La música del cuerpo
No estoy negando nada, es verdad, yo quiero mucho a Celia, es tan linda, pero desde que encontré música en su cuerpo la madre no me deja verla. Yo sabía que no sólo era linda, sino que guardaba algo más que debía descubrir.
Un día me la llevé para mi cuarto. Mami andaba por la calle y decidimos irnos hacia allá. Ella estaba contenta de que me la llevara, ¿sabe? Si hubiera abierto los ojos cuando le dije para estar juntos, no me la habría llevado.
Como su madre me dejaba pasearla en la silla de ruedas, aproveché para darle un paseo hasta donde termina la cerca del patio, luego por los alrededores y así, fui agregando un poquito más hasta que entré en el cuarto.
No fui malo con ella. No, yo no fui malo. Lo único que hice fue besarla. No estoy diciendo mentiras, la besé desde los ojos hasta los pies; eso sí es verdad y en ningún momento abrió los ojos para detenerme, ni cuando la cargué para acostarla boca arriba en el piso, eso sí, daba algunas patadas con sus piernas juntas y hacía um um um; eso era placer. Entonces, seguí hablándole al oído, acariciando su cabeza. A mí siempre me gustó pasarle las manos por la cabeza, parecía una lanita su pelo entre mis dedos.
La blusa de Celia no combinaba con su piel blanca, por eso la puse de lado y se la rajé por la espalda con el cuchillo. Jamás había visto unos pechos tan lindos, lindos como mi Celia. Me puse contento de haber quitado su blusa como le hace Remigio a mi mamá, y de la misma forma se los apreté y le pasé la lengua suave. Ella apretaba los ojos fuertes...
La falda fue una de las cosas más difíciles. Celia tenía los muslos casi unidos a la barriga. Yo estaba loco por ver si completa era tan linda como la imaginé. Cogí de nuevo el cuchillo, volví a virarla... Yo no hice nada, yo sólo estaba rajándole la falda cuando ella se puso contenta y dio una patada en mi brazo, fue así como se encajó el cuchillo en la nalga. Lo juro, fue sin querer, yo no lo hice, quien lo hizo fue ella, yo no echo mentiras. Lo juro, fue ella. Después se quedó quieta un rato haciendo um um um. Fíjate si nos queremos que Celia entendió todo y hasta dejó que le chupara la herida. Apreté su cara contra mí: Celia, cierra los ojos, no los abras así, Celia, no. Volví a mirarla y ya los había cerrado.
Yo sólo quería besarla, besarla como mamá besa a Arturo en la cocina. ¿Entiende? Entonces rajé la falda y con ella me limpié las manos. La herida era profunda, eso sí es verdad, cuando le metí el dedo casi se fue completo. Estaba caliente, yo también estaba caliente; chupé más y más. La sangre no se trancaba. La sangre estaba quitándole la blancura a mi Celia, cogí la falda y le metí un pedazo en la herida. Yo quería verla encendida igualita a las lámparas del parque.
Mamá es diferente a Celia. Ella no tiene pelo ¿sabe?, dice que son incómodos, por eso se los arranca. Yo quise hacer lo mismo con Celia, pero era difícil hasta mirarla. Balanceaba sus piernas demostrándome alegría cuando me dio duro en la cabeza. Es que yo estaba debajo de sus piernas mirándola, cuando le metí el dedo. ¿Por qué no me dejas decir lo que quiero decir? Sí, le metí el dedo y me golpeó aquí, mira. Ahí fue cuando la miré a la cara: “¡Cierra los ojos, ciérralos te dije!” y como no me hizo caso se los escupí. Empezó a ponerse pesada. Celia siempre había sido tan tierna y aquello me cayó tan mal que comencé a patearla. Patadas en la cara, patadas por donde quiera. Le quité la falda de la herida y la hice comérsela completa. ¡Cómo me vas a gritar. Nadie le grita a Dago, nadie! Para que no me mirara más le torcí el cuello.
Después volví a acercarme para pasarle la lengua. La desesperación me obligó a virarla. La sangre se le había amontonado en todas partes y no pude. No podía probarle la sal a mi Celia. Los deseos no los pude aguantar, entonces ya sin pantalón me acosté de lado y traté de que ella me tragara; todo era difícil. Di vueltas en redondo, la cabeza se me quería estallar, hasta que se me ocurrió estirarle sus piernas.
Te voy a hacer feliz, Celita. Mi alegría se volvió más dulce cuando ella no abrió los ojos ni me dijo media palabra. Le caí a besos y acaricié sus manos retorcidas y a sus piernas flacas. En el cuerpo de Celita había música. Yo sentí la música de sus piernas cuando se las estiré. No querían salir, hice fuerza y sonó, sonó la rodilla, sonó el muslo; por fin pude ver a mi novia con las piernas extendidas en el piso. Se pasó todo el tiempo con la cabeza hacia un lado, sin mirar nada; por eso no se dio cuenta de la música que guardaba ahí dentro. Tal vez porque sentía demasiado placer, sus ojos cerrados es signo de placer.
Me sentí feliz, feliz de ver a mi Celia dispuesta a probar mis besos. Ya te lo dije, yo sólo quería besarla, besarla. Empecé por los dedos: uno, dos, cinco, siete; a pasar mi lengua por los dedos y sacarle música a sus pies, descubrí que mi Celia también era música. ¿Comprende?
Después le abrí las piernas como si fueran las alas de una mariposa en vuelo y le probé su olor, su sal. Poco me importaba en ese momento la sangre si me volví loco besándola. Celita no decía nada y me encaramé sobre su cuerpo para lamerle sus pechos rosados. Quería que me abrazara fuerte, subí sus manos retorcidas hasta mi espalda, pero estaban tan duras, siempre que lo intentaba sucedía lo mismo. Por más que le pregunté: ¿ya no quieres abrazarme Celia, ya quieres ir para tu casa? Jamás me contestó y la dejé con su cabeza recostada hacia un lado. No insistí en la pregunta para que no me detuviera en el momento que sacaba música de sus brazos. Logré estirarle los brazos igual que su madre, que me abrazara como yo quería.
Si abría los ojos echaría a perder todo el placer que estábamos buscando. Ella también lo buscaba, porque cuando le dije que nos iríamos un día para mi casa, no me dijo ni media palabra, sólo dio algunas pataditas sobre la silla. Era alegría, ¿comprende?, alegría de poder estar juntos.
No, yo no estoy negando nada. Es verdad que mi Celia se dejaba besar, porque mientras estaba en el patio con ella, su madre nos llevaba jugos o hablaba con nosotros para molestar nuestras caricias. Celia y yo sabíamos que en mi cuarto podíamos estar solos y besarnos como jamás nos han dejado. Celia nunca dijo nada ni cuando hablé de llevarla donde su madre para enseñarle por qué yo siempre la quise junto a mí. Ella no sólo era linda, también estaba llena de música.
Lavé el cuerpo de Celia para verla más encendida y la cargué en mis brazos como en las películas, prefirió quedarse con la cabeza y las piernas colgadas. Estábamos acercándonos a su casa cuando vi la madre de Celia correr hacia nosotros, gritando desesperada, con deseos de ver a su hija como si fuera ella. Lloraba, lloraba de alegría, ¿comprendes? Pero no entiendo por qué me lanzó al piso, dejando a Celita recostada en la hierba. Yo trataba de defenderme y no podía, mis ojos sólo miraban el pelo de Celia moverse con el viento, suave. Dejé de sentir los golpes. Fue entonces cuando ella me robó a Celia y nunca, nunca más he podido verla, porque la tiene escondida para que yo no la bese más, ni comparta con ella su música.
Autora: Yulexis Ciudad (Cuba, 1977).
Poeta, narradora, escritora para niños y jóvenes, editora. Miembro de la AHS y del Grupo Café Bonaparte. Egresada del CFL Onelio Jorge Cardoso, La Habana 2002. Premiada en Cuba como en el extranjero. Aparece en antologías como Pata Peluda y otros cuentos, Grupo Edit. Norma 2007; La isla en verso. Cien poetas cubanos, Edic. La Luz 2011 y 2014; Once narradores santiagueros, Edic. Sociedarte 2009; Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos, Edic. La Luz 2011, Retoños de almendros, Edic. La Luz 2013, Poderosos pianos amarillos. Poemas cubanos a Gastón Baquero, Edic. La Luz 2013, El árbol en la cumbre. Nuevos poetas cubanos en la puerta del milenio, Edit. Letras Cubanas 2014 y Hasta el fondo, Edic. Santiago 2014. Publicó Casa de insomnio, Edic. Santiago 2006 y De la opinión al verso: Antología homenaje a José Joaquín Palma y Juan Clemente Zenea, Edic. Bayamo 2013.