Inti Raymi (Fiesta del sol)
Hubo un momento en la historia de la humanidad, durante el tiempo en que los seres humanos poblamos esta tierra, en que se produjo un crecimiento poblacional exponencial de pequeñas gentes relampagueantes en las casas que se hallaban alrededor de un fuego azul, escondido durante siglos en un pequeño pueblo de América del Sur, tan feroz y tan intensamente ardiente como una mandíbula diabólica.
Las pequeñas gentes se llamaban entre sí con nombres impronunciables y solían adorar a dioses de ojos ciegos y aliento de montañas, dioses que eran ajenos a los míos a pesar de que el canto de los pájaros que escuchaban ellos y el que escuchaba yo era exactamente el mismo.
Debo confesar que jamás supe verdaderamente quiénes eran aquellas personas que un día conocí, en medio de un viaje que había emprendido hacia ningún lado, simplemente por la desesperación de querer moverme. Ellos habitaban realmente esta tierra. Ahora creo ya haberlos olvidado y solamente persiste en mí el recuerdo de aquella fogata azul que –decían- hace 547 años que no se apagaba. En ese entonces, yo les creí porque ese fuego, tenía una textura increíble y un color particular, como de un cielo transparente, que invitaba a detenerse de pronto para observarlo largamente hasta perder el instinto de ansiedad que provoca el paso de las horas. Y al cabo de un rato, al final de un tiempo que escapaba a la lógica de los relojes, se comenzaba a sentir de a poco una especie de energía extraña que subía por el pecho, hasta la garganta y era entonces cuando comenzaban, primero uno, y al instante todos, los alaridos.
Eran como animales feroces: perros, lobos, toros, vacas, osos, lo que fuera, no importaba. Cada uno tenía una máscara enorme y orgullosa, hecha por ellos mismos, con leña reciclada y coloreada con tonos de verde o de carmín, que aquellas gentes obtenían mediante el frote insistente y la extracción del jugo de los frutos caídos de los árboles del bosque. La máscara, al parecer, permitía que nos transformásemos en otro ser, otra especie, otra sangre: un nuevo pálpito se apoderaba de ellos. Por eso, a mí me daba miedo al principio ponerme la máscara porque no sabía en qué me convertiría. ¡Era tal el miedo que tenía de mí!, ¿quiénes eran ellos, los otros, todos, los que habitaban en mi mismo cuerpo?, ¿cómo permitirles desperezarse y salir al fin al mundo exterior para guardarlos nuevamente en mí hasta el próximo año o quién sabe si quizás para siempre?. Intuía sin embargo, que las fuerzas extrañas que me habitaban no iban a querer salirse de mí, estaba segura, era claro que se resistirían.
Estos monstruos que todos llevamos dentro, le temen al mundo externo, porque no es el suyo.
Sufrí mucho durante todo aquel rato en el que no sabía si ponerme la máscara o no. Mientras tanto, todos entonaban canciones rítmicas, en una lengua que no entendía. "Anda, niña", me dijo entonces un hombre adulto en castellano, con voz tenebrosa y máscara de águila. "¿Qué esperas?", "tengo miedo", "ya, póntela, pues!", me dio una orden que sentí que debía obedecer, aunque no estuviera segura, y que de todas formas, me ayudó por fin decidirme. Me puse la máscara de oso, que era la que me habían obsequiado y me sentí bien de pronto, limpia, total, sin problema alguno, casi diría, hasta sin preocupaciones. No habíamos bebido nada. El fuego nos alimentaba. Libertad animal y libertad humana eran la misma cosa y nunca lo había sabido hasta ese momento. Bailé sobre el fuego cantando cantos que me surgían de las entrañas del cuerpo, produciendo sonidos guturales y ásperos, hasta grotescos, y daba pasos pequeños, como saltos diminutos que no significaban nada sino una especie de ritual, pero que yo no conocía del todo. Me gustaba bailar oyendo la música lejana que emitían las gentes con sus instrumentos y que no llevaban máscaras porque no las necesitaban. Aquél era un ritmo simple, continuo, repetido, monótono. Y había algo allí, en esa monotonía, que me producía bienestar y un atisbo de belleza. Estaba sola, es decir, no conocía a nadie allí, en esa fiesta, y sospecho ahora que quizás por eso mismo es que me sentí tan bien. Nada malo pasaría, al fin, y no tendría miedo ya de perder a nadie, ni a ellos, ni a mí, porque claro, ¡estábamos tan vivos! "A bailar a bailar que el mundo se va a acabar", susurró alguien.
Luego de una hora de dar vueltas alrededor del fuego azul comencé a tomar una bebida que me ofreció una mujer con máscara de bestia feroz pero que no distinguía de qué animal era. Supuse que la bebida era una especie de vino tinto por el color, pero cuando lo probé me di cuenta de que no, de que era una bebida que nunca había probado, sabrosa sin embargo, y ardiente casi como el fuego que parecía cada vez agrandarse más en su volumen y fuerza a medida que la noche transcurría. "¿Te gusta?", "¿sí, qué es?", "así saldrán toditos tus males", me dijo la mujer, y eso me empezó a producir malestar. ¿Cuáles eran mis males?, ¿cómo saldrían?, ¿en qué orden?, ¿a qué velocidad?. El vino que no era vino empezó a darme un calor insoportable, por lo cual decidí sacarme la máscara un rato para que me entrara mejor el aire fresco de la montaña, pero cuando lo estaba por hacer, una mano misteriosa y fría como la nieve me frenó de pronto "no se puede", dijo tajante, en mi idioma.
¡Cuántas órdenes que dan acá!, pensé. Me dijo eso pero yo decidí sacármela igual puesto que sentía que me iba a ahogar por falta de aire si no lo hacía, es más, “ya me debe haber bajado la presión”, me dije a mí misma, y fue cuando me intenté sacar la máscara por segunda vez, que me di cuenta al fin, de que realmente no podía, pues ya no había máscara que sacar.
Era yo, convertida en oso u osa, totalmente entera, hecha de pelo, pies, cabeza, patas y garras. Era un oso, un oso hecho y derecho como había visto en los documentales de la televisión. Incluso pensaba como oso, miraba el fuego y sentía un hambre voraz, y me balanceé instintivamente sobre un alguien que llevaba puesto un traje de rata para comérmelo.
Este hombre o mujer rata me quitó de encima suyo espantado aunque con cuidado, pegándome en el hocico, lo cual me hizo enojar aún más por motivos que desconozco, y me produjo una sensación de rabia animal que jamás había sentido bajo mi forma humana. Quería morder, desgarrar, matar, tenía el instinto de querer sentir huesos partiéndose en mi mandíbula, sangre corriéndome por la garganta, pelo atorándose en mi estómago, y mis oídos querían oír alaridos, alaridos de dolor tan fuertes que parecían las súplicas más salvajes y más hondas que cualquier ser vivo pudiese emitir. No sentía sino deseos de oso salvaje. Incluso percibía que el fuego me avivaba a cometer todos aquellos crímenes con los que fantaseaba que ya no eran crímenes, sino instinto de oso. O de osa, no estaba segura.
Pasé un tiempo quieta, en mi estado sobrenatural, sintiendo todo aquello y dándome cuenta de que el mundo entero tenía un hedor a muerte. Decidí alejarme del fuego, y recorrer un poco los valles de la noche iluminados por la luna que se alzaba imponente sobre el infinito universal. Solamente recuerdo que el cuerpo me pesaba mucho y que pronto comencé a tener sed. El sonido de la música se iba alejando de a poco, hasta volverse apenas un susurro en medio de un silencio seco y vacío que me produjo escalofríos aterciopelados.
Buscaba entonces ya, cualquier cosa: comida, agua, refugio, compañía. Empecé a sentir malestares físicos, una especie de mareo nuevamente, y tuve miedo de estar volviendo a mi forma humana: no quería. Quería ser oso para siempre, pues la vida de oso se me hacía mucho más simple y completa que la otra, aquélla que tanto me pesaba y que me había provocado el sufrimiento atroz de la incertidumbre.
Caminé mucho rato sin poder saciar ninguna de mis necesidades físicas, hasta que de pronto encontré un oso exactamente igual a mí, que me observaba desde atrás de un árbol con cautela. Me acerqué y abrí la boca para hablarle (pues pensaba que podía hablarle), pero sólo me salió un vómito de sangre y barro que produjo en el otro oso un asco irreversible que expresó empujándome al suelo y pateándome la cara con su pata enorme. Era horrible no poder pedirle disculpas, ni llegar a pedirle que no me pegara. Pero luego sentí que no hubiese querido decirle aquello, sino patearlo yo también. Y vomitarle más sangre y más barro en la cara y morderlo, y morder ¡al fin! sangre y hueso y carne fresca y sentir sus aullidos de dolor que rompieran el silencio atormentado de la noche. Me levanté dispuesta a todo y le di un zarpazo en la garganta. El otro se asustó pero arremetió de nuevo, algo confundido pero con mayor ímpetu que anteriormente. Me mordió la parte izquierda de la cara y yo emití un aullido fatal que me hizo sentir náuseas. Empecé a vomitar sangre y barro de nuevo y el otro oso no hacía sino cargar contra mí. Me eché al suelo dejando caer mi peso sobre el aire, pensando que quizás no debía ser tan malo morir, pues estaba extrañamente aliviada de haber expulsado de mí esos vómitos insoportables que me habían estado oprimiendo el alma durante siglos. No me rendí, sin embargo, en ningún momento. No recuerdo cómo me levanté de nuevo pero lo hice y arremetí por última vez con el otro oso, que al igual que yo estaba también muy lastimado y le faltaba el ojo derecho. No me percaté del todo de sus gritos hasta que vi que le faltaba un ojo. Entonces lo oí por primera vez. Estaba muerto de dolor y en un estado de confusión. Y sentí rabia, bronca, pena por él, por aquella debilidad tan torpe y evidente, por haberse dejado sacar un ojo, ¡un ojo!, por haberse dejado morder y pegar por mí, ¡por mí! que no era más que un oso arrepentido de haber sido humana alguna vez. Lo odié con el alma y con el cuerpo todo: sentí ira en partes de mí que no sabía que existían solamente para alojar esa ira. Arremetí nuevamente contra él, yendo directamente a destrozarle el cuello, y a pesar de que con el ojo que le quedaba hubo un instante de súplica, hice caso omiso a aquél pedido y lo mordí con toda la fuerza que podía y sacudí su cuello con odio y estrangulé su garganta con mis enormes colmillos, haciéndolo llorar y salpicar sangre por todos lados, y más gritaba él y más lo odiaba yo y más lo apretaba y más lo sacudía y en ningún momento me eché para atrás ni me arrepentí, y me quedé así, con su cuello entre mis fauces hasta que supe que había muerto. Lo solté con una ternura sádica, la única ternura que somos capaces de experimentar los infelices y dejé su cuerpo liviano caer como una hoja seca, sobre la tierra aún entumecida de su sangre roja. Sentí entonces, una paz extraña y una sensación de calma y tibieza en todo el cuerpo. Me quedé junto al cadáver durante un largo tiempo, observándolo y envidié su entera forma de yacer frente a un mundo que ya le era ajeno. Me quedé largo rato caminando por el valle sintiendo un brote de melancolía que no me dejaba tranquila y que pronto comenzó a perturbarme. Tuve miedo y deseos de morir allí, antes de que amaneciera, faltaba poco. No sé cómo ni en qué momento, pero me quedé dormida sobre el pasto húmedo a mitad de camino, mientras un aroma a lilas que traía un frescor matinal desde lejos, me iba produciendo una sensación de sopor y tranquilidad. Cuando desperté había vuelto de nuevo a mi forma humana (me había dormido como oso), el pelo sucio y enmarañado, rastros de sangre entre mis dedos y la ropa igualmente húmeda y estropeada, con manchas de barro.
Divisé un sol alto, imponente, erigido sobre el cielo como un Dios que me contemplaba, y tan alto y seguro lo vi allí y era tanta la luz que transmitía y el brillo que emanaba que sentí una profunda emoción y empecé a rezarle. Jamás me había doblegado frente a nada ni a nadie de la manera en que lo hice aquella mañana, en la que le rezaba al sol como una niña frente a la inmensidad del mundo. Necesitaba calor, cobijo, protección, paz, seguridad de algo. Saber que aquello había y no había pasado. Entender que de nuevo era yo, Daniela, que no era una asesina, que pronto volvería a mi vida normal de estudiante y trabajadora, que aquello había sido solamente una alucinación casual, que jamás volvería a sentirme un oso. Pero en el fondo, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que no fuera así. Deseaba saber que me había desatado, que había dejado salir por fin, ese monstruo terrible que me habitaba desde niña, y que no me dejaba dormir por las noches. Miré el cielo y el sol parecía ser el único ser que me observaba realmente y que conocía lo que me había sucedido la noche anterior. Creo que así rezando me volví a quedar dormida, y cuando desperté nuevamente, ya de tarde, caminé con desesperación hacia la fogata donde había comenzado todo. Entré en pánico al recordar los detalles del episodio de mi pelea con el otro oso y tuve terror de haber cometido un crimen de verdad, pues hasta ese momento todos aquellos sucesos se me habían figurado en la mente de forma confusa y lejana, como sueños fantasmagóricos. Llegué hasta la fogata y vi el eterno fuego azul, inmaculado y ajeno a todo el desastre. Pero alrededor no había nadie, absolutamente nadie. Ni nada. Una ropa por allá, botellas casi vacías, restos de ceniza, papelillos de colores, viento, nada, soledad, nada, pájaros a lo lejos. Silencio. Cerré los ojos cuando el sol ya comenzaba a teñir de rosa el cielo, que dibujaba un contorno extraño pero hermoso con las montañas de la cordillera. Sentí frío y sed. Caí desvanecida sobre el prado.
Cuando desperté por tercera vez ya de noche, me encontraba en una casa con una mujer y un hombre que me miraban seriamente y a quienes yo no conocía. Me habían puesto una venda en el cuello y quise preguntarles qué estaba pasando pero me di cuenta de que no podía hablar ni mover las cuerdas vocales sin desgarrarme del dolor. Nunca olvidaré esos dos rostros, esos dos rostros que hoy recuerdo apenas, pero que me salvaron del abismo de mí misma. Recuerdo esos dos rostros como dos soles alejándose de a poco hacia atrás de la cordillera. Los cuatro ojos penetrándome el alma, diciéndome nada, mirándome solamente. Esa mirada fatal me destruyó y me salvó al mismo tiempo. Esas miradas ahora me recuerdan al sol, al que ahora le rezo todas las mañanas y a quien le agradezco haber salido viva de aquella fiesta y haberme salvado, de haber iluminado aquella tarde, en que hubo de alumbrar la tierra infernal donde los seres se transforman y se mueren y se matan y se muerden y se viven y se desparraman frente al fuego a contarse historias de amores lejanos. Los cuatros ojos me miraron durante horas y supe que era de noche porque la ventana estaba abierta y allá afuera todo era oscuro. Todo era oscuro, tan oscuro como el oso que habita en mí y que ahora dejo salir de vez en cuando, apenas, un rato, al sol, pues le encanta tirarse al sol, sentir que le brillan los dientes.
Autora: Daniela Rey
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