Conspiración
Las sombras se proyectaban a lo largo de la calle. Por la vereda del frente, a la misma altura, dos sombras de igual proporción caminaban vigilantes. Horacio sintió la persecución, como si aquellos reflejos de ellos mismos lo siguieran para vigilar, analizarlo. La persona que lo acompañaba podía tener diversas maneras de ponerlo en tela de juicio, casi que podía multiplicarse hasta ser una máquina recolectora de conductas, la conducta de él particularmente, así lo pensaba el muchacho. Pero lo cierto es que, además de sus enredadas conjeturas, únicamente había sol de siesta en un perezoso, convaleciente, sábado de Puerto Heredia.
La madre le pidió que la acompañara a buscar el auto en el barrio Muedra, lo tenía guardado en el garaje de una amiga porque el suyo estaba siendo reparado, en realidad lo estaban ampliando, no es que tuviera algún desperfecto que obligara a un arreglo. Horacio Togas, el hijo, lo entendió perfectamente, <<expansión>>, no había nada malo. Trató de que su postura fuera la de un chico que acompaña felizmente a su madre, contento de serle una ayuda más que una carga. Sin embargo, sus pasos eran rezagados, los brazos flacos colgaban como pesas dolientes, la mirada en otra historia, la expresión de insatisfacción en el rostro era inocultable.<<No puedo evitarlo. La tengo a mi lado, mi enemiga silenciosa, sé que está confabulando en mi contra, que su objetivo es verme partir de Puerto Heredia>>.
Hace unas semanas escuchó una conversación de Josefina, su madre, con tía Silvana. Él no estaba en casa, mejor dicho, ellas pensaban que él se encontraba fuera. Ya venía sospechando de ciertas actitudes, cuando vio el coche estacionado de la visita las dudas cobraron relevancia, realidad. De manera que, en vez de entrar por la puerta principal, abrió la ventana del living para introducirse secretamente. Se acercó hacia el jardín donde las mujeres cebaban mate y oyó lo que consideró como la confesión de su madre: Ella dijo que estaba preocupada, que lo veía solo, demasiado solitario para ser un chico de dieciocho años, siempre irritable y con el ánimo buscando piedras en el suelo. A veces regresaba borracho y no por haber estado bebiendo con amigos sino solitariamente en cualquier bar de la ciudad. La tenía muy disgustada con su comportamiento, cansada de no saber qué hacer, <<El padre vive en Ciudad Capital, el padre puede serme de ayuda, el padre simplemente tiene que desaparecer todo esto>>. Para Horacio Togas no fueron las palabras de una madre preocupada, fueron la conspiración inicial para sacarlo definitivamente de Puerto Heredia.
"Lo que quiere es quitarme para lograr sus fines. Ella no va a decírmelo directamente porque la ciudad la juzgaría como una madre pésima y simplemente no la dejarían vivir, no de la manera que pretende. La expansión del maldito del garaje me abrió los ojos, ahí entendí, ahora lo entiendo todo. Comenzó a salir con un hombre, pero no lo quiso reconocer al principio, cuando mis dudas eran apenas hormiguitas. Tuve que insistir fervorosamente, presionarla para que me dijera de una vez por todas que se llamaba Jorge y que estaba muy enamorada, enamorada y la puta que la parió. Anhela recuperar lo que perdió con papá: la juventud de sentirse enamoradamente libre con un compañero de vida, el uno para el otro sin estorbos que generaran el uno para el otro y el otro; preocuparse por Jorge y por ella, disminuir responsabilidades de tal manera que puedan convivir como jóvenes enamorados sin restricciones domésticas. Expansión de garaje significa auto para dos, es decir, el auto de Jorge. Cometió el error de comenzar los arreglos antes de lograr su propósito. De todas formas lo controla todo, mamá maneja todo lo que está sucediendo a mi alrededor". En una esquina, cuadra antes de llegar al barrio Muedra, estaba el álamo bajo el cual besó por primera vez a Annie, una chica que le gustaba hasta simplemente poderla dibujar con la mirada. Pero en su mente no cabía tiempo para rememorar las nostalgias de un amor acabado, claro que no, su madre también andaba metida en eso. Ella terminó con él, no obstante, continuaban hablando, a lo mejor la chica lo hacía por pena, lástima de ver a Horacio como pajarito enjaulado. Un día se acercó a Annie para charlar y la muchacha lo despachó con terror, como si le tuviera miedo, como si en frente tuviera a un monstruo. Ató cabos y la conclusión fue que Josefina habló sobre él con Annie y las cosas que le dijo fueron muy malas. Supo que el ataque tenía como efecto hacerlo sentir rechazado, que el impacto provocara en él ganas de huir, de largarse de Puerto Heredia para siempre. Desde entonces se figuró que la batalla era complicada, que ella estaba dispuesta a utilizar todas las armas, por lo tanto debía moverse con cuidado ya que eran muchos los ojos que trabajaban para el enemigo silencioso.
Sintió unos leves sacudones en el hombro. Tuvo que dejar la telaraña de hipótesis y relaciones que podían perjudicarlo, que estaban en su contra.
—¿Qué?—dijo malhumorado. Se arrepintió de la reacción.
—Llegamos—señaló el portón de metal color negro—, te estoy hablando hace dos minutos y ni palabra.
La madre abrió el portón, entró en el garaje y subió al Ford pintado de azul. Continuó reclamándose la reacción, pudo imaginar la sonrisa de ella ante sus palabras hostiles, de muchacho violento. No podía permitirse tales errores, era lo que buscaba, argumentos para apartarlo, para mandarlo a Ciudad Capital con su padre. <<Soy un idiota. Incluso debería haberme ofrecido a abrir el portón>> encendió un cigarrillo angustiado, el sol de septiembre tocando su cabello negro, largo, aplastado y enredado. Josefina estacionó el coche, él cerró el portón bruscamente, aunque esta vez fue deliberado, decidió permitirse el error para quitarse la rabia y evitar reprimir una furia que saldría tarde o temprano.
—Podrías haber cerrado más despacio—dijo la mujer—. El portón no es mío, lo último que quiero es romper una generosidad ajena.
—Se me fue la mano—dijo Horacio—, a uno se le van las manos. Sobre todo cuando está presionado.
Ella no le declararía la guerra abiertamente, entonces él tampoco lo haría. Imperceptibles insinuaciones.
—Si quisieras aprender a manejar—dijo Josefina sonriendo—me ahorrarías la caminata y de paso te dejaría dar unas vueltas por la ciudad. Eso es algo tentador para cualquiera.
—No me gusta manejar, no me interesan los autos, no me entusiasman.
<<Las vueltas que me dejaría dar tienen trampa. Siempre existe la posibilidad del accidente, la culpa del hijo, la irritabilidad del hijo como el hilo conductor de la culpabilidad. Tienen en cuenta hasta el más mínimo detalle, es viva, pícara>>. Suspiró ante las casas silenciosas del barrio Muedra, deprimentes. Últimamente estaba así, demasiado deprimido, sin sueño, sin hambre, sin ganas de leer. Por supuesto que adjudicó la tristeza a la batalla que estaba librando, la atención que debía poner en cada aspecto de cada jornada le fulminaba los nervios. Había días en que consideraba seriamente la opción de declararse como perdedor, de ofrecer la rendición incondicional y marcharse. No a Ciudad Capital sino quitarse la vida que las palabras le dieron, desaparecer de un mundo de voces, de cuestiones por resolver, de fugacidad insoportable. Siempre sintió que la brevedad de cada momento, triste o feliz, insignificante o importante, no era más que una brecha de dolor para almas que jamás podrían encontrar lo absoluto, la estabilidad. Ni siquiera estaba seguro que la muerte fuera real, podía ser el breve camino de una repetición constante, más irrealidad, la sensación de ser seres desvanecidos en cortos sueños que prácticamente no tienen sentido alguno.
—Es un día hermoso—dijo la madre. Su voz surgiendo de la nada, de las tinieblas—. ¿Qué opinás si lavamos el auto? Tengo que salir esta noche y además… podría pagarte.
<<Doble trampa: ayudar y remuneración. Lo correcto sería ayudar y no cobrar un carajo, ser amable. A la mierda, hoy estoy devastado>>.
—¿Tenés que salir con Jorge?—preguntó.
—Exactamente.
<<Y no me dijo más. Espera la respuesta, el gato y el ratón, pelota y pared, no hay descanso, en la guerra nadie duerme>>.
—Qué bueno, che—sonrió sin creerse la máscara estúpida que puso—. Es primavera, lindo para cenar.
—¿Me vas a ayudar o no?—preguntó la madre entusiasmada.
—No—dijo manteniendo la sonrisa boba. Antes de deformarla en disgusto prendió un cigarrillo—. Tengo una juntada aquí a una cuadra, antes de entrar en la avenida Macondo.
—Ah, entonces no hay inconvenientes, lo hago sola. Por cierto, después tengo que ir al súper, por si regresás a casa y no estoy.
<<Qué mierda vas a tener inconvenientes. Te encanta la idea. Elijo no ayudarte por irme de fiesta, voy a una juntada donde hay posibles informantes tuyos y encima seguro que vuelvo borracho. Todas buenas noticias para brindar con Jorge>>.
La madre detuvo el coche una cuadra antes de la avenida Macondo.
—Hasta luego, hijo.
—Chau, mamá. Suerte lavando el auto.
Los jóvenes de Puerto Heredia solían juntarse los fines de semana en “la casa de nadie” a beber y drogarse sin ser molestados. Era una vivienda abandonada, acondicionada por ellos para estar cómodos. Abrió la puerta (siempre sin llave), cruzó el pasillo, entró en el mundo del patio con parlantes de música, canciones de la actualidad, muchas personas haciendo su propia historia. Se sintió extraviado, demasiadas sombras ante la lenta declinación del sol, estaba en la boca del lobo y decidió meterse allí por qué estaba podrido. Entre tantas muchachas hermosas, vestidas espléndidamente primaverales, buscó a Annie, pero no la encontró, jamás la encontraría de nuevo. <<Esto que estoy haciendo no cayó del cielo, puta madre. No es que al enemigo se le alinearon los planetas, el enemigo sabía que iba a suceder, fue premeditado y no sé cómo logró forzar imperceptiblemente los sucesos del día para que la ofensiva tuviera éxito>> sabiendo lo que sabía sin certeza alguna de la verdad no se retiró, fue hasta el congelador y sacó una botella de cerveza, que vació en un vaso grande plástico.
Miró las rondas, todas vigilantes, todas amenazantes, buscó alguna en la cual entregarse sin remedio. Encontró una conformada por un par de compañeros de curso, no eran amigos, pero no tendrían inconveniente en recibirlo. <<En realidad, y estoy seguro, nadie tendría inconveniente en recibirme, algo debieron recibir de mamá para ser colaboradores. Cómo no sentirme un espécimen si hasta me deben de vigilar los muertos>> se acercó bebiendo rápidamente su cerveza fresca, escarchada. En un principio pasó desapercibido, ellos continuaron hablando sin percatarse de la presencia de Horacio. Desde luego, la costumbre, el olfato que adquirió a fuerza de sentirse atacado. Fingían no haber notado su presencia para que él reaccionara de una forma violenta, molesto por la indiferencia, que dijeran que un chico así no puede andar por las calles de Puerto Heredia y que necesita de atención especial en Ciudad Capital. <<¡Puta madre! Cómo no haberme dado cuenta antes. La intención no es mandarme a vivir con papá sino meterme en un psiquiátrico, condenarme mentalmente. Papá no quiere saber nada de mí, nunca me llama ni me visita, qué mierda va a querer que viva con él. Se lo hizo saber a mamá cuando ella debió de comentarle sus planes y llegaron a un acuerdo: desequilibrarme mentalmente y así librarse totalmente de Horacio Togas>>. Lo deprimió su reciente descubrimiento, se sintió completamente desarmado, rodeado por todos los flancos. Pensó desolado que todo el paisaje que había descubierto era un cuadro hábilmente pintado para que él se sintiera astuto y levantara la guardia cuando la verdad era que la estaba bajando.
—¡Eh, Horacio!—exclamó uno de los muchachos—¿En qué momento apareciste?
Desconcertado, enmudecido.
—Eh—dijo otro, lo empujó suavemente.
—¿Ah?—dijo Horacio mirando a los alrededores.
—¿Qué pasa que andabas desaparecido?
—Y uno no sale o sale solo, qué va a hacer—respondió inseguro, desarmado, ya no sabía cómo actuar.
Sin prestarle importancia continuaron charlando sobre la mala racha del Deportivo Heredia que daba sensaciones de no ascender nunca más a la “A”. Lo cual derivó la conversación en una confusa pelea que tuvieron con un tal Amos Rivarola. El tipo se pasó de pícaro con una de las novias de los muchachos y tenían planes de quitarle los aires de “don Juan” esa misma noche. Horacio escuchó las historias planteadas con el espanto de un ataque inminente: el desengaño repentino, la pregunta sobre su desaparición, los aires de ausencia, todo en bandeja para ser informado. Consideró haber cometido errores vitales que no tenían vuelta atrás, contempló la derrota en un firmamento celeste ensombrecido, camino hacia el ocaso, hacia su inevitable caída. El grupo lo invitó a conversar en otra parte, para charlar mejor los preparativos de la venganza, pero se negó y ellos se marcharon sin objeciones. <<Decir que no, problemas para sociabilizar, rechazo al género humano, decir que sí, formar parte de un grupo violento que busca venganza, muchacho que no sabe controlar su propia ira y la descarga golpeando a los demás, peligroso para sí mismo y los demás. Entre la espada y la pared, entre la espada y la espada>>.
Bebió otro vaso de cerveza de un sorbo, luego se sirvió otro sin saber qué hacer, a dónde escapar, a dónde morir. Miró a Leandro, estaba asentando contra un pilar, drogado, solo, sombrío. Dejó la escuela el año pasado, hundido en las drogas, nadie en la ciudad sabía de dónde sacaba plata para pagarse los vicios. Se acercó por un destello de identificación, de empatía, de verse hecho pelotas igual que él. Los dos flacos, desordenados por la amargura, abandonados en sus enredos.
—No entiendo una mierda—dijo Horacio y bebió un sorbo extenso de cerveza.
—Fumá un porro—revolvió en su bolsillo y sacó uno—. Vas a entender menos, pero a veces es mejor no entender lo que está pasando.
Horacio recibió el porro. Nunca fumó marihuana, pero lo encendió inmediatamente, la desesperación era así. Sintió un sabor a pasto quemado, el humo denso penetrando la garganta, saliendo imperceptible.
—No puedo sacarme “pumped up kicks”—dijo Leandro dopado por los calmantes que tenía encima—, la canción, de Foster the people. La imaginé, llegó a mí cuando pensaba algo similar por otra cosa que había visto antes.
—Buen tema—dijo Horacio fumando rápido. Sintió la garganta seca, disminución de la respiración, algo como muchas voces en su interior, voces que no pertenecían a él.
—“Él mirará alrededor de la habitación, no te dirá su plan”—sonrió, consumió dos pastillas y prendió un porro—. Yo los miró en el patio y tengo ganas de liquidarlos, no sé por qué, no los odio, pero aun así tengo ganas de liquidarlos a todos.
Escuchó con suavidad la sentencia de Leandro, casi que admiró el plan de su madre. Se preguntó sin éxitos de respuestas cómo carajo hizo para que congeniara con el muchacho y fumara marihuana. Lo estaba haciendo a la vista de todos, todos lo miraban, la guerra estaba perdida.
—Y yo que pensé que podía plantar batalla. Me venció, la expansión del garaje no era un error sino la confirmación de la victoria.
—“Pero él viene por ti, sí, él viene por ti”—canturreó Leandro ensombrecido—. Imaginá lo que sería sacarle a tiros las historias que tienen, los planes, las mujeres, los hombres. Soy un don nadie queriendo ser alguien. Esa creo que es de Marilyn Manson, “The nobodies”.
Horacio bebió desesperadamente cerveza para atenuar la sed que tenía. Estaba mareado y las voces que no eran de él lo aturdían.
—La otra vez vi unos cuantos documentales sobre la masacre de Columbine. Dos adolescentes entraron armados a la escuela que asistían e hicieron desastres, repartieron disparos, mataron a varios chicos y después se suicidaron. Me pareció magnífico, carajo, fue hermoso. Después apareció la canción que no puedo sacar de la cabeza y todo cobró luz, claridad. Todos estos con las sonrisas borradas, mal borradas quiero decir, con una goma sucia que deja la marca del lápiz, la marca de que hubo vida antes de la muerte. Es lo que hicieron los muchachos de Columbine. Algún día lo voy a ver en primera persona. “Sí, la ligereza de mi mano es ahora un rápido apretón del gatillo”.
<<Ya lo escucharon, estoy a su lado, conspiración de genocidio. Van a pasarle la información, el golpe final a Horacio Togas, van a acusarme de conspiración de genocidio>> prendió un cigarrillo de tabaco, de la euforia pasó a una tristeza angustiante.
—Me voy a la mierda—dijo Leandro—. Planes como éste requieren soledad y mucha droga, mucha.
Fue hasta el congelador y se sirvió otro vaso de cerveza, sentía una pesadez horripilante. Algunos lo saludaban, él hacía una mueca que sinceramente no encontraba forma. La mayoría de los presentes moviendo los dedos en la pantalla del celular, <<Más de la mitad informándole a mamá de la situación. Le va a sonreír a la cajera del súper porque ha ganado, el brindis con Jorge será sumamente especial. Para el lunes seré un personaje olvidado en la fracasada ciudad de Puerto Heredia>> bebió extensamente, borracho y drogado, prendió un cigarrillo. Envuelto en humo miró a María José, fea, más fea que él según su mirada. La vez que estuvo con ella fue horrible, creyó convencerla de tener sexo, sucedió contra un paredón abandonado de la zona La Fonda, duró un minuto y tuvo la sensación de haber besado un rostro horrendo. Pero ahora, sólo ahora, supo que la madre hizo que la chica se involucrara para hacerle pasar por un degenerado drogadicto. Ella venía hacia él, buscando una mala reacción, ya derrotado seguía padeciendo ataques.
<<De no acabar. Dispuesta a fulminar hasta el último cimiento>>.
—Mirá, Horacio—dijo María José molesta, delante de él con firmeza—. Sos un hijo de puta. Me dijiste que me querías, que hacía tiempo soñabas conmigo, pero que por tu timidez no te atreviste a decírmelo… y lo cierto es que cogiste, un minuto fue todo lo que duraste, sos una decepción no tanto por eso sino…
Contempló unos ladrillos salidos que conducían hacia el techo. Su casa, la casa de su madre, el territorio perdido, quedaba a pocas cuadras, es decir, a pocos techos de distancia. Llegaría por aire, le daría el gusto de condenarlo como peligroso para sí mismo y la sociedad. Dejó a María José hablando, trepó por los ladrillos, se paró sobre el techo mareado, intentando guiarse, la vista desolada de una ciudad mal iluminada y estancada. Avanzó hacia otro techo sin dificultad, creyendo ir por buen camino, sin tapias que dificultaran el avance. A esas alturas no le parecía una locura pensar que su madre habló con los vecinos para que no protestaran mientras él saltaba de un techo a otro lastimándose el cuero. <<Poco queda por cuidar para el desilusionado: “Hay más en el cuadro de lo que el ojo ve” dice Neil Young. Yo nunca vi un carajo, cuando creí ver ya estaba completamente enceguecido>> finalmente observó un jardín que parecía ser el de la casa donde vivió muchos años. Se lanzó, cayó de espalda. El firmamento estrellado parecía venírsele encima, como si hasta el mismísimo Dios lo estuviera persiguiendo y derrotando.
Autor: Federico Gabriel Espinosa Moreno