nos había hecho tan mal. Me dijo:
- Amor, salud, y dinero.
Entonces yo repliqué:
- Y qué es lo que tienen para salvarse la mayorías del resto de los mortales normales?
- Sexo y muerte.
- En ese orden?
- No.
Y tenía razón.
Entonces pasaba alguien corriendo y agitando el puño hacia el cielo, en cueros, flaco y livianísimo como un lince, con unos jeans sucios azules que de tan sucios en las rodillas y en las botamangas parecían negros. Una mezcla de mugre, agua, tiempo. Y los pelos ralos en la cabeza, negros siempre, agitados por un constante temblor nervioso o congelados en un frizz estático.
En resumen: El diálogo con Dios que nunca cesa, la decepción absoluta, la ira, los sentimientos heridos. Un corazón roto. Esas cosas. Cosas básicas.
Están por todos lados, el loquero solo es un lugar específico eventual con gente bien definida en constante nacimiento y desarrollo.
Alguien que se preocupa y que se hace preguntas en vez de bailar salsa y cumbia ya es un digno candidato.
Hay más afuera que adentro. Los de afuera siempre fueron y serán los peores.
Quiénes no estaban? Quiénes se iban a los pocos días o el mes?
Los cínicos más estándar se iban rápido. Esa frialdad, los mamones perseguidores de rubias bobas con los dientes prominentes y con las tetas consumidas y las caras naranjas por sol.
Esos estúpidos con la inteligencia enterrada en una tumba al ras de la tierra siempre generando siempreverdes brotes y flores tontas. Eran inescindibles.
Su mediocridad les aportaba una coraza inexpugnable, y yo sabía que sus hijos heredarían la Tierra, y eso me enfurecía y aún me enfurece y me seguirá enfureciendo.
Debo aceptar que vi un par de notables a quienes adoré por siempre jamás por su dulzura, sus irremediables pérdidas, su delicada fuerza bruta para remendar la rama quebrada. Ambos perras y cabríos. Se fueron rápido porque habían cometido un desliz más pequeño, o algo relacionado con la merca.
Eran también un poco fríos, pero solo lo imprescindible para sobrevivir sin morirse antes que los encontrara la última muerte.
O, habían tenido un breakdown y la familia había estado presente para agarrar la manga del que se ahoga en un pozo en su tiempo de brillo intenso.
Lo primero que deja atrás, un loco, es la familia. Lo primero que deja atrás una familia, es a un loco.
El loco intermedio es el más odiado de todos. Es el poeta rastrero, el fisgón cibernético, el neohippie fumata con problemas para lavarse los dreadlocks y buscar trabajo caminando por los pasillos de un dúplex con el padre mirando desde la poltrona impecable, calvo, con dos ranuras negras por ojos, odiando su propio semen.
Un día, Danzo me dijo, con los ojos brillantes:
- Usted es muy maricón para ser malo, por ende, ha fallado en eso. Ese fue su pecado: se ha quedado en un claroscuro muy aburrido. En una tierra media. Por eso lo odian, por eso se odia a usted mismo. Ellos lo toman con pinzas y usted usa esas pinzas para clavarlas en su propio corazón, y eso está mal.
Y ahí me cagó otra vez, porque también tenía razón, otra vez.
In-fu-ma-ble.
A mí me gusta que de vez en cuando me dejen espacio para tener razón, aunque no la tenga. Y estar en un loquero y no tener razón porque hasta los locos tienen más razón que uno es un golpe bajo. Eso es ser más estúpido que ser un demente.
Como si uno hubiera hecho fuerza para ser un boludo. Cosa que me lo han dicho un par de veces, lo cual refuto, pero la repetición de semejante declaración, que no es ningún anillo de diamantes en el dedo medio de nadie, me hace dudar de vez en cuando.
- Esta noche me voy, y vos te venís conmigo.
Me lo dijo muy serio. Sus ojos verdes, azules, profundos, oscuros, el marco de la cara, la cara el marco, cien mil cuervos alarmados volando fuera de un campo de trigo directo hacia el centro del corazón del infierno.
- Por que irnos de noche? -, dije frescamente.
- Por qué irnos de día? - retrucó Danzo, amable como el hielo.
Si hay algo de Danzo y de los locos que me voy a llevar como un secreto a la tumba es la manera en que caminan, la manera en que caminamos. Debajo del grito de las pantorrillas hay una ley de rebotar, una ley de mover la Tierra con los pies con una muy poco velada ley del mínimo esfuerzo. Parece una dicotomía, pero es muy cierto. Y es aterrador. Lo pueden comprobar ustedes mismos, llegando a la situación de contemplación de los sujetos adecuados llegando a esa misma situación de la manera más simple y más dolorosa.
No importa.
«Te irías a caminar, pero necesitas una razón". Eso lo dijo el Jefe de Todos, Danny Johnston.
Danzo tenía una mochila roja de setenta litros. Adentro había algo. Lo vi venir del taller de arteterapia en el Ala Oeste. No sonreía. Parecía sereno.
Claro que parecía sereno, porque se iba a morir.
Lo vi venir flotando sin mover los pies por el barro hacia la pared del pabellón principal. Pude ver a través de él mientras venia hacia mí. Se me partió el corazón y tuve miedo, porque se dirigió hacia mí como quien ama certeramente y deseé no haberlo conocido nunca. Deseé no conocerlo para no verlo partir.
Me ha pasado con mis padres y mis abuelos. No puedo tolerar la idea de la muerte de mis seres queridos. Por eso huyo, por eso lloro, por eso me vuelvo loco. Por eso.
No me importa mucho donde pongan mi culo seco.
Que me arrojen desde un Boeing 747 hacia el desierto de Atacama y que caiga de jeta.
Que me lloren los perros sordomudos. Que se me sequen los ojos y que todos se olviden de la grandeza de mis sueños.
Tampoco eran tan grandes y tan brillantes, así que al carajo.
Danzo se tiró de la terraza del pabellón dieciocho. Sucedió a la medianoche, cuando todos los enfermeros están de fiesta. De cara a la tierra. Pum. Dejó un hueco de diez centímetros en el suelo.
Adentro de la mochila había un par de alas de goma espuma que había pintado el a mano con témpera gris.
No entiendo por qué no se las puso antes de saltar, el muy pelotudo.
Parecía un tipo más inteligente de lo que resultó ser.
Yo mismo me encargué de quemar esas alas de goma espuma en un recodo lejano del jardín, cuando nadie me veía.
Ahora fumo y espero. Estoy en control de mi respiración, fumo lentamente, en soledad y en compañía.
A veces alguien prende una radio. No escucho nada bueno desde mil novecientos noventa y siete. Demasiado tiempo sin nada en dedos para un melómano en perpetuo éxtasis.
Mi nivel de azúcar en la sangre es el óptimo. Tisanas cuatro veces al día.
Huyo de los edulcorantes.
Galletitas de cartón.
Por la noche mis amigos se transforman en coyotes, pintamos la luna de azul con la yema del dedo.
Algunos se tapan los oídos. Tienen miedo. Alguna gente te puede gritar con el pensamiento.
Otros tienen ojos muy grandes y muy marrones. Te miran intensamente, te fustigan el alma con esas miradas implacables y terribles que te hielan la sangre y el corazón, te piden un pucho, te quieren charlar... y yo me levanto hecho un santo ofuscado por la inconmensurable carga de mi tarea rompehuevos de salvar al mundo y voy hacia otro lado del parque, incapaz de razonar con los irracionales.
Cada día estoy más cerca de la esquina y contra la pared. Cada día un poco más.
Un poco más, un poco más, un poquito más.
Esta noche me voy a poner muy verde, de un verde muy oscuro, como el musgo muy viejo, y me voy a fundir con el ángulo de la pared. Nadie se va a dar cuenta. No le voy a decir a nadie y nadie necesitará nunca más nada de mí. Solo. Como un hombre.
Danzo va a estar ahí del otro lado, con la oreja translúcida contra el muro frio, respirando, en completo control de sí mismo, rascando la pared con un solo dedo, con un dedo fino y largo y blanco, con una sola uña, larga, blanca.
Shhh...
Autor del texto y la imagen: Fernando Bocadillos
Webs: