Mozart en la pared
A Robert Giroux
“Cuando Mathías arrendó el apartamento en Manhattan, nada hacía suponer que estaba poniéndose en contacto con una experiencia que alteraría su existencia, tanto como si un gigante lo hubiera empujado fuera de un camino; del camino de su vida, de su destino”. Esas eran las palabras con las que hubiera querido comenzar esa nueva etapa de su biografía, si alguien algún día decidía tomarse el trabajo de escribirla; y si él, claro, se hubiera también avocado al trabajo de convertirse en alguien que lo mereciera. Mathías tenía treinta y cuatro años y todavía seguía pensando que la fama era parte de su destino como escritor. Por eso llegó a Nueva York. Por eso dejó atrás Miami. Para él Manhattan no era un lugar, era una metáfora; su profesión también. Entre él y su nombre impreso en un libro había una identidad que solo se alimentaba de algo que flotaba en lugares como Nueva York. El apartamento que había alquilado en la East 79th Street, era un rectángulo exacto: de un lado la puerta, del otro un ventanal que daba a un generoso y centenario roble, cuyas ramas alcanzaban el quinto piso—que era precisamente el suyo, el de su nuevo hogar—. Del lado derecho de aquel rectángulo había una pared, sin más; y del izquierdo, dos puertas: la de la recámara y la de la pequeña cocina. Esa fue la visión que tuvo el día que llegó. Puso las maletas en el piso y se acercó al ventanal. Corrió la puerta de vidrio y salió al balcón. El roble lo recibió con el susurro lacónico de sus hojas. Corría una suave brisa proveniente del lado de Madison, o quizás de un poco más allá, del Central Park. Aquel viento suave traía el aroma incierto de los árboles de magnolia grandiflora. Miró hacia abajo. Primero hasta la acera; y se entretuvo con los cráneos de la gente y los techos amarillos de los taxis que pasaban. Después, estirando el cuello, fijó la vista en el balcón del piso de abajo. Había dos sillas plásticas desteñidas por el sol, unas plantas grises y una soga en la que colgaba ropa de mujer. Levantó la vista y la dirigió hacia el frente, pero el ramaje de la copa del roble le impedía ver más allá. Apenas se distinguían partes del edificio gris del otro lado de la calle. Volvió a entrar empujado por el frío. Se había olvidado que Manhattan no era La Florida. Cerró la puerta de vidrio y se fue a la cocina a calentarse con un café.
A los días llegaron los muebles, que no eran muchos pero sí imprescindibles para sentirse, de alguna manera, “en casa”: una mesa ovalada de caoba, cuatro sillas haciendo juego, una librera, la pantalla plana y el equipo de reproducción audiovisual. También le habían traído el sofá italiano de cuero negro,—su pieza más preciada—, y la cama. Así Mathías pudo dejar esa noche el incómodo sleeping bag y explayarse entre sus queridas almohadas de plumas, que lo recibieron con un sueño alegre; alegre y musical. Al despertar todavía le sonaba en los oídos el allegretto de la Marcha Turca de Mozart, ejecutada con un notable virtuosismo. Era raro, ya estaba totalmente despabilado y sin embargo la música seguía en el ambiente. Sonrió. No era la primera vez que un sonido entraba en su sueño y lo terminaba despertando. Miró hacia la pared de donde provenía la música ; “tengo que conocer a los vecinos”, pensó.
Ya más habituado a la Gran Manzana, Mathías se dedicó a asistir a los teatros y los clubs de jazz. En realidad no le interesaba ni el teatro ni el jazz, pero sabía que era otra forma más de adaptarse a un medio que sentía muy ajeno y diferente a él.
Una noche llevó a su apartamento a una mujer que había conocido en uno de esos clubs, el famoso Minton's. Mathías estaba mostrándole el rectángulo donde vivía, cuando las notas del piano del vecino volvieron a llegar a través de la pared.
—Mozart de Nuevo.— le comentó a su amiga. —Éste vecino toca a cualquier hora, pero me agrada—. La mujer, que también era pianista, le comentó algo sobre la sonoridad de las notas. Pero Mathías estaba más interesado en ella que en el vecino. Así que la noche terminó conduciéndolos a otro tema y a otro ritmo, también “clásico” por las circunstancias, y en un movimiento que se asemejó bastante al allegretto, y cuyo final, para satisfacción de ambos, se ejecutó a toda orquesta.
Un sábado, Mathías se levantó más temprano que de costumbre. Había decidido comenzar a correr para recuperar su estado físico. Marcela, así se llamaba su nueva amiga, le había señalado algo sobre la indefinición de sus abdominales que lo había dejado inquieto. Transformado en un atleta, condición definida solo por su indumentaria deportiva, salió al pasillo. Al pasar delante de la puerta del vecino se detuvo. Sentía que era una buena ocasión para presentarse. Presionó el timbre y esperó. No podía dejar pasar más tiempo sin saludar a su vecino; el no hacerlo era una falta de educación, y una imprudencia. “Como dicen los chinos: es mejor llevarse bien con los vecinos que con los parientes”, pensó en tono de broma. El timbre sonó extraño, como haciendo un eco circular, burlón. Mathías insistió una vez más, pero pasados un par de minutos se convenció de que no había nadie en casa y se marchó.
Cuando después de una hora regresó al edificio y subió a su piso, se detuvo otra vez delante del apartamento vecino. Ahora, antes de llamar, acercó su oído a la puerta con sigilo. Nada se percibía. Nada demostraba que hubiera alguien del otro lado de su silencio; a lo sumo, otro silencio escuchándolo a él. No perdió más tiempo allí; entró a su apartamento y se metió en la ducha. Mientras se bañaba, comenzó a escuchar otro tema de Mozart. Lo conocía: era el andante del concierto para piano número 21; y entonces acompañó su ritual matutino canturreando las notas del piano, que se mezclaban cantarinas con el sonido del agua.
Ya cambiado, con un sándwich y una taza de café, se dedicó a leer el periódico en su Mac. La música había cesado. Tal vez, ahora sí, era el momento de presentarse. Terminó de desayunar; se metió el faldón de la camisa dentro del pantalón y salió. No había escuchado ni pasos ni ascensores. El timbre sonó otra vez de manera extraña en el interior del apartamento vecino. La música que había oído, hacía evidente que alguien se encontraba allí; no cabían dudas. Pero la persona no le abría. Llamó a la puerta dando golpecitos con los nudillos, y tampoco de esta manera hubo respuesta. Mathías elucubró, no sin razón, de que seguramente se trataba de gente un poco huraña. “Otra vez olvidé que estoy en Nueva York” se dijo; y esto suponía que la ciudad más cosmopolita del mundo, también tenía el raro privilegio de contar con los seres más variados y complejos del mundo. “Es un músico, así son ellos”, pensó, y recordó que Marcela tampoco era una persona del todo convencional. Volvió más tranquilo a su apartamento. Por lo menos lo había intentado. El resto de esa mañana se refugió en la lectura. Billar a las 9.30, de Henrich Böll, se ocupó de sacarlo de la realidad. A la hora del almuerzo volvió de ese viaje a Colonia y el drama de tres generaciones de arquitectos construyendo y destruyendo la historia de Alemania. Mientras preparaba unos espaguetis, la música surgió de nuevo. El vecino era, evidentemente, un enamorado de Mozart. Por suerte, Mathías también. No se imaginaba qué hubiera sido de él, si los gustos musicales de aquel pianista misántropo, estuvieran más inclinados hacia Schoemberg o Alban Berg. Posiblemente a Mathías se le hubieran atragantado los espaguetis; pero con Mozart, igual que con el chianti que tenía en su copa, todo fluía; hasta la tristeza; porque luego llegaron días grises en los que el vecino hizo coincidir, curiosamente, la pieza que interpretaba con el propio estado de ánimo de Mathías. Aunque ese sábado no era exactamente tristeza lo que sentía. Más bien era una especie de molicie que lo hacía desatender detalles rutinarios, como arreglar la cama, lavar la vajilla o recoger la ropa. Mathías se había tirado en el sofá de cuero con el libro de Böll cuando otra vez sonó Mozart. Dejó el libro y se paró frente a la pared. Intentó imaginar en qué sector exacto del otro lado estaba ubicado el piano aquel. Ladeo la cabeza hacia la izquierda, estiró el cuello y empezó a caminar rozando apenas la pared con su oreja. Parecía un caballo rascándose contra una cerca. Se dejaba llevar por las notas de la Fuga en C menor para dos pianos, “¿para dos pianos?”, y siguió moviéndose en una peculiar danza de detección; aguzando sus oídos contra la pared. Miró distraído hacia afuera: seguramente el viejo y estoico roble no entendía a ese ser humano desperdiciando de manera absurda el milagro del movimiento. Mathías recorrió así todo el largo del muro, pero no pudo localizar el origen de la melodía. Era como si la pared fuera un enorme baffle. De alguna manera ella absorbía el sonido desde un punto al otro lado y lo proyectaba hacia su apartamento, distribuyéndolo a lo ancho de la medianera; por eso la música se escuchaba de manera pareja en toda su superficie. Lo llamativo era que sonaban perfectamente los dos pianos de la sonata...
Una noche Marcela lo despertó sacudiéndole el hombro.
—¡Mathías, despertate!
—¿Qué sucede?— le dijo él, todavía dormido.
—El tipo de al lado, Mathías...
—¿Qué pasa con el enamorado de Mozart?
—Son las tres de la madrugada de un martes y está a todo pedal— Era cierto, sonaba la dulce tristeza de la Fantasía en D menor, pero era como si le hubiera conectado al piano un micrófono con un potente amplificador. Mathías se levantó y salió al pasillo. Al cerrar la puerta trás de sí, la música se detuvo. Se rascó la cabeza, bostezó, y decidió que quería seguir durmiendo en paz. En la mañana hablaría con el tipo. De regreso, al abrir la puerta de su apartamento, se encontró con la cara de disgusto de Marcela y la música sonando a sus espaldas.
—¿Y, que pasó?— le dijo su novia al borde de la histeria.
—Vení— le respondió Mathías atrayéndola hacia el pasillo y cerrando la puerta. Ahora no se escuchaba nada,--- ¿Ves?—Era cierto, apenas se sentía el suave sonido el viento del Este allá afuera, moviendo las hojas del roble.
Marcela y Matías se miraron. Ella volvió a abrir la puerta por un segundo y luego la cerró. Mozart tocó tres notas y se volvió a callar.
—¿Llamamos a la policía?— le preguntó Marcela a Mathías, asustada.
—No, primero veamos si al lado nos dan explicaciones—se acercaron a la puerta contigua y tocaron el timbre. Esta vez, oyeron unos sonidos quedos y unas llaves que giraban del otro lado. Marcela apretó la mano de Mathías. Éll la miró con seriedad. La puerta se abrió y la cara de un hombre mayor, cercano a los setenta u ochenta años, los saludó. Tenía puestos sobre las orejas, un par de “ear muffs”, pero no para escuchar; eran de esos más prominentes que utilizan los guideman o wing walkers en las pistas de los aeropuertos. Al anciano solo le hacían falta unas paletas fluorescentes para ayudarlos a ubicarlos en su hall.
—¿Ustedes son los de al lado, verdad?, ¿los nuevos?— Mathías echó un vistazo de soslayo por arriba del hombro del pianista, pero no vio ningún piano; a menos que lo tuviera en la alcoba. El vecino los hizo pasar y los invitó a sentarse en la sala. El apartamento era muy agradable; estaba ambientado con una mezcla de minimalismo de los sesenta, con paredes forradas de fotos viejas en blanco y negro. Dos de ellas le llamaron poderosamente la atención a Mathías. En una se veía al vecino, con aspecto jóven, a la par de Jack Kerouac, con una dedicatoria de éste. El paisaje hacía recordar Big Sur. La otra foto era de un grupo donde también se veía al vecino, pero ahora acompañado de Susan Sontag; los dos muy jóvenes, sonriendo en Washington Square.
—¿Los conoce?— le dijo el anciano percibiendo el interés de Mathías.
—Sí, por supuesto. — le respondió él emocionado —. Pero ¿parece que usted los conocía mejor?
Mientras se sacaba los aparatosos dispositivos de la cabeza, el vecino les dijo
—Si no los uso no puedo dormir.
Mathías y Marcela no salían de su asombro. Allí no había ni piano ni equipo de música, ni nada. El viejo se dio cuenta y sonrió.
—¿Qué?, ¿esperaban encontrar un pianista loco o algo así?. Cuéntenme, ¿y a ustedes qué les ha tocado escuchar?
—Mozart—le respondió Mathías
—Ah, entonces deben ser personas amables. A los anteriores inquilinos les tocó Tchaicovsky, ¡tenían unos dramas los pobres! A la gente que más tiempo se quedó les tocaba jazz, y del bueno.
—¿Quién?— preguntó Marcela intrigadísima.
—La pared— respondió tranquilamente el viejo mientras encendía su pipa.
—¿Cómo que la pared?— intervino desconcertado Mathías. El viejo lo miró. Mathías percibió cansancio y resignación en la mirada de su extraño vecino; suspiró y le puso atención. El viejo continuó
—Yo no sé explicar por qué sucede, pero esto es así; por lo menos desde que yo llegué aquí.
—¿Pero usted informó de esto a alguien, o se hicieron investigaciones del fenómeno?— le preguntó Mathías
—Sí, por supuesto. Pero es como el cuento de Pedro y el lobo; cuando vienen y ponen todos esos sofisticados instrumentos, no sucede absolutamente nada. Por eso me cansé y lo acepté
—¿Y usted por qué usa esos aparatos?—inquirió Marcela señalándole los ear muffs
—Son bloqueadores de frecuencia; con estos no escucho nada— Mathías entendía ahora porque nadie le respondía cada vez que tocaba el timbre. El viejo siguió explicándoles:
—Es que de este lado también se escucha música. Ahora no se por qué se detuvo, pero antes de que llegaran estaba sonando.— El vecino les contó que en los cuatro años que llevaba viviendo allí, la pared le había cambiado treinta veces el repertorio. Él estaba convencido que se debía a que ella, la pared, percibía cuando la música no le agradaba, o ya le cansaba. Mathías y Marcela escuchaban absortos el relato de ese personaje increíble, que les contaba cosas aun más increíbles. Robert, que así se llamaba el vecino, les indicó donde comprar los bloqueadores de sonido y algunas otras instrucciones; tales como, de que manera saludar a la pared, ó cómo preguntarle si necesitaba algo ó despedirse si salían; también la forma de encargarle que cuidara todo si se iban por un tiempo prolongado, y otras cosas por el estilo.
Desde aquella vez, Mathías, Marcela, Robert y la pared, se llevaron “armoniosamente” bien. No era ningún secreto. Cuando la pareja recibía visitas, todos se admiraban de la suerte de tener un vecino que tocara tan bien el piano. Al tiempo, la pared también aprendió a dejarlos dormir a los tres; aunque ella permaneciera despierta. En esas noches de insomnio, la pared solía “dialogar” con el viejo roble. Por eso, entre los policías que hacían la ronda nocturna en esa zona de Manhattan, corría una leyenda urbana que decía, que en las noches de viento, desde las altas ramas de un viejo árbol, se escuchaban flotar de manera inexplicable, las etéreas notas de un piano interpretando a Gershwin, a Copland; y ultimamente a Mozart. Claro, si se quería oir con más fidelidad, sólo había que apoyar la oreja en el tronco de aquel centenario roble, cerrar los ojos, y perderse en esa música que bajaba misteriosamente desde lo alto; cosa que los policías evitaban hacer, porque estaba terminantemente prohibido distraerse así en horas de servicio.
Autor: Hernán Sánchez Barros
Nací en Buenos Aires. Publiqué cuatro libros. Vivo en Costa Rica.
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