El sacrificio de Abraham
La rutina se empieza a instalar de nuevo en Casablanca. El ruido de los motores y las bocinas de autos y motocicletas ocupa una vez más su lugar en esta metrópoli marroquí, aunque algunos rincones de la ciudad siguen aletargados. La tienda y la carnicería de mi cuadra mantienen sus cortinas de metal abajo desde el miércoles 22 de agosto, mientras una calle más abajo, estacionada al lado de la banqueta, la camioneta con frutas de Hassan regresó desde el viernes 25 a ofrecer sus productos de las 8 de la mañana hasta el anochecer.
Ha pasado una semana desde que celebramos Eid al-adha, la Fiesta del Sacrificio, la Fiesta del Cordero, la Gran Fiesta, nombres distintos que recuerdan lo mismo: el pasaje del Corán en el que Abraham, a punto de clavar su cuchillo en el pecho de su hijo por mandato de Alá, es detenido por éste mismo y ordenado a sacrificar un cordero en lugar del muchacho. En la versión bíblica, Isaac es el hijo cuya vida es salvada por Dios en el último minuto, mientras que para los seguidores del islam se trata de Ismael. En cualquier caso, la historia sirve también como la base para festividades importantes de las otras dos religiones monoteístas surgidas en el Medio Oriente: la Pascua o Pésaj de los judíos, y la Semana Santa de los cristianos, en donde el sacrificio en la cruz de Jesús, el Cordero de dios, significa la actualización del relato de Abraham.
Junto con el mes bendito de ramadán, Eid al-adha es un momento cumbre del calendario musulmán. El símbolo original me parece poderoso, pues refuerza esta idea de una comunidad que vive de manera intensa su creencia religiosa fundamental: musulmán, el que se somete a dios. ¿Y qué mayor sometimiento que obedecer la orden de sacrificar a la prole? En términos prácticos, la costumbre indica que este día cada núcleo familiar debe degollar un cordero. Algunas corrientes dentro del islam consideran que se trata de una acción obligatoria, mientras que otras creen que su práctica está reservada a las familias cuyo ingreso así se los permita. Hay que pensar que un cordero oscila entre los 2 y 4 mil dirhams o 200 y 400 euros, mientras que el salario de un docente de una escuela privada modesta se encuentra entre 2 mil 500 y 3 mil dirhams por mes. Cordero o algún otro vacuno es lo más común, aunque también abundan las reses y hasta los camellos sacrificados, estos últimos con precios que llegan a los cientos de miles de dirhams. Una vez muerto el animal, su carne se divide en tercios, el primero para el que hace la ofrenda, el segundo para la familia y los amigos, y el último para los más necesitados, sin importar su religión.
Luego de debatirlo por algunos días, mi esposa Marjorie y yo decidimos suspender nuestro viaje fuera de la ciudad y vivir esta experiencia en Bab Rayan, la fundación para la que ella trabaja y que sostiene una casa hogar para niños huérfanos o que han sido retirados de sus familias por el Estado. Este 2018, la fundación recibió como donación una res y cuatro corderos. Por razones de logística, la res fue sacrificada un día antes. Así, el miércoles 22, Eid al-adha en Marruecos, asistimos a la muerte de cuatro corderos en el patio de una casa hogar, en presencia de 42 niños y niñas de entre 4 y 12 años.
Si el jefe de familia no puede dar muerte al animal, existen ciertas escuelas islámicas que permiten que lo haga un tercero. En el caso de Casablanca, ese día vimos una decena de carniceros caminando por las calles con afilador y machete o cuchillo en mano, en busca de alguien que necesitara sus servicios. Aunque no temíamos que nos hicieran daño, la imagen de varios hombres con las ropas llenas de sangre y objetos afilados en medio de una calle desolada es, en definitiva, una que contribuye a construir historias peculiares en las mentes de los extranjeros que habitamos estas tierras magrebíes.
En Bab Rayan, el encargado de degollar a los cuatro corderos fue uno de estos personajes. La tradición indica que la cabeza del animal debe dirigirse hacia La Meca y buscar hacer el menor daño posible a la criatura. Para que la tarea y la carne sean halal o dentro de lo permitido por la ley islámica, es necesario además que el animal se desangre por completo. Cuando llegó el primero de los cuatro, tuve la impresión de que el carnicero no reparaba siquiera en la posición de ese cuerpo con las patas atadas y la mirada resignada, y que solo estaba ahí para degollar, destripar y desollar de la forma más rápida y efectiva. Sin embargo, con los otros tres me di cuenta de que, efectivamente, al último segundo corregía la posición y hacía que el hocico apuntara hacia el sureste, dirección en la que, con respecto a Casablanca, se encuentra la ciudad sagrada saudita que en ese momento vivía el clímax de la peregrinación anual o hajj.
Antes de que el cuchillo del carnicero atravesara la piel de esos corderos no escuché oración alguna ni vi acción particular. Quizá es mi visión occidental que busca con frecuencia cierto exotismo en lo que me rodea, pero me parecieron muertes similares a las que habría presenciado en un rastro. La diferencia estuvo, claro, en que en un rastro el método incluye una descarga eléctrica antes de que el cuchillo intervenga o alguna otra acción que hace del proceso algo “indoloro”. Mientras veía a los corderos desangrarse a través de la lente de mi cámara, no podía dejar de pensar si a estas criaturas les parecía “humano” el método escogido para terminar con su vida o si hubieran preferido otro tipo de destino. Al final, pensé, el resultado sería el mismo.
Nunca había visto tanta sangre junta. Tampoco había sido testigo de cómo un ser vivo sigue moviéndose varios minutos después de perder la cabeza. De la misma forma que no me pareció un sacrificio lleno de simbolismo y ritualidad, lo que presencié tampoco me pareció salvaje o bárbaro: fue lo que es, la muerte de un animal para su posterior consumo humano.
Luego de ver el sacrificio de los cuatro corderos, salimos a dar una vuelta por el barrio de la casa hogar, en Palmier, barrio donde abundan rascacielos que son sedes de bancos, aseguradoras y consultoras financieras, así como de casas habitación de clase media. Meses antes habíamos escuchado todo tipo de historias, que si los balcones de las casas y departamentos estarían repletos de corderos y el ambiente lleno de balidos, que si los esqueletos cubrirían las calles, que si el aire se impregnaría por días del olor a carne quemada. Y resultó que, en nuestro recorrido de 500 metros a la redonda, vimos cuatro grupos distintos asando sus animales en la calle, utilizando alguna base de cama de metal o una valla como asador, sostenida por un par de tabiques. Unas cuadras adelante, en una callejuela con edificios notablemente más humildes, nos encontramos con cinco jóvenes quienes, machete en mano, aceptaron nuestra petición de tomarles foto, posando incluso con mucho entusiasmo.
De regreso a Bab Rayan, tocó el turno de comer las vísceras de aquellos corderos recién sacrificados, asadas y condimentadas con raz el hanout, una mezcla típica de Marruecos. Y sí, lo confieso, disfruté cada bocado que di. No pretendo matar borregos cada fin de semana -de hecho, mi consumo de carne roja se limita a tres o cuatro veces por mes, y siempre fuera de casa-, pero ya puedo decir que vi el proceso casi completo de lo que implica llevar ese trozo de carne (o tripas) hasta mi plato.
Tras la comida, Marjorie y yo reflexionamos sobre cómo México nos preparó para esta experiencia. Por un lado, cuando los marroquíes y franceses nos hablaron de lo que sería este día, construían su relato, muy probablemente, pensando en el concepto de tranquilidad y sanidad europeas, las cuales, sobra decirlo, no son las mismas que imperan en mi país. Por otro lado, aunque nunca había visto cómo mataban a un animal frente a mí, sé que el guajolote, el cerdo y el borrego que me comí en el bautizo, la boda o la fiesta patronal de la comunidad fulana o zutana, tuvieron un destino como el de los corderos ese día. Quizá la diferencia más notoria es que en la colonia Roma o Condesa o Polanco de la Ciudad de México jamás he visto a un borrego degollado en el patio de atrás, ni tampoco que lo asen frente a la tienda de ultramarinos importados de la esquina. Salvo por el idioma y otros detalles mínimos, estoy convencido de que mi primer Eid al-adha fue muy parecido a cualquier fiesta religiosa de América Latina que podría haber experimentado.
Obra publicada previamente en portal Lado B, el 31 de agosto de 2018: https://ladobe.com.mx/2018/08/el-sacrificio-de-abraham/
Autor: Alonso Pérez Fragua (México)
Nací en la Ciudad de México en 1982, aunque desde mis primeros días viví en la ciudad de Puebla, la llamada Angelópolis. En enero de 2018 me mudé a Casablanca, Marruecos con mi esposa, mi hija y mi perra. Me formé primero como comunicólogo, luego como gestor cultural y actualmente realizo una maestría en Estudios culturales. He ejercido el periodismo desde hace casi 15 años, primero en el periódico universitario La Catarina y luego en proyectos impresos, electrónicos, de radio y televisión como La Jornada, Lado B, Los Subterráneos, Radio BUAP, Ibero 909, Puebla FM, Puebla TV, Axocotzin Radio (Tlaxcalancingo, Puebla), La Película y Radio Mon Païs (Toulouse, Francia), y Garland Magazine (Australia). Duchampiano y aprendiz eterno en cuestiones de arte, incluyente y tolerante en las del lenguaje y la vida. Melómano, cinéfilo, serie-adicto, bibliófago y wikipedista. Amante de los tacos, el mole almendrado y los chiles en nogada.
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