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En el nombre del padre


La primera noche que Felipe Carmona intentó hacer el amor con una mujer, estaba tan nervioso que interrumpió la escena antes de que ella abriera los ojos, se vistió y bajó la escalera saltando los peldaños de dos en dos. Cuando llegó a la calle, soltó un suspiro de alivio, montó sobre su bicicleta, como lo había hecho sobre la bella fémina minutos antes, comenzó a pedalear con brío sin reparar en que iba en dirección contraria y se estampó contra un coche que venía de frente. Mil fotogramas de su vida pasaron por delante de sus ojos antes de morir, el último le explotó un bufido en el cerebro. Había olvidado quitarse el preservativo.

Felipe Carmona era un hombre de reputación severa. Educado en los Salesianos de Estrecho, había crecido bajo las órdenes de su madre en un barrio noble del norte de Madrid. Salía a correr cada mañana, desayunaba cereales con leche y después de la ducha, se estrangulaba en corbata para ir a vender seguros de vida por todos los tanatorios de la ciudad. Podía manejarse con soltura en cualquier ámbito, excepto en aquellos en los que se imponía la presencia femenina. Las mujeres le aterraban. No era odio lo que sentía hacia el sexo opuesto, era pánico, un terror incontrolable que le hacía olvidar hasta su propio idioma cuando se encontraba frente a ellas.

La policía telefoneó a la madre de Felipe Carmona para comunicarle la muerte de su hijo. La señora Carmona recibió la noticia como un puñetazo en los dientes. Perdió el equilibrio. Se deslizó de espaldas por la pared hasta caer al suelo. El aparato se le escurrió de la mano y rodó por la alfombra emitiendo el sonido de una voz hermética. Cuando recobró el conocimiento, se apresuró a la morgue para identificar el cadáver. Le fue difícil reconocer los restos del cuerpo de su hijo, pero salió de dudas cuando le entregaron, en pequeñas bolsas, sus objetos personales: Una medalla de oro con el Jesús de Medinaceli, un carnet de abonado al Santiago Bernabeu, unas gafas transparentes sin graduar y el reloj de oro con sus iniciales que la empresa le había regalado después de veinticinco años de fidelidad. Lo que descolocó a la señora Carmona, fue encontrar en una bolsita aparte, un preservativo usado pero vacío. Aquel objeto no podía pertenecer a su hijo, estaba claro.

La señora Carmona había enviudado pocos meses después del nacimiento de Felipe. Su marido, Vicente Carmona, fue víctima de una muerte accidental por asfixia autoinflingida con el fin de aumentar su estimulación sexual durante una masturbación. Hubo quien culpó a la señora Carmona del deceso, pues fue ella, con su retoño entre los brazos, quien sorprendió al bueno de Vicente con una soga al cuello, colgando del armario mientras acariciaba su promesa de no más descendencia. Tras la muerte de su marido, la señora Carmona heredó la empresa de cosméticos que él dirigía y la explotó hasta hacer fortuna. Dedicó el resto de su vida a darle una educación a su hijo basada en el honor y en la castidad.

No satisfecha con el resultado de la autopsia, la señora Carmona contrató un detective para que llevara a cabo la investigación del accidente. No le fue difícil al detective Ferrero, localizar a la muchacha con la que Felipe había compartido preservativo, pues en el teléfono móvil de éste, no había muchos más contactos femeninos, aunque también eran escasos y fríos los mensajes que encontró dirigidos a ella. Se trataba de una de las empleadas de la empresa de cosméticos. Sin perder un instante, Ferrero se puso en contacto con la joven para acordar una entrevista. Horas más tarde, se verían en el apartamento testigo de las torpezas de Felipe.

La señora Carmona nunca aprobó las extravagantes prácticas sexuales de su marido. La idea de que Felipe pudiera heredar tan sórdidos hábitos, la obsesionaba. La última imagen que presenció de Vicente, había hecho una asociación férrea en su cerebro del sexo con la muerte. Felipe no podía seguir los pasos de su padre, ese era su empeño, sin embargo, acababa de perderlo en circunstancias semejantes. ¿En qué he fallado? Se preguntaba una y otra vez acariciando el profiláctico entre los dedos.

Fue duro para Ferrero interrogar a la muchacha de la tienda de cosméticos sobre el siniestro. Ella, sin embargo, se mostraba tranquila ante los disparos del detective y respondía con asombrosa firmeza.

―¿Dónde lo conoció?

― Pues dónde lo voy a conocer, en la tienda.

―¿Llevaban tiempo viéndose?

―Todo el que dura mi contrato hasta ahora.

―¿Era la primera vez que salían juntos?

―Sí.

―¿Y qué le llevó a quedar con Felipe Carmona?

―Me lo propuso él. Me dijo que hablaría mal de mí a su madre si no lo hacía y me amenazó con el despido.

―¿Vinieron directamente aquí?

―Sí, claro, él lo decidió así.

―¿Qué llevaba puesto?

―¿Quién? ¿Él?

―No, usted.

―¿Pero usted es tonto o qué? ¿Pues qué voy a llevar?

―No sé, podría haberse vestido usted para la ocasión.

―No, no. Todo lo contrario. Lo que él quería era verme desnuda.

La señora Carmona le había advertido a Felipe que las mujeres eran hijas del diablo, que sus cuerpos estaban envenenados y que tocarlas era un pecado cuyo castigo le llevaría al mismo infierno al que fue su padre. Cada domingo iban juntos a misa y el cura le confirmaba los peligros que encerraba la piel femenina. Y aunque Felipe era obediente y creía a piés juntillas todo lo que su madre y el cura le decían, siempre le abrasó la duda. La primera vez que vio a la empleada de la tienda de cosméticos sintió terror, pero poco a poco le fue envolviendo el morbo de acercarse a ella, ese deseo miedoso que a veces produce lo prohibido.

Hacía algunos meses que la muchacha de la tienda de cosméticos había aterrizado en Madrid tras vivir su infancia y adolescencia en un pueblo de Burgos. Pocas veces pasaba Felipe por la tienda, pero su presencia la cohibía. Desde pequeña había aprendido que la imagen del hombre imponía obediencia y respeto. Felipe se comportaba con ella con condescendencia, siempre con la amabilidad y la gentileza que merecían las empleadas de su madre.

No hubo varón que sustituyera al marido de la señora Carmona. Ya tenía ella bastante con su hijo y sus negocios. Además formaba parte de una comunidad cristiana y debía ocuparse de organizar las cenas con el dinero recaudado de todos los hijos de Dios. A la señora Carmona no le quedaba tiempo para asuntos amorosos. Su cuerpo y su alma se dividían a partes iguales entre Felipe y el Señor.

Felipe Carmona siempre había adorado a su madre y nunca había dudado de sus sabios consejos, pero algún demonio le había poseído, pues por más esfuerzos que hacía, cada vez le resutaba más difícil impedir el deseo de contemplar el cuerpo desnudo de la muchacha de la tienda de cosméticos. Una tarde, inventando cualquier excusa y arriesgando a ser contagiado por algún veneno, la sedujo para que le invitara a su apartamento. Ella aceptó sin recelo por miedo a perder su puesto de trabajo.

El detective Ferrero dejó de andarse con rodeos y le pidió a la muchacha que le contara todo lo sucedido aquella tarde. Del relato de la empleada, no sacó más conclusiones que las aparentes. Felipe había sometido su poder sobre la muchacha y muerto de miedo había salido huyendo olvidando quitarse el preservativo. No sólo ella, también los vecinos le habían escuchado gritar repetidas veces antes de salir del portal: “¡Mamá, tenías razón, ellas pertenecen al diablo, están envenenadas, solo tu boca y tus manos me acarician con pureza!”.

 

Autora: Sylvia Ortega

es de Madrid pero actualmente reside en Toulouse donde dirige la escuela de creación en español L'écrivaine de eñes. Coedita la revista cultural trilingüe Triadæ Magazine. Algunos de sus relatos están publicados en diversas revistas españolas como Al Otro Lado del Espejo, Cuaderno de Creación, Revista Excodra, Revista Narrativas, Revista Ecléptica y francesas como Horizons maghrébins (Universidad Jean Jaurès de Toulouse), Disparates Revista, publicación bilingüe que se edita en Toulouse y El Café Latino, revista editada en París. Ha participado en las antologías La Zona Muerta, de la Editorial Excodra Ediciones y She Was So Bad de la Editorial Aloha. Ha publicado su primer libro de relatos La Mujer del Callejón con Canalla Ediciones, S.L. Ha antologado Detrás de una gran mujer hay otra gran mujer.

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