El enviado de Cotard
Desperté esa madrugada como nunca antes, después de la agitación de un extraño sueño (¿o pesadilla?), y supe que estaba muerto.
Me puse nervioso… en qué medida podría ser cierto aquello si yo estaba allí, tan vivo como cualquier otro, sentado sobre las sábanas revueltas de la cama junto a mi esposa, quien dormía profundamente. Mas me empecé a preocupar notando que no obstante a encontrarme en suma estresado por tal revelación, mi corazón no latía con pálpito como normalmente suele ocurrir. Me llevé la mano al pecho y descubrí con asombro que mi músculo cardíaco estaba inmóvil… ni siquiera se le adivinaba alguna débil pulsación. Cerré el puño y me di dos golpes con fuerza, que sonaron como un tambor encima de la tetilla izquierda, pero fue en vano: lo único que conseguí fue despertar a mi mujer. Ella se estiró como una felina entre las sábanas y quiso echarse encima de mí para besarme, sin embargo, la aparté con cierta aspereza, temiendo que notara el horroroso suceso. La vi fruncir el ceño y sin decir nada virarse para el lado contrario con intención de seguir durmiendo, mientras yo quedaba sumido en un mar de desesperación. ‘’ Tranquilo, tranquilo…’’, me dije tratando de calmarme. Empecé a sudar frío y noté cómo poco a poco mis uñas se iban tornando negruzcas y mi piel se ponía pálida como la tela de un lienzo. En un intento por ignorar todo cuanto acontecía me puse a silbar compulsivamente, y otra vez mi esposa, quien casi volvía a caer en los brazos de Morfeo, se despertó. Ella miró de reojo el reloj digital que había encima de la mesita de noche, vio que eran las seis en punto y me dijo con cierta irritación:
— ¿Qué demonios te sucede esta mañana?
Traté de dar una explicación, pero tenía la lengua seca y pegada al paladar, por lo que al despegar los labios e intentar articular palabra en mi boca se dibujó una mueca. Ella lanzó un hondo suspiro como diciendo: ‘’ mejor no hacer caso’’ y levantándose desapareció por la puerta que daba al baño. Reapareció media hora después envuelta en toallas; entrando en la habitación se dirigió al armario sin siquiera reparar en mí y se puso a escoger la vestimenta para esa jornada laboral. Me tiré de la cama un tanto desconcertado y siguiendo sus huellas me adentré en el pequeño cuarto de baño, cerrando la puerta con seguro por dentro. Estaba convencido de que luego de una buena ducha y una buena afeitada todos mis temores se irían por el caño junto al agua sucia.
Demoré más de lo acostumbrado bajo la ducha y cuando finalmente salí enfundado en el batón me sentí un hombre nuevo, renacido. Rebusqué en la cajita de madera que había encima del lavamanos hasta dar con la crema para afeitar y la navaja. Me coloqué ante el espejo, pero la imagen que este me devolvió fue suficiente para desmoronar mi falsa sensación de paz como castillo de naipes, al observar en mi rostro la clara imagen de una carabela: la faz consumida, los ojos hundidos en sus cuencas y los labios en surco. Me dije que debía ser más fuerte que todo aquello y proseguí mi labor haciendo de cuenta que nada sucedía. Embadurné la barbilla con la crema afeitadora y comencé a rasurarme; aquella hoja era de buena calidad, recién adquirida y con un inusitado filo. Al terminar enjuagué con el agua corriente del grifo y agarré la toalla para secarme. Cuando miré de nuevo al espejo me di cuenta de que me había cortado, pues una profunda cicatriz recorría el lado derecho de mi cara, sin embargo, esta no destilaba sangre sino un líquido transparente, y tampoco me dolía… ¡estaba perdiendo la sensibilidad! Retorné al cuarto y sentado sobre la cama, examiné la hora en el reloj: eran las siete y treinta y cinco. Intenté contar el tiempo que llevaba envuelto en aquella engorrosa situación, pero no di con el dato exacto debido a que no sabía si desde el día anterior que me acosté ya había comenzado a morir o si el proceso inició una vez que me desperté luego del raro sueño (¿o pesadilla?) que no lograba recordar.
Mi esposa estaba hacía rato en el trabajo y no regresaría hasta la tarde noche, sobre las cinco o las seis.
No sé cuánto tiempo estuve allí, sentado sin moverme con la ¿respiración? detenida, sintiendo el casi imperceptible pero latente hedor pútrido de mi carne en descomposición. En mi mente ya no cabía la menor duda, todos los hechos desembocaban en el mar de una sola conclusión: ¡estaba muerto! …pero aun así quise jugar una última baraja para convencerme a cien por ciento de mi defunción: en el último momento se me ocurrió la idea de ‘’estar’’ con mi mujer (nuevamente, después de tanto tiempo) aunque de sobra conocía que ni deseo ni lujuria me provocaban sus carnes, pues nuestro matrimonio se encontraba atravesando por una de sus peores crisis… quizás la definitiva. Esperé pacientemente sin preocuparme del correr de las horas, con los ojos clavados en el picaporte de la puerta, y cuando finalmente lo vi deslizarse hacia abajo con un leve ‘’ trac’’ de la cerradura, ella apareció por el umbral. Tras arrojar la cartera sobre la cómoda se sentó a mi lado, sin reparar en mi presencia, quitándose los zapatos…en ese instante aproveché para llevar a cabo mi plan. Me le acerqué con cuidado y tomándola por sorpresa empecé a masajearle el cuello suavemente. Mi esposa sonrió sorprendida, me besó en la mejilla y se acomodó mejor para que continuara, quitándose la blusa. Al saberla relajada me aproximé un poco más y besé sus hombros; ella se dejó, entonces apresándola con fuerza contra mí la despojé del ajustador y comencé a manosear sus pechos. Esto al parecer encendió el fuego de la lujuria en ella y volteándose seductora me empujó suave, tendiéndome de espaldas sobre el lecho hasta haciéndome quedar completamente a su merced. Se quitó la falda y subiéndome el batón, en ropa interior, se puso a juguetear con su sexo frotándolo sobre el mío, inclinándose sobre mi cuerpo. La muy puta realmente disfrutaba del juego, se le notaba en la cara de ninfa sonriente y pérfida…por eso fue muy extraño que de repente se detuviera en su lascivo mover de caderas y se quedara mirándome con fijeza, taladrándome de a lleno con sus pupilas. Ella había descubierto todo: ya sabía que mi corazón no latía, había visto la palidez de mi piel y el color negro de mis uñas, y sus fosas nasales se dilataban asqueadas olfateando el repulsivo olor de mis carnes descompuestas… ¡ella lo había descubierto todo, y conocía mi secreto!
No podía permitir que lo contara a nadie… ¡no!
Incorporándome con rapidez la agarré por el cuello y comencé a estrangularla. Ella se adhirió a mis muñecas despedazándome con sus largas uñas, en un último y desesperado acto, pero fue en vano, pues no pudo evitar que cerrara más la presión sobre el cuello hasta que sus ojos quedaron desorbitados, con la mirada vagando sin rumbo por la habitación.
Ahora éramos dos los muertos.
Autora: Gretchen Kerr