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Cuando los puentes caen


EL CÍRCULO MALDITO

En algún lugar leí que el hastío es una tristeza sin amor. Todo bien. Pero, ¿qué mierda es el amor? y lo más importante, ¿quién dijo semejante pavada? Mientras tanto, tenemos frascos llenos de marihuana, botellas de vino acumuladas y la ilusión que se nos muere entre las manos; entonces, comenzamos a soportarlo todo. Si del odio al amor hay un paso, ese puente se llama hastío.

SOLO Y MAL ACOMPAÑADO

Llegó un momento en que ya no podía caretearle a la vida nada. No me molestaba perder a los amigos que me habían quedado porque siempre fueron de paso. Para colmo, venía de una relación espantosa con una mujer hermosísima, nunca iba a poder comprometerme con alguien de verdad. No podía vivir con otro ser bajo mi techo. Dormir con la misma persona más de dos noches seguidas se me hacía insoportable: amarla sí, eso, eso puedo. Pero nada más. Desterré el mito de la amistad. Arranqué el amor de mi vida, no había otra forma de atravesar el camino. Eso que yo buscaba solo se encontraba en las películas y en la narrativa, nada más. Así que, en ese terreno, iría a buscarlo. Yo tenía una historia que terminar, mi primera novela: Hasta las estrellas. Una novela futurista en tiempos de pos guerra y una historia de amor del carajo entre una oficial del ejército, un cadete y una adolescente que había llegado a cantar a la ciudad. Toda la historia sucede bajo un clima de tensión militar entre dos estados, que obliga a nuestro héroe, Luca, a robar un arma al ejército para, después, traicionar a su propio estado y tener que cerrar ese triángulo de una forma fatal. Entonces, elegí la soledad, elegí dedicarle mi vida por completo a la escritura. No me interesaba otra cosa. Ya había creado un mundo, tenía un equipo de personajes que esperaban todos los días sentados en el banco a que yo apoyara mi maldito culo en nuestro escritorio y los pusiera en acción. Había invertido tantos años en esa historia, que soñaba con verla terminada. Sí, no había tiempo para nada y no vi a nadie más. Escribía. Me levantaba y me acostaba pensando en mi historia. De seis y media a cuatro de la tarde, atendía un bar sobre la colectora en Gral. Paz. Después de las dos, me ponía a beber y llegaba puesto a mi casa desesperado por llegar a “Ciudad Central” y encontrarme con Luca, Erika, Marzia y Rahiz. Por aquel entonces, mi concepto de la escritura era escapar a la realidad, simplemente me drogaba con ella. A los 35 años, descubrí que nunca había estado lúcido y centrado como a los 20. La vida no apestaba de la misma manera, pero seguía siendo una mierda. Tampoco volvería a tomar una postura punk, ya estaba crecidito para eso y tenía un arma letal: había aprendido algo solo, como escribidor, sin la ayuda de nadie: la historia de fondo no importaba, solo era un recurso para sobrellevar el paso del tiempo. Entonces empecé a escribir de verdad.

HIJO DE PUTA

Una tarde, mi vieja dijo que tenía que hablarme: segunda cadera, tardaría más tiempo en recuperarse. En paralelo a la operación, su enfermedad avanzaba y ya se sabía que la invalidez era el final. Me pidió que dejara de trabajar, me ofreció mantenerme y pagarme el profesorado de literatura en el que me había anotado para justificar mi vida de escritor. ¿Mantenerme?, ¿para qué? Si, de todos modos, le hacía las compras y la llevaba al médico cuando lo necesitaba. Para la recuperación, la obra social le enviaba un enfermero diurno. De noche la cuidaría yo, como la primera vez. Pero no, ella quería compañía, quería algo que nunca le había podido dar. Empecé a visitarla dos veces por día, a la mañana y a última hora de la tarde. Yo no era la clase de hijo que se sienta a comer o tomar mate con su madre. Apenas si hablábamos del país o de Boca. Para ser hijo único, era bastante especial, o como decía ella: era un mal hijo y nada más. Un hijo de puta. Abandoné el profesorado, sólo necesitaba hacer billete y escribir. Tarde o temprano iba a hacerlo, además, otra no me quedaba. Yo estaba ahí, vivía a unos metros de la casa de mi vieja. Recibí la Navidad del 2010 con mi madre recién operada de su primera cadera, fue una de las peores que recuerdo. Los dos solos, ella y su pierna levantada brindando frente al televisor, mientras daban las doce en el mundo. Sin embargo, hubo una navidad todavía más terrible: la del 2011, la última que pasé con mi vieja a pesar de vivir tan sólo a unos metros de su casa. Y, hasta el día de hoy, ya no festejo nada más. Ese mismo año el rock me dijo basta entonces comencé el descenso.

Y ENTONCES EL MUNDO TERMINÓ EN FLORES

Como a comienzos de siglo, bebía de la noche a la mañana, podía emborracharme hasta dos veces por día y me armaba uno por hora o cada vez que me hartaba del tabaco. Y escribía, sólo me paraba de mala gana para ver si mi vieja necesitaba algo. Llegaba a escribir hasta diez horas diarias. Estaba a un paso de terminar mi novela, no iba a frenar justo en ese momento. Sin darme cuenta, perdí de a poco la noción del tiempo, mi parámetro eran los jueves, día en que iba a ver a mi puntero, aunque el frasco estuviera lleno. Muy colgado; tanto, que casi pierdo mi cumpleaños de 40. Necesitaba aire. Necesitaba coger y empezar a tomar un poco de agua. Una cosa era elegir la soledad y otra muy distinta dejar que la puta vida te absorbiera hasta sentir asco por todo. Algo no estaba funcionando. Cuando terminé Hasta las estrellas empecé a salir otra vez. No tenía que ir muy lejos, el mundo del rock se reducía al barrio de Flores. Los viernes y sábados salía a escuchar bandas under (bueno, indie, el under ya no existía). Nunca me costó acercarme a una mujer en un boliche o en cualquier situación, simplemente las había estado evitando. Pero ya me sentía listo para volver a buscar. Agité hasta que el rock me jubiló, dos veces. Y, una de esas dos, casi pierdo la vida de la forma más idiota. La noche en que tocaron las Pelotas, por primera vez después de la muerte de Sokol, fue en Ciudad del rock, en el estadio de tenis. Llegué tan ebrio y tan drogado que no me gustó la platea alta que me habían conseguido. La lógica indicaba que había lugar en el campo todavía, simplemente, tenía que saltar. Y eso hice, aunque no tuve en cuenta que estaba casi a la altura de un segundo piso. Caí en un techo, de ahí al pasillo de acceso al campo. Dos monos gigantes de seguridad se me abalanzaron, la fuerza del alcohol me levantó y corrí hacia el campo mezclándome con la gente. Encendí uno y busqué un vendedor de cerveza por sobre las cabezas. Salí peor de lo que entré me equivoque de puerta y de camino, terminé en la villa de Soldati tomando merca y birra en un kioskito ventana con gente desconocida. Estaba claro: esa noche era inmortal. La luna brillaba gigante y blanca sobre un cielo cruzado de antenas y de cables. De fondo, comenzaba a sonar el rallador de una cumbia que crecía entre las paredes de ese reino de ladrillos huecos y anunciaba que el único muerto era el rock, que yo volvería sano y salvo. Que la vida me tenía reservado algo peor.

EL VERDADERO ORIGEN DE LA TRISTEZA

Tardé un par de cachetazos en entender que, para la obra social, no era negocio invertir en una persona de la edad de mi vieja y con una artrosis reumatoidea que ya le había tomado casi todo el cuerpo. Entonces, comprendí que, después de la operación, la cosa no terminaba para mí. Ni para ella, pobrecita. A partir de aquel día, comencé a vivir con la muerte respirándome en la nuca. Se siente. Uno sabe que está ahí, es como un vacío. Es la que cierra el triángulo mientras el cuidador y el enfermo luchan cada batalla. Ella es la única cuerda en una relación tan enfermiza. Sólo quien haya cuidado una persona hasta verla morir puede saber de qué hablo. Mi madre peleó contra la invalidez hasta el final. Se recuperaba de las operaciones como Palermo ante las gallinas, pero de esta última no zafó así nomás. Aunque podía pararse y moverse con ayuda de un andador, ya necesitaba asistencia para todo. Yo sabía qué era el encierro y estar sometido. Me rompía el alma pensar que tenía que meterla en un geriátrico. El mundo se convirtió en un infierno, todos los días volvieron a ser iguales y el tiempo corría diferente. De nuevo, no me quedaba otra que escribir. Y eso hice mientras la relación de dependencia con mi madre se volvía insoportable, con visitas largas que terminaban en discusiones por pavadas. A medida que pasaban los días, ella perdía movilidad, pero no se entregaba. Sentía el dolor del mundo sobre sus huesos, pero, mientras le quedase un gramo de fuerza, se esforzaría para pararse dos años después, intentando levantarse de la cama sin ayuda, se cayó por última vez. Pasó casi tres semanas internada, ni se le corrieron las prótesis, ni se rompió ningún hueso, increíblemente resistió el golpe en las piernas. Pero el de la cabeza, no. Además, traía un Alzheimer que aún no se había manifestado y entonces se precipitó, por el golpe: las horas que pasó a los gritos hasta que los bomberos llegaron, mientras yo estaba fisurado en mi departamento a unos metros de su casa, resultaron letales. Los días que siguieron fueron de un terror que no estoy capacitado para contar. Todavía recuerdo la mirada de mi vieja cuando el Alzheimer le ganó en el último round: sus ojos se transformaron en los de una nena, era ella pero a los doce. Volvió a sonreír. Esa fue la última vez que conversamos. Después, la escuché agonizar durante días, hasta que los médicos me pusieron en el lugar de Dios: tenía que decidir yo si vivía o moría, había que desconectarla. Fue la decisión más difícil de mi vida. Pero ya no soportaba verla sufrir. Me recuerdo parado en la puerta de una clínica en Ciudad Evita, acompañado por cinco perros que andaban en banda y se tiraban ahí nomás, a mis pies. No lloraba, me fumaba un porro en la puerta sin que me importara un carajo: en unas horas más, vería a dos tipos de grafa azul que empujarían el cajón de mi vieja, mientras el cura de un cementerio privado me diría que, desde el cielo, ella me lo iba a perdonar todo. Estaba claro, mi vieja no me perdonaría jamás. Por primera vez me sentí solo en el mundo de verdad. Soy huérfano, pensé. No la lloré nunca, ni siquiera la primera navidad que pasé solo veinte días después de su muerte. Ni tiempo tuve. Me habían quedado deudas, estaba sin laburo y con una casa para alquilar. Durante un buen tiempo, la seguí puteando hasta que alquilé la casa. Cuando más o menos acomodé algo, me puse a escribir, tenía que encontrar un nuevo narrador. Un día, la soñé y me desperté agitado. Soñé que discutía con ella. Esa mañana la nombré, después de dos meses, volví a llamarla en voz alta grité su nombre. Esa ausencia de respuesta me knoqueó por primera vez. Dejé de leer. Solo escribía, buscaba una historia nueva; algo real, no una novela futurista, mucho menos una de amor. Había llegado el momento de escribir de verdad, de meterme en las historias.

EL ESCRIBIDOR

Empecé a beber más y a fumar como un condenado. Sabía que no quería volver a aislarme del mundo, menos cuando volvía a ser libre. Hice todo lo posible por no morir de tristeza, pero caí en una depresión silenciosa, de la cual no fui consciente hasta que saqué la cuenta del tiempo que llevaba sin bañarme. Cuando logré pagarme la vida, me puse a escribir de verdad. Esa historia de rock en los 90, en el parque Centenario me daba un nuevo narrador: era mi primer texto realista y en primera persona. Después de siglos, algo me motivaba. También comencé a escribir la sección de comics en una revista. Sólo tenía que esperar mi momento. Fue en el tercer número, sobre el abuso, cuando estrené mi narrador. Yo sabía algo del tema. Cuando terminé de escribir Centenario Blues sentí algo que en mí imagino se llama felicidad. Encendí uno y abrí el freezer. Lo había logrado. Me clavé media lata frente a la heladera y, mientras fumaba el porro más gordo que pude armar, saqué de la caja el calefón eléctrico que había comprado, lo coloqué y me quedé escuchando “La Renga" mientras el agua se calentaba. Después de seis meses me di un baño como un verdadero cabrón y cristiano. Las dos notas de comics y “Centenario” las escribí totalmente sucio y pasado. “Centenario” me salvó la vida, fue la antesala del final de un ciclo. Me habían leído todos mis amigos, me llegaron comentarios de gente que ni conocía. Pero, de todos, el mensaje que terminó de levantarme fue el de una compañera de la primaria, una de esas personas que guardo en una cajita de sándalo. No podía pedir más. Sin embargo, lo que más disfruté fue la jugada planeada: faltaban dos días para entregar y el relato no explotaba. Entonces se me ocurrió utilizar el primer recurso de aspirante a novelista: la historia de amor, eso faltaba. Agradecí al cielo ser un lector de basura y, en unas cuantas imágenes que meché en el lugar justo, en el momento indicado, encendí el texto. Fue eso, Ella, la Rubia, salvó la historia. Y, como le debía una, escribí Centenario not dead, el relato de un amor adolescente. Por el momento, de lo publicado, es mi preferido. Esas dos historias fueron botellas arrojadas al mar. A veces pienso que fue la Rubia, pero al otro lado de ese mar, el mensaje fue recibido. Entonces el Escribidor Negro conoció a la Lectora Blanca.

EL JUICIO DEL GANSO

Quizás, el estúpido que dijo que el hastío es una tristeza sin amor tenía razón. Y, aunque sigo sin saber qué carajo es el amor, ahora sé cuál y qué clase de amor hace falta para atravesar ese puente, ese hastío, que puede hacerse un infierno de hielo al andar. Es un amor del que uno no puede apropiarse; un amor que nace y renace del deseo, que explota en un big bang cuando cogemos sin pensarnos, solo necesitándonos, y sin más dependencia que ese segundo de silencio, cuando muero en tu espalda.

 

Autor: Nestor Grossi

Texto publicada por primera vez en agosto del 2016 en el Anartista

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