El desdoblamiento
El sol calentaba el capó del auto rojo de Martina mientras esperaba en la puerta del Hospital. Los dedos largos y delgados de su mano derecha sostenían con estresada firmeza un cigarrillo, soplando con una alta frecuencia el humo en dirección a la entrada, esperando a que su madre saliera, vigilando con sus ojos marrones escudados detrás de lentes de sol negros. De las puertas del edificio salió una señora mayor que Martina, de menor altura y bastante menos tonificado, pero compartiendo las mismas dimensiones de cadera ancha.
—¿Y? ¿Qué onda?—preguntó Martina a su madre.
—Igual que cuando saliste a fumar, siguió dormido. Ya no sé qué esperar, ni qué creerle a los médicos. El de la mañana me dice que no pasa de la noche. Y el de la noche que se va a curar en cualquier momento. Yo lo veo mal—respondió Camila mientras movía la cabeza en señal de negación, con movimientos cortos pero rápidos y temblorosos.
Martina permaneció en silencio unos segundos. Miró a un lado de la calle mientras se apoyaba sobre la puerta de acompañante de su auto. Dio una última y poderosa pitada a su cigarrillo para después aventarlo al suelo con la propulsión de su pulgar y su dedo mayor.
—Hace rato que vienen diciendo eso—dijo acompañando sus palabras de humo—. Por ahí, en una de ésas, empieza a remontar—opinó, acomodando su flequillo a la derecha, como tenía por costumbre, luego agachó un poco la cabeza, sin creerse mucho lo que acababa de decir.
Camila no respondió enseguida, se limitó a mirar a su hija acomodarse el largo cabello castaño mientras intentaba creerse lo que decía.
—Bueno, vamos. No tiene mucho sentido que nos quedemos aquí en la calle si no podemos verlo.
Madre e hija se subieron al auto de Martina y se alejaron del hospital. En el trayecto solo se escuchó el sonido de un programa de radio, que llenaba el vehículo de puro ruido, hasta que Martina presionó con fuerza el botón de apagado esperanzada de que a mayor presión más potente sería la expulsión de ese conductor charlatán que nadie había invitado a irrumpir en su tristeza.
Martina entró a su departamento momentos después de haber dejado a su madre en su casa. Suspiró soltando la mochila de carga social que tenía que cargar cada vez que salía de su hogar. Se derrumbó en el sillón con la sola compañía de una generosa copa de vino. Se quedó mirando la televisión sin siquiera saber qué canal había puesto, solo podía pensar en su abuelo internado en el hospital. Llevaba ya semanas allí, acompañado día y noche por su anciana hermana, y por ellas cuando les permitían visitas, y de su inconsistente pero inamovible cáncer, por supuesto. Muchas veces esto era en vano, ya que su abuelo ni siquiera estaba consciente en la mitad de los encuentros, y desde hacía casi diez días que no podían hablar con él. Ahí se sentían derrotadas ante esa horrible enfermedad, que parecía querer tenerlo todo para ella sola.
La copa de vino se quedó con solo un sorbo de líquido, que Martina aprovechó para tragar un par de pastillas. Pronto ambas, la copa y la mujer, estaban tiradas en el sillón. Una podía romperse en cualquier momento y hedía a vino, y la otra era de vidrio.
La semana laboral de Martina siguió con la misma tóxica dinámica que había promovido la enfermedad de su abuelo. Primero tenía que dar clases de inglés en el colegio que trabajaba, después de cumplir su horario tenía que salir y comer algo, cosa que no hacía. Lo siguiente en su día era pasar a buscar a su madre, con quien había retomado contacto también debido a la enfermedad de su abuelo. Camila había abandonado a su hija cuando esta cumplía doce años, diciendo que no podía sentirse atada a tanta responsabilidad, que ella también necesitaba vivir. Y se fue a vivir con su nuevo novio de turno, no muy lejos de la casa de sus abuelos, quienes pasaron a ser sus tutores. El padre de Martina había muerto cuando ella tenía diez, y viéndolo en retrospectiva le parecía interesante, casi gracioso cuando se sentía sumamente cínica, que su madre durara dos años con ella como carga considerando el extremo delirio narcisista que manejaba en su mente.
Esa no había sido la ruptura total de su relación, al cumplir veinticinco años Martina volvió a contactar a su madre para avisarle que su abuela, es decir la madre de Camila, había fallecido. Ella dijo que había muerto, no que había fallecido, que fallecer fallecen los primos de los amigos, y su abuela era muchísimo más que eso, y era muchísimo más madre que su madre, y por ende bien merecedora era de ser declarada muerta, título cargado de contenido y sentimiento.
Camila revivió la relación con su hija, por un tiempo. Se vieron varias veces, y prometió darle una ayuda económica, y lo hizo. Una vez. Ni bien terminó el duelo de la mujer que crió a ambas, también terminó el mísero intento de restablecer una relación maternal. Desde entonces no se hablaban.
Al igual que la muerte de su abuela había hecho que Martina y Camila se reencontrasen, también estaba logrando lo mismo la enfermedad de su abuelo. La profesora de inglés de treinta y cuatro años no podía estar todo el día con su abuelo por más que quisiera, y en verdad quería pasar todo el tiempo posible con él, principalmente por la interposición de su trabajo. Su trabajo era el enfoque de su vida en época actual, ya no estaba en pareja y no tenía hijos. No quería además fracasar profesionalmente.
Entonces, Martina pasaba a buscar a Camila por su casa para ir al hospital por una calle llena de baches que hacía tortuoso todo el trayecto, esperando encontrar bien, o por lo menos despierto, al enfermo anciano. No tuvieron suerte. Según le dijo su tía abuela a Martina, se había despertado un rato a la mañana, aunque no con lucidez, e inmediatamente se había vuelto a dormir. De nuevo a su abismo. Ya no pedían parte médico a los encargados de cuidarlo, por lo menos no para tener información de su tumor, se limitaban a averiguar como se había encontrado ese día. Solo eso les quedaba preguntar, por el día. Y cada jornada con su abuelo en la que podían hablar un poco valía oro para Martina. Ese día, y esa noche hasta que les pidieron que se retiren, no hubo caso. Solo habían podido ver como con dificultad abría los ojos, miraba perdido la habitación y se rendía a su cansancio.
La siguiente semana se desarrolló lenta, y Martina la padeció. Los días eran una tortura, solo repetía los patrones de esperanza y desesperanza que aparecían siempre que iba a visitar a su abuelo y cuando el día terminaba sin poder hablar con él. A esto solo se le sumaban otras malas noticias, hasta el médico de la noche había perdido su visión positiva de las cosas, le aconsejaba a las tres mujeres que acompañaban al anciano que se despidiesen cuanto antes, porque no le quedaba mucho tiempo, el tumor maligno, merecedor de aquel adjetivo, alojado en su cabeza no se iba a ir a ningún lado, no sin llevárselo a él. Pero Marti no podía despedirse, no podía hablar, no podía hacer nada más que ver al hombre que la crió postrado en una camilla de hospital esforzándose por respirar.
Un día, Martina ya no reconocía bien cuál ya que todos los días eran un confuso, agotador y aplastante día eterno que de vez en cuando se parecía a la noche pero sin el descanso, recibió una llamada al trabajo de su tía abuela, que le informaba que su abuelo se acababa de despertar y estaba consciente. Martina respiró una enorme bocanada de aire que transformó en un grito a la vez que las lágrimas corrían por su cara. Podría verlo de nuevo. Podría verlo una vez más, según le decían por el teléfono, porque realmente estaba agotado y si bien se podía conversar con él, no se sabía cuánto más podría aguantar. Martina no dudó ni un instante y se fue del trabajo sin siquiera avisar a alguna autoridad. Se subió a su redondeado auto rojo y se dirigió al hospital donde podría hablar con su abuelo.
La calle por la cual Martina conducía estaba bastante despejada, era la primera vez que iba en ese horario. Aceleró aprovechando este tránsito ligero. Al llegar a cierto punto notó algunas manchas amarillas pasar borroneadas a los lados del camino, empezó a aminorar la velocidad para notar que eran carteles, que antes no estaban. La calle más adelante estaba cortada. Martina dejó de acelerar y dobló hacia la derecha aún con bastante velocidad. De reojo pudo ver a una chica de uniforme escolar cruzando esa misma calle, clavó los frenos, pero eso no alcanzó, se encontraba en dirección a la colisión. El auto, sin cambiar de rumbo, no chocó con ninguna chica de uniforme escolar. Martina se vio sacudida un poco por la frenada, que había sido exitosa. Bajó del auto ahí mismo con la adrenalina bombeada por todo su cuerpo. Miró a todos lados y no vio a ninguna chica. Supuso que debió de haberse arrepentido de cruzar, o algo por el estilo, porque allí no estaba. Y no había pisado a nadie ni había chocado con nada. Las manos le temblaban como nunca, casi había muerto, casi había matado. Pero todo estaba bien.
Martina dejó en esa misma esquina el auto y dio la vuelta a la manzana para entrar al hospital, todavía temblando por su casi accidente. Llegó agitada a las escaleras, esperando no haber llegado tarde. Las subió repitiéndose y rogando por favor que no sea tarde. Llegó al piso y corrió hasta la puerta deseando con todas sus fuerzas que su abuelo estuviese ahí, consciente, que no sea tarde. Martina abrió la puerta y entró. No era tarde.
Dentro de la habitación del hospital, su abuelo estaba acostado con la camilla inclinada para que no tuviese que hacer fuerza incorporándose. Martina lloró mientras se le abalanzaba para abrazarlo. Tardó varios minutos en recomponerse y poder saludarlo.
—Hola—dijo simplemente, con la cara congestionada por el llanto.
—Hola—dijo simplemente su abuelo, sonriendo.
— ¿Cómo estás?—le preguntó mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo.
—Impecable—le respondió con su mejor expresión de casualidad. Seguidamente rió e interrumpió su risa con una tos seca.
Martina se olvidó de su madre y de su tía abuela por completo, no las saludó al entrar y ni siquiera sintió verlas en la habitación. Se sentía ahí, en ese rincón pequeño del mundo, sola con su abuelo. Su mejor compañía. Habló un poco con él de banalidades, y notó su estado tan desmejorado. La gran diferencia entre verlo ese día y los anteriores, era el aura de relajación que emanaba cuando hablaba con ella. Siempre había sido un hombre nervioso y estresado, pero allí, postrado en esa camilla con más células enfermas que sanas, se le veía muy cómodo, hasta contento. Y ella estaba ahí para poder acompañarlo, por lo menos ese ratito.
—Descansá, Abue, y vas a ver. Vas a recuperarte en nada de tiempo. Vas a salir de ésta—le dijo una esperanzada Martina.
Su abuelo sonrió, con una sonrisa socarrona, de quién sabe la verdad. Le miró fijo a los ojos, sin interrumpir su sonrisa articulada con la experiencia que da la vida, y a veces la muerte.
—Lo sé—dijo con total serenidad. Levantó con lentitud su mano derecha y acarició una mejilla de Martina—. Vos quedate tranquila, todo va a estar bien—tomó aire y suspiró—. Te quiero mucho, chiquita—se despidió.
—Yo también, Abue—le respondió su nieta, con la cara compungida y llena nuevamente de lágrimas—. Te quiero muchísimo—se despidió, tomando la mano de su abuelo entre las suyas.
La mirada cansada de su abuelo se apoderó de su rostro, y en un estado de serenidad total, cerró los ojos. Sus músculos se aflojaron y de un instante a otro, Martina sintió en la mano que sostenía, como su abuelo iba dejando atrás su ropa de hombre.
Martina se quedó llorando a su lado un tiempo que no sabría medir en minutos, hasta que sintió que era el momento de irse. Salió de la habitación y del hospital sin siquiera percatarse de su madre y la hermana de su abuelo. Caminó ensimismada la manzana en la que estaba el edificio, para volver a su auto. Por extraño que le resultase, ella también se sentía relajada, y si bien acababa de pasar por una situación extraña de despedirse de la persona que más quería, en el fondo sentía alivio de poder haberlo hecho y de que aquella transición fuese en paz.
Al doblar la esquina, Martina estaba en el extremo contrario de la calle donde había dejado su auto. Al acercarse lo buscó con la mirada y le pareció no encontrarlo. Siguió caminando y no conseguía ver su vehículo, pero sí vio a una chica adolescente vestida de uniforme escolar cruzando la calle, y de la calle cortada vio como un auto rojo de bordes redondeados se acercaba a gran velocidad. El auto estuvo a punto de atropellar a aquella chica. Martina corrió hacia la escena. El auto giró abruptamente un instante antes de chocar y perdió el control, colisionando contra un grueso árbol de la vereda. El ruido fue tal que casi hace que Martina pierda el equilibrio. Al llegar a la escena del accidente, no dudó en fijarse el estado de aquel apurado conductor. Abrió la puerta y encontró a una mujer desparramada sobre el volante, cubierta de sangre. La tomó como pudo y la sacó del auto para recostarla sobre la vereda con la mayor delicadeza posible.
Momentos después llegó una ambulancia, los enfermeros bajaron con una camilla y se acercaron a la puerta del conductor en busca de la persona accidentada. Encontraron una mujer alta de caderas anchas con el pelo castaño bañado en sangre tirada en la vereda. Un enfermero se acercó y le tomó el pulso. Nada. Siguiendo el protocolo, la subieron a la camilla para llevarla a un hospital, aunque se vería en breve lo inútil de aquello. La mujer mantenía, entre los cortes de su cara, un extraño semblante. Todos los que la vieron podrían coincidir en lo mismo, que por extraño que fuese en un accidente así, aquella muerta mujer expresaba en su rostro un clarísimo estado de serenidad.
Autor: Francisco Camilletti