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La adquisición


El día de nuestro cumpleaños estábamos esperando para entrar al baile en una cola de gente muy bien vestida y con cara de desinterés. Los habitués no se agolpaban. No esperaban demasiado (nunca fueron demasiados); no se mostraban del todo, ocultaban bolsitas en los bolsillos y porros de flores ya armados. Yo llevaba encima un Malbec que traje abierto desde nuestra casa; hasta ese día no había descubierto lo que era el vino tinto. Me gustaba, me encantaba. Tomábamos del pico y nos lastimábamos el labio con el reborde metálico que, por torpeza, no le pudimos sacar del todo. Recuerdo que no cenamos, no teníamos hambre, ¿O en realidad era que queríamos que nos pegue más fuerte el vino? Nunca lo confesamos. Lo cierto es que ya estábamos encarando al patovica que nos mira con el ceño fruncido, cruzado de brazos. ¿Qué hacés con eso, nena? me pregunta. Me había olvidado de dejar la botella en cualquier lado. Nos dice por lo bajo que vayamos a dar una vuelta y volvamos en un rato, así que eso hicimos. Nos tiramos en el medio de una vereda que no recuerdo si era Chile o Belgrano a seguir tomando. Pasaban los cuartos de hora y los cigarrillos, uno tras otro. Hacía mucho frío.

Entramos al baile caminando de costado. Sab me agarró de la cara, "Lo logramos" me dijo y me besó. Me besó.

Sab tiene la boca enorme. Tanto el labio de arriba como el inferior son gordos, igual que mamá. La lengua suave. Apoyé las manos en su espalda. Yo también la besé, tambaleándome, sintiendo el resabio a alcohol que emanábamos las dos, y con la certeza de que éste era el beso más pedorro que había dado en mi vida, pero estaba bien. Estaba eufórica, había descubierto algo nuevo: me gustaba darle besos a Sab. No fueron besos de deseo. Más bien, fue como si estuviese dándole un abrazo, pero con la boca. Una nueva manera de expresarle mi amor.

 

Autora: Belén Rofrano

Nació en Argentina en 1995, hija bastarda de madre mormona y padre ateo.

Ávida lectora desde la infancia, tomó clases de narración con Gustavo Nielsen.

Es artista circense; siempre tuvo fascinación y curiosidad por los cuerpos y por saber hasta dónde pueden torcerse.

Escribe cuentos y prosa desde los once años con la intención de saciar esa curiosidad.

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