El croto y otros microrrelatos
El croto
Me había contado su historia de vida. “Llegar a ser dios no es fácil”, concluyó. “Pero valió la pena”.
“Loco”, pensé.
“Loco lindo”, pensé.
“Loco de mierda”, pensé.
Pareció leer mis pensamientos. Trazó una curva displicente con la mano que sostenía el cigarrillo y respondiendo al ademán los cielos se abrieron. Por el desgarrón se abatió un vendaval de fuego que barrió los edificios de la vereda de enfrente.
Una risa afónica me dejó entrever su boca desdentada.
***
El pasajero
En la parada del bondi se habla de una cosa, de otra.
Suele ser terreno propicio para las confesiones.
El tipo, mirando a todos lados como si temiera ser emboscado, había empezado a contarme de uno cuya mujer resultó ser su madre y de cómo llegó a enterarse.
“Ahí viene el mío”, se interrumpe de pronto.
Nunca sabré si también ella lo sabía, ni si llegaron a hablarlo, ni si aquél, como ahora sospecho, era éste que me lo contaba.
El bondi frena, engulle al narrador y probable personaje y abandona el relato a medio hacer.
“En todo caso no se arrancó los ojos”, pienso, viendo al colectivo llevarse el final de la historia, calle abajo.
***
El forastero
Eran los tres de la provincia de Buenos Aires. Uno de Magdalena, de Chacabuco otro, y el mentiroso que esta vez dijo ser de Tres Arroyos.
-¿Y usté? – preguntaron al cuarto, que tomaba la ginebrita sin mirar a nadie
-Yo qué –dijo entre dientes el interpelado, como hablándole a la copa
-De dónde dice que es
Tardó en responder. Al final dijo
-De donde estoy sentado. Hoy por hoy soy de acá mismo
Y alzó la vista, desafiante.
-¿Por qué? ¿Hay algún problema?
Los fue acuchillando con la mirada.
Ninguno de los tres contestó. Y como a la desgana se fueron yendo. Uno a Chacabuco, otro a Magdalena y el tercero con rumbo incierto, dejando mesa y provincia para él solo.
***
Llamado
Sonó el teléfono, atendí. Tapándome un oído llegué a entender que se trataba del tío Cosme.
-Disculpá que no pude ir por tu cumpleaños.
-No hubieses estado a gusto, tío. Hay mucha gente y ruido aquí.
-Oigo. Qué mierda de música es ésa.
-No sé. La trajeron. Venite a comer cualquier día.
-Me encantaría. Pero ocurre que llevo muerto cuarenta años.
-Ése no es problema. Serás bien recibido siempre.
Dijo algo más que no pude escuchar.
La voz se entrecortaba, alejándose.
***
Grafitti
Me detengo a leer lo que han escrito en la pared. “Brayan, so boleta”. Entre éste que mira y la pared que se hace mirar pasa uno apurado, la cara en sombras bajo la capucha, mirando a todos lados. “Brayan”, me digo. “Éste debe ser Brayan”.
***
El hombre de los choripanes
Será inevitable escuchar otro de sus relatos de vida. La primera vez contó que siendo propietario de un barco arenero, harto de andar por el agua lo cambió por un semi remolque. Otro día, de cuando en tiempos de Martínez de Hoz, apremiado por deudas con el banco, cierto trabajo providencial le dejó 250.000 dólares. “Eso sí, me la jugué”, concluyó, enigmático, envuelto en el humo grasoso de la parrilla y enarbolando el cuchillo como cetro de vencedor. De todos modos el chorizo le sale sabroso, los relatos son entretenidos, cierta calculada reticencia les da un halo de misterio, y sin aplicarme demasiado finjo creerlos.
Elevando la voz por encima del fragor de camiones que van y vienen, dice que el mediodía le trae malos recuerdos. De dos veces que en la vida pasó hambre. “Pero ojo, hambre lo que se dice hambre”, recalca. Y de dos clases distintas. Una en la isla Camacuá, febrero del 78, cinco días sin comer por falta de plata. La segunda en el mismo lugar, tres años después, sitiado por un temporal que duró seis días. Y eso teniendo consigo un bolso con plata para cuatro Ford Falcon cero kilómetro. “Esa es la peor hambre”, asegura. La sentencia, enunciada con solemnidad, transfigura aquel improbable millonario de los andurriales isleros en este filósofo de banquina. Busca un pan en la bolsa amarrada al árbol que sombrea la parrilla. “Bien cocido, me dijo, ¿no?”. Elige con ojo experto un chorizo, lo aprisiona entre las mitades del pan, lo abre en mariposa. Una ráfaga de viento cruza la ruta trayendo un manotón de tierra seca, y llevando ceniza y chispas hacia los campos, más allá de la arboleda, del templete donde monta guardia el gauchito Gil y de los pobres sueños que van y vienen.
Autor: Ernesto Tancovich
(1945) Vive en Campana. Autor novel y cuasi póstumo. Obstinado participante en concursos prestigiosos, sospechosos y fraudulentos, lo que le ha valido algunas distinciones. Entre sus premios cabe consignar Finalista y Mención Premio Provincia Córdoba por El niño stalinista (poesía), Finalista y Mención Universidad de Cali por Las playas del tiempo (narrativa) Ha publicado en diversas revistas, Los Heraldos Negros, Monociclo, Papeles de Mancuspia, Pedes in Terra, Cuentos del Andén y, frecuentemente, en Monolito.
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