Ausencia de fibra
Vivíamos una relación muy dulce y amarga a la vez. Un relación estreñida. Cuando estaba con mi chico, era incapaz de pasar un buen rato sentada en la taza del váter, ni aún concentrándome en las pésimas noticias que inventaba El Confidencial. Me incomodaba sentir su presencia cuando me encontraba en el baño. Sobre todo, que escuchara los ruidos que podían salir de mí. La idea de que pudiera oler mis miserias me aterraba. Sus besos me hinchaban el vientre. Aunque me sentía a gusto con él, había algo en sus caricias que me producía gases. Gases que era incapaz de expulsar en su presencia. Me olía la piel, no sé muy bien a qué, pero algo se me estaba pudriendo por dentro.
Los viernes por la tarde, mi chico, su mejor amigo y yo, nos reuníamos en su apartamento para tomar unas cervezas, hablar de lo imposible y ordenar la situación alarmante que vivía nuestra ciudad en aquél momento. Después, salíamos al mundo para descubrir si habíamos acertado en alguna de nuestras conclusiones. Seguíamos bebiendo, charlando y riendo, hasta que el sueño y las ganas de querernos nos empujaban a la cama. Nos despedíamos de su mejor amigo y del resto de supervivientes a la madrugada y cambiábamos el escenario de los bares, por el del dormitorio austero que yo habitaba entonces.
El sábado por la mañana empezaba la agonía. Desayunábamos zumo de frutas, tostadas con mantequilla y el café que originaba una explosión en mis entrañas, a la que yo era incapaz de dar rienda suelta. Mi chico iba al baño con naturalidad, al menos dos veces antes de salir de casa. Yo le esperaba, verde de hinchazón, fumando un cigarro tras otro para ver si de ese modo conseguía desatar el nudo de mis intestinos. Nada. No había manera. Después le acompañaba a algún museo, a dar una vuelta por el río o al cine, mientras una parte de mí se retorcía de dolor y de vértigos. Entre retortijón y retortijón, nos daba la noche y de nuevo, nos encontrábamos con su mejor amigo en algún concierto o acontecimiento puntero. Mi chico se ausentaba un tiempo para reconciliarse con su estómago, que le pedía evacuación. La noche del sábado siempre resultaba más floja que la del viernes. Mi chico disminuía la energía en el servicio y yo aumentaba la tripa. En sus ausencias, su mejor amigo se preocupaba al ver mis ojos salir de sus órbitas por el esfuerzo e intentaba tranquilizarme invitándome a una cerveza.
El domingo aterrizaba de mala gana en su cocina o en la mía. Mi chico pasaba la mañana entera en el baño y yo en el salón, esperándole al tiempo que sentía reventar mi cuerpo. Mi chico salía sin apenas fuerza para moverse, siempre más flaco y con el rostro pálido. Intercambiábamos miradas que lo decían todo sin articular palabra y nos despedíamos entre besos hasta el viernes siguiente. Y así un fin de semana tras otro. Un fin de semana tras otro.
Me quedé embarazada de tanta rutina y falta de baño. Mi vientre gestaba vida y entendí al instante que debía esperar unos meses para dar a luz. Preñada de desayunos, me resigné a un tiempo de contracciones y peso sobre las piernas. Los viernes en su salón me soplaban cada vez con más impulso las vísceras. Los sábados llenaban más y más de aire mi abdomen. Y mi chico, sin embargo, se perdía entre revistas y periódicos por los retretes, mientras su mejor amigo se hacía cargo de mi enorme barriga.
Rompí aguas un martes. Precisamente un martes, que era el día en el que mi chico desconectaba el móvil por diarrea. Nerviosa, llamé a su mejor amigo para que me acompañara en el alumbramiento. Aún no había colgado el teléfono cuando escuché golpear la puerta de mi casa. Su mejor amigo se había precipitado para echarme una mano en el parto. Le invité a que se sentara en el sofá y aproveché las pocas fuerzas que me quedaban para preparar una infusión. Me tumbé junto a él apoyando las piernas sobre sus rodillas y suspiré. El mejor amigo comenzó a acariciar mi enorme bulto con una mano, mientras con la otra se llevaba la taza a la boca.
– Nunca había tocado una barriga tan tersa como la tuya – me dijo presionando sus dedos contra mi ombligo.
Y no sé si fue por el masaje o por las cosquillas que sus yemas me provocaban en las tripas, salí disparada al aseo, me senté en la taza del váter y vacié la bolsa inmensa que dividía mi cuerpo. Cuando terminé, miré hacia abajo con curiosidad y vi a mi chico nadando en el pequeño charco de agua. Volví al salón, tomé la mano de su mejor amigo y la posé sobre mi vientre plano. Se escuchaban ruidos en el baño. Tiré de la cadena y se hizo el silencio.
Autora: Sylvia Ortega
es de Madrid pero actualmente reside en Toulouse donde dirige la escuela de creación en español L'écrivaine de eñes. Coedita la revista cultural trilingüe Triadæ Magazine. Algunos de sus relatos están publicados en diversas revistas españolas como Al Otro Lado del Espejo, Cuaderno de Creación, Revista Excodra, Revista Narrativas, Revista Ecléptica y francesas como Horizons maghrébins (Universidad Jean Jaurès de Toulouse), Disparates Revista, publicación bilingüe que se edita en Toulouse y El Café Latino, revista editada en París. Ha participado en las antologías La Zona Muerta, de la Editorial Excodra Ediciones y She Was So Bad de la Editorial Aloha. Ha publicado su primer libro de relatos La Mujer del Callejón con Canalla Ediciones, S.L. Ha antologado Detrás de una gran mujer hay otra gran mujer.