Mathías
Él vuelve a irrumpir en tu vida, en tu ser. Aunque lo único que te agrede de él esta vez es su cruda voz tras la puerta, no es menos aterrador. Acuden a ti las memorias que tanto te atormentan y que tratas de disipar, como el viento a la nube en el ancho cielo. Protegido en tu cuarto, lo escuchas cruzar palabras afectuosas con tu madre, pero los latidos de tu corazón parecen más fuertes que las voces. Lanzas un grito. Desesperado, llamas a tu madre:
“Mamá, ¿qué hace ese tipo aquí?”
“Pero, ¿cuál es el problema, acaso lo que usted me contó sobre él es cierto?”, te dice tu madre con unos ojos burlones.
“Claro que sí. Le doy cinco minutos para que lo eche de la casa”, dices convencido.
Pasan los cinco minutos anunciados y el hombre no se ha marchado. En cambio, la conversación entre él y tu madre se torna más animada. Con tijeras en mano y una desesperación incontenible -y quizá dolor y miedo- te diriges hacia el hombre y, en busca del palpitante corazón, le clavas las afiladas tijeras en la sucia carne.
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Te odias y a tu familia también, pues eres el resultado de su influencia. Te desligas de tu pasado y dejas atrás tu identidad. Creas a una persona que ellos no conocen, que es solo el resultado de tus deseos, pensamientos, y acciones. Cambias de nombre. Mathías es la nueva creación que has hecho de ti mismo.
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El fallecimiento de tu tío William -el veinte de marzo de 1997- enluta a tu familia de orígenes campesinos. El veintidós de marzo de 1997 ves por primera vez la luz. Sobre ti pululan vestigios fúnebres que se acrecientan con las creencias de tu abuela y el resto de la familia pues para el diecinueve de abril del mismo año, a tu tío Germán lo alcanzó la muerte. Al igual que a Jairo -secuestrado el diecisiete de diciembre- y que a Leopoldo asesinado a manos de su esposa -el veinticuatro de diciembre-. Para tu familia, eres el culpable de sus muertes consecutivas.
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Siendo un niño crees que tu nacimiento le ha arrancado la vida a tus cuatro tíos, pues no hay ocasión en la que tu familia no te recuerde que tu alumbramiento es una desgracia. Reprimes todos tus sentimientos y te aíslas de tu entorno, sin saber que tu primo mucho mayor que tú sacará provecho de la situación.
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Él vive en la segunda planta de tu casa. Tu familia siempre te deja solo. Es algo muy continuo. Tienes… divagas y callas. No sabes qué es lo que él, tu primo te hace, no sabes qué pensar, sentir y decir. Prefieres guardar silencio mientras todo eso pasa y de alguna manera lo ignoras. Sí, lo ignoras por completo, quedas en blanco, no lo recuerdas porque prefieres negarte que ocurrió. Hasta que llega el momento en el que empiezas a ver cosas, tus pesadillas se arrastran hasta tu vida diaria.
En medio de tu aislamiento expresas tu dolor de una manera indeleble. Tu piel es el lienzo de tus ahogados gritos. Te autoflagelas con cuchillas y otros instrumentos corto punzantes que dejan enormes marcas en tu blanca piel.
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Una y otra vez le clavas las tijeras, una y otra vez; pero no lo matas. No sabes quién los separa. Corres a tu cuarto, agarras lo que puedes y huyes de casa. Trabajabas en la universidad, con lo que te pagan alquilas un apartaestudio en Meléndez. Todo lo que te sucedió te dejo estos trastornos y pensamientos constantes. Aunque tu familia ignora la situación, tus amigos cercanos alarmados por tu conducta te convencen para que busques ayuda profesional. En compañía de ellos asistes a la organización Mente Sana en donde te diagnostican trastorno depresivo recurrente, con una estructura de suicidio activa, tratable con medicamentos. Te internan durante un tiempo del que ya poco recuerdas.
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Regresas a tu casa. Los recuerdos vienen a repoblar tu mente. Brumosas imágenes se esconden en lo más profundo de tu cerebro para que no puedas encontrar reposo ni siquiera dentro de tí mismo. Tus sueños se materializan. Ves sombras, escuchas voces que te atormentan. Las imágenes que deseas eliminar de tu cabeza se manifiestan en todos los aspectos de tu vida. Parece que puedes padecer de esquizofrenia. Tienes las características necesarias. Y así te diagnostican en la misma entidad.
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Fluoxetina, Haloperidol, Quetiapina, son algunos de los medicamentos que controlan tus emociones, que te impiden sentir. La intermitencia con la que los consumes es reflejo de tu naturaleza y es la salida temporal del estado anímico de aletargamiento ocasionado por los mismos medicamentos. Abandonas el tratamiento médico. Dejas que la enfermedad te consuma un poco más, porque has llegado a preferir sumergirte en depresiones profundas y delirios, antes que no sentir nada. Varías el lienzo en el que plasmas tus crisis emocionales y trastornos. En tu cuerpo no hay nuevas cicatrices de autoflagelaciones. Consciente de tus convulsas emociones, haces de ellas material sensible al tratamiento artístico y te entregas a la creación literaria y pictórica. Aunque no has intentado suicidarte de nuevo, sabes que algún día va a ocurrir.
Autora: Stefanny Bejarano