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Una confesión


“No le voy a mentir, esta es mi primera vez. No me avergüenza admitirlo, pero nunca lo había hecho antes. Usted comprenderá, uno nunca termina de saber por dónde empezar, si lo está haciendo correctamente o si algo está fallando. En fin, ambos sabemos que no es necesario seguir con rigurosidad todos los pasos como lo exige el protocolo, que, desde luego, ignoro por completo. Además, es indudable que usted no se muestra muy proclive a darme indicaciones. Bueno, sus razones tendrá. Quizás pretende que todo se dé del modo más natural posible.

Confío en que usted podrá ser comprensivo, padre. Pero en el fondo sé que le sorprende que un hombre de ya veintidós años, bautizado de pequeño en la Santa Iglesia Católica, criado en una familia de esa misma religión, nunca antes se haya confesado.

Se preguntará qué es lo que me movilizó a hacerlo. Ciertamente, no fue el amor a la verdad, o, mejor dicho, la voluntad de que mi pecado salga a la luz, ya que, en primer lugar, usted lo conoce a la perfección, y, por otro lado, esa tarea sin duda será cumplida por los medios de comunicación mañana a primera hora. Qué más da, así son ellos. Además, ser motivado por amor a la verdad me parece ridículo, ¿No cree usted lo mismo? Yo soy de los que creen (debe haber quienes crean esto) que a todos los humanos, en temprana edad, la verdad nos fue revelada, y es probable que ésta sea toda la verdad que, a lo largo de nuestra vida, nos será concedida. Pero, imagine cuán insignificante nos pareció, cuán mediocre, ¡Qué decidimos olvidarla! Desde luego, es probable que haya encendido una chispa en cada uno, que nos enseñó a dar nombre a las cosas, una intuición, quizá un tanto grotezca, del tiempo y el espacio, la recta, el plano, ¡El glorioso punto! Sin embargo mire, ya no podemos discernir entre ella y la falsedad, entre ella y la realidad, entre ella y nada. Es gracioso pensar que hay quienes creen que a través de la lectura y el estudio podrán llegar a captar más de ella. ¡Insensatos! ¡Cómo si por medio de intrincados razonamientos, de articular palabras que no son más que charlatanería, pudiesen llegar a algo! Además, ¿Qué clase de pensamiento, sin duda erróneo, les hizo suponer, que a través del pensamiento, se les revelaría la verdad? Quizás la creencia que profesa esta especie de secta no sea que por medio de la lectura y el razonar obtendrán la tan ansiada revelación (¿Revelación de qué?), sino que su Dios (o sus dioses, o lo que sea) tiene especial predilección, a la hora de determinar a sus elegidos, por los eruditos y los estudiosos. Esto último no dejaría de ser irrisorio, pero sin duda sería menos supersticioso.

Se me objetará que yo hablo sólo por hablar, pues no soy precisamente lo que se suele decir un ávido lector. Me consta que usted sí, que siempre lo ha sido. Incluso de textos profanos. Sin embargo, estoy convencido de que no es parte de esa secta. No, usted no es ningún estúpido. Usted sabe, como yo, que el único modo de contemplar la verdad es por una epifanía, por una manifestación divina, y que eso está fuera de nuestro alcance. Lo que lo moviliza a seguir en la lectura es la esperanza. Sí, es eso. Pero no la bella esperanza, sino esa esperanza pálida, inerte, que comúnmente es llamada resignación. Esa que motiva a los individuos más mediocres a seguir su vida. Ellos saben que nunca encontrarán lo que buscan y sin embargo siguen ahí, viviendo, vegetando. Quizás ni siquiera saben qué buscan y esa esperanza, cargada de hastío, los sostiene y hace que no se escapen de su cuerpo. Y todo esto, ¿Para qué? Hablo muy en seri... ¿Para qué? Uno existe sabiendo que lo hace. Uno existe en vano. Uno sabe que existe en vano. Y, de nuevo, uno existe. Todo esto de modo suave… Y cruel

De esta manera, los lectores (como usted), resignados, insisten en la lectura, como los enamorados en el amor, como los infelices en la búsqueda de la felicidad, los existentes en la existencia, sabiéndose vacíos y movilizados hasta su patética extinción por una inercia que, desgastada, se hace más fuerte que la conciencia. Olvídelo, estoy divagando, además, no sé cuando esto pasó de ser una confesión a un juicio a su persona. La libertad de expresión que su silencio me concede, como toda libertad, no hace más que confundirme.

El tiempo no nos sobra y sigo sin saber por dónde empezar. Lo cierto es que, hasta ahora, no confesé nada. Tampoco dije que fue lo que me motivó a confesarme. Obviamente, fue la curiosidad, el querer saber qué se siente, pero esto es muy diferente a un soliloquio que uno puede dar tranquilo en su casa, frente a un espejo, sin un interlocutor.

No voy a enumerar todos mis pecados ¿Hace falta que le diga que de pequeño torture palomas inocentes, que le contesté a mi madre, que he tenido relaciones carnales, cuando el más reciente es objetivamente el peor de todos? ¿Hace falta que mi boca le susurre al oído el infame hecho de que abrí una herida mortal en un pobre hombre, y que, para colmo, no lo disfruté, haciendo que su muerte sea en vano? Al fin y al cabo, no busco el perdón de nadie más que el de usted. Por eso su silencio sepulcral me inquieta, y, sobre todo, me duele saber que, por mi culpa, será eterno.

Así hablaba un hombre ensimismado al cadáver del cura de la Parroquia Sagrada Familia, rodeado de policías, que, admirados y hasta conmovidos por su discurso, se detuvieron a escucharlo.

 

Autor: Ian Bounos

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