top of page

Presencias ausentes

Para la mayoría hace varios años que me fui. Algunos, incluso, fueron a despedirme. A otros los saludé la última vez que mis ojos vieron esa ciudad. Hoy, sin embargo, estoy con todos. A veces vuelvo en forma de sueño y otras veces a través de sabores o aromas. Si por mí fuera, estaría conectado más tiempo y de otras maneras, pero hay quienes no quieren verme más. No porque les haga mal o les de miedo, sino porque no quieren reabrir una herida que empezó a cerrarse hace poco. Yo los entiendo.

Acá todo es diferente. Hay otras costumbres y otros idiomas. Todo es más bien de color blanco, aunque también hay azul. Cuando llegué me reencontré con Haydée. Había pasado mucho tiempo recordándola y ya su imagen era borrosa, pero apenas la vi nos reconocimos. Está iluminada, como todo en este lugar. Debo admitir que tuvimos tiempos felices allá, pero acá estamos mejor. Los dos. Ella sobretodo. Pasa la mayor parte del día riendo, se le hacen unos pliegues al costado de los ojos que quedan marcados durante varios minutos.

Hay una cosa extraña acá: llegan ecos de otras partes, casi siempre de noche. Hace unas semanas atrás sentí ruidos de ladrillos cayéndose, así que viajé a ver qué estaba pasando. Mi casa estaba siendo demolida. Nuestra casa. La casa que construimos con poca plata y mucho esfuerzo. Ya todos conocen la historia de cómo encontré el terreno. Sí, pudo haber sido suerte. El punto es que las paredes no están más. Ni siquiera las plantas de la vereda. Ahora, lo importante: no me apena. Ese rectángulo de tierra no podía darnos más de lo que nos dio. Fue demasiado. Aproximadamente setenta años de mate con naranja, partidos por la radio y nietos correteando por la casa. También hubo tiempos difíciles y otras cosas que se fueron con las paredes. Hoy en día, un matrimonio con su hija visitan el terreno en el que sus sueños comienzan a crecer sobre los cimientos. Tendrían que ver sus sonrisas. Eso es más que suficiente.

Es sabido que todo cumple su ciclo sobre la tierra, aunque a veces se nos olvida y queremos perpetuar experiencias que son marrones. Qué cosa los colores. Acá se ven más vivos, aunque suene irónico. Mis ojos ya son turquesas y los de Haydée, negros. Cada día más hermosos. Ahora ya no veo que algo nade en la profundidad de su mirada, sino que son fácil un espejo por brillo que tienen.

Les cuento un secreto: también me mantengo en gestos cotidianos de los míos. Una de mis hijas, por ejemplo, se quedó con mi sentido del humor. No saben cómo disfruto de verle las caras a las personas que caen en sus bromas. Mi hijo, por su parte, sale al patio a ver qué hace el tiempo, y minutos más tarde yo respondo a lo que pensó mandándole lluvia, viento o mucho sol. Lo lindo de eso es observar los ojos admirados de mi nieta cuando su papá adivina el clima con sólo mirar el cielo. Ah, y mi nieto: le dejé lo bostero y la costumbre de golpear la mesa con las uñas cuando está nervioso. Sé que ninguno siente este tipo de cosas como una carga hereditaria, al contrario: me saben ahí con ellos. Y ahora que dejo esto por escrito, quiero decirles que la abuela también los visita y sonríe viéndolos crecer, pero prefiere no interrumpirlos. Así que... disfruten. Ya se los dije muchas veces: lo importante es que ustedes estén bien.

Ausencias presentes.

Sin fecha, desde el más allá.

Estas letras son para mis hijos. Son letras mudas, sin voz, letras que tuvieron que haberse pronunciado mucho tiempo antes, en las etapas en las que fueron necesarias y no estuvieron. Hoy las escribo deseando que no lleguen demasiado tarde y sin efecto. Hoy las conecto con hilos de colores vivos. Hoy puedo decirles lo que antes no. Sé que noches enteras se quedaron cerca de mí esperando escucharlas entre mis sueños, pero eso nunca sucedió. Ustedes saben que fue sin querer.

Hijas, me hubiera gustado estar ahí cuando me necesitaron. Sé que tuvieron a su papá y a su hermano, pero falté yo. Falté y la mesa estaba servida. Falté y la silla quedó vacía. Falté, hijas, y el hueco se llenó de silencio. Imagino lo que les habrá dolido esa ausencia de sonidos, de risas, de miradas cómplices. Imagino las mañanas en las que hubieran querido levantarse con un rico desayuno. Chicas, las cáscaras de naranja que le ponía su papá al mate eran para eso: para endulzarles los días, para pasar los ratos amargos. Hicimos lo que pudimos. Los dos. Los cinco. Todos.

Por ejemplo, ustedes, fíjense en las profesiones que eligieron: una sana y la otra endulza. Lean esto y figúrense mi voz: estoy orgullosa de ustedes. Buscaron el único rincón de la casa que era iluminado por el sol y durmieron ahí sus siestas. Gracias por eso. Gracias por no olvidarse de mí, pero tampoco de ustedes. Ahora, les pido un favor: no se olviden tampoco de que son mujeres superpoderosas.

A vos, hijo, perdón por no haberte impulsado lo suficiente. De todas maneras te las arreglaste, como hacés siempre. Musicalizaste los días en los que no escuchábamos más que mis llantos. Gracias por eso. Quiero que sepas algo: la música me hacía bien, aunque nunca pude decírtelo. Nunca pude, hijo, pero quise. A pesar de que sólo hubo una caricia -y sé que la recuerdan en detalle- los quise a todos. A cada uno.

Falté pero ahora estoy, hijos. Los veo, los vemos. Los extrañé y ahora igual, pero menos, porque sé que me sienten, que sienten esto bueno y nuevo que siento yo. Sé, porque los escucho, que superaron el drama y eligen vivir de otra manera. Se los agradezco. Me alegra, me alivia y me sana del todo.

Los quiero, hijos, nietos, bisnietos, los quiero así, los quiero alegres, los quiero vivos, los quiero sanos, los quiero enteros.

Haydée.

Consejos inútiles

Me diagnosticaron soledad, una patología muy común en estos días. Según dicen, tiene cura. Aunque nadie sabe bien cuánto tiempo se tarda en encontrarla. Por lo pronto, debo consumir mis libros favoritos, aromas primaverales, té, helado, algunas películas y bastante música.

No debo olvidar tomar un trago de agua cada cinco minutos de llanto pesado y pedir un abrazo cuando lo necesite. Además, me recomendaron:

  • No compartir ambientes con fumadores: el olor puede traerme recuerdos y, por lo tanto, hacerme mal al alma.

  • No detenerme a acariciar gatos o perros en la vía pública y menos aún si es de noche: puedo sufrir un flashback al año 2013.

  • No mirarme el dedo pulgar de la mano derecha si éste está estirado.

  • Sacarme la costumbre de girar el anillo que usé en la mano izquierda durante cuatro años: no está más.

  • Bajo ninguna circunstancia escuchar Blackbird, La despedida, Si es amor o Zona de promesas, entre otras posibles. En su lugar, esforzarme por pronunciar correctamente alguna canción en inglés.

  • Guardar, con carácter de urgencia, Bolero y Diálogos de ruptura en el último cajón de la memoria y colocar en su lugar esa frase tan preciosa sobre el jazmín, de Me caigo y me levanto. De igual manera, intentar no recordar los pasajes de Rayuela que me quiebran al medio.

  • Buscar el movimiento, no optar por los lugares comunes, a saber: las dos esquinas, el banco de la plaza frente a los edificios y la calle de atrás del parque.

  • Vivir sin mirar el almanaque: hacer que el once sea sólo el número que viene después del diez.

  • Conseguir otra almohada y pasar la pierna sobre ella al dormir, para servirle de ayuda a la escoliosis y al corazón partido por abandono de hogar.

  • Elegir, en espacios cerrados, el lugar más cercano al exterior: los anteriores consejos pueden no servirme de nada y, en ese caso, necesitaré aire para poder seguir respirando.

Presente

Todo lo que le decías era "Estudia, no pierdas el tiempo, así vas a ser alguien en el futuro”. Que estudie. Nunca te escuché decirle "Te quiero", Rubén.

El día que fue a la plaza era dos de mayo. Vos no estabas de acuerdo, le decías: "¿A pedir por qué, qué querés lograr?". Nunca un "Te quiero". Jamás. Él se fue igual, después de darnos un beso. Se fue, Rubén. Y no se lo dijiste. Te quedaste con esa frase atragantada sin saber que iba a perseguirte por el resto de tu vida, como me persiguen a mí otros errores.

Dos días después nació León. Se adelantó una semana. Nacho no estuvo ahí y Jazmín eligió el nombre sola. ¿Vos crees que fue azar? Yo no, Rubén. León tuvo que ser fuerte desde el primer día. Él nos mantuvo vivos trece días después, en el momento que encontramos a su papá… el quince de mayo. Esa misma tarde, cuando mojaste sus párpados con tus lágrimas, se lo dijiste. Te escuché. Lo tenías en tus brazos y, acercándote a su cara, le dijiste "te quiero" y se lo repetiste varias veces, como intentando volver el tiempo atrás, queriendo decírselo a alguien más... pero no se pudo, entonces vivimos siete años diciéndole "Te quiero" a León, haciendo con él lo que no habíamos hecho antes, festejándole cada cumpleaños, intentando llenar el vacío que se le agigantaba año tras año, recorriendo la plaza, tratando de conectarlo con su papá, sacándole fotos para tener recuerdos de todo, llevándolo de la mano al jardín los días en que Jazmín se marchitaba y no olía más que a tristeza, vacío y casa deshabitada…

Habría hecho cualquier cosa para que él siguiera acá. Para que ellos siguieran acá.

Rubén, no fue tu culpa. Te lo repito como queriendo volver el tiempo atrás, pero no puedo. No podemos. No se puede atrasar el reloj para que León no llegue tarde a la escuela. No podemos saber quién fue el que lo vio subir los escalones corriendo con el mapa en la mano. El mapa, ¿te acordás?. Recorriste toda la ciudad para encontrar un mapa de Argentina con división política un domingo, Rubén. Y lo encontraste, así que él lo llevó en la mano y golpeó la puerta, porque no llegaba al picaporte. Yo le dije que algún día iba a llegar, pero todavía no, entonces golpeó y golpeó, pero nadie lo escuchó, Rubén.

Tu hijo no te escuchó decirle "Te quiero" y nadie escuchó a León. Yo me lo figuro así para poder seguir. Creo que él lo intentó hasta cansarse o hasta que ese alguien le ofreció algo rico y se lo llevó para siempre. El tres de mayo perdimos a León, Rubén. Tres de mayo. El dos a nuestro hijo y el tres a nuestro nieto.

Hoy es cuatro. Ya pasó un año y un día.

Y me dijiste "Te quiero" antes de irte.

 

Autora: Magalí Manzione

bottom of page