Comienzo
Ofelia vivía en uno de esos lugares oscuros, uno de esos lugares sin sentido, inentendibles, de esos que no deberían existir, pero existen. Allí vivía ella. Así vivía ella. No conocía otra cosa. Este era su mundo, un submundo. ¿Cuántas posibilidades tenía de escapar? Pocas. En este pequeño mundillo gobernado por gente sin corazón debía trabajar para ellos por las sobras. Bajar la cabeza, no mirar, no escuchar, no sentir.
Hacía poco que había decidido salir por las noches a cazar. A cazar personas. Buscaba, sigilosa, la oportunidad. Debía encontrarlas cometiendo el error y eso no era tan difícil. Esos, los sin corazón, no hacían más que equivocarse, aunque para ellos eso no fuera un error. Solía verse siempre que al terminar de cenar en sus pomposas mesas les daban permiso a esos niños para comer las sobras. Según ellos estaba bien. No sólo eso, sentían la bondad recorrer sus cuerpos. Se paraban, miraban elevando apenas sus cabezas y se retiraban con una leve sonrisa, como ya dueños del paraíso.
Una noche de caza, Ofelia, se encontró con uno de ellos cometiendo un error, uno de esos errores que se cometían todos los días. Vio como un hombre golpeaba a una niña por haber tomado agua de su copa. Durante el momento de la entrega de las sobras la pequeña bebió agua pura, transparente. En este submundo el agua pura sólo era para unos pocos, ya saben. Aquí la mayoría tomaba agua de zanja, de río contaminado o de lluvia. Entonces él la azotó sin piedad, convencido de su lugar y su verdad. ¿Qué otra cosa se le podría pedir? ¿Qué comprendiera? Ofelia pudo verse a sí misma, cuando iba por las sobras. Ahora prefería el pan duro y la mezcla, porque ya había sido niña y había probado lo que dejaban los otros, sabía de qué se trataba. Por eso después de trabajar comenzó a salir de caza.
Luego de los golpes, la dejó tirada en el piso como quien deja la basura en el canasto sin preocuparse por cuándo va a pasar el camión recolector. Impune, se fue sin mirar atrás. Nuestra cazadora se acercó a la niña, la cargó en sus brazos y la sacó de ahí. Miró atrás, recordó, y supo que él sería el comienzo del cambio.
El hombre subió a su auto y manejó un rato, sin pensar en nada, vacío. El aire cálido de una noche de verano, en una ciudad rodeada de edificios y asfalto era uno de los pocos placeres que quedaban. Llegó a su casa sin más problemas que esperar al ascensor que estaba en el último piso. Entró en su departamento blanco con pocos muebles, se tiró en su cama, así como estaba, y durmió tranquilo. No tenía nada por que preocuparse.
En cambio ella, caminaba en la noche húmeda con una niña dolorida, casi inconsciente, colgada de sus hombros. La llevó a su habitación, la cuidó y le prometió hacer justicia. Por ella y por todos. La mayoría no reaccionaba por hambre, miedo o ignorancia. Para ellos no había educación, ni posibilidades de nada. Ofelia se sentía sola, como la oveja negra, pero para eso llegan este tipo de ovejas, para desestabilizar a las otras. Para desnaturalizar las normalidades.
Una noche, cerca de la hora de las sobras, esperaba en silencio, en una calle oscura y sucia el momento exacto. Por la calle que estaba más iluminada y limpia comenzaron a salir los sin corazón con sus panzas redondas y satisfechas. Pasaban por al lado de los que venían por las sobras como si no existieran. ¿No eran capaces de registrar a los otros? ¿O no querían registrarlos? No existía ningún muro de ladrillos que los mantuviera separados, pero sí, existía uno, un muro invisible que los separaba, y era tan firme y alto como siempre.
Ofelia salió a la caza, su momento había llegado. No se trataba de hacerles lo mismo, de hacerles pagar con la misma moneda, se trataba de hacerlos pensar. ¿Difícil, quizás?
Siguió al golpeador de la noche anterior hasta su auto y cuando él se subió, ella lo hizo del lado del acompañante. Él la miró sin entender.
-Vengo por vos - le dijo ella.
-Bien, me gusta eso.
-¿Vamos a tu casa?
-¿Y si vamos a la tuya? - dijo y dibujó su sonrisa falsa. Él sabía que no había casa, ella sabía que sí.
Cuando llegaron se sentaron en un sofá blanco que había en el departamento.
-¿Querés tomar algo?
-Agua.
-Sabés que ustedes no toman nuestra agua.
-Sabés que yo no debería estar acá, sabés que nadie nos ve y sabés que yo no voy contar nada porque no me conviene. - dijo Ofelia.
Tomó el vaso, luego miró a través de él, por último, se concentró en el agua transparente, en el vaso transpirado por el frío. Se vio a ella perdida en ese placer. ¿Cómo no perder la cabeza? Tomó el agua despacio, disfrutando cada trago. Él la miraba sin entender todavía, qué hacía esta chica de los subsuelos ahí, un su piso, en el decimoquinto piso. ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo la dejó entrar? ¿Y si alguien los había visto?
Ella dejó el vaso en la mesa ratona de vidrio, limpia y vacía. Todo era tan blanco. Uno se enceguecía en ese ambiente. Ahí todo parecía estar bien.
-Anoche te vi cuando le pegaste a una compañera por tomar agua.
- Mirá vos, yo no te vi.
-¿No deberías pegarme, ahora por haber tomado tu agua?
-A vos te la di, a ella no. Sabés que hay poca agua. La buena es para nosotros, para los que sacamos este mundo adelante. Ustedes viven gracias a nosotros.
A Ofelia la recorrió un fuego interior, pero debía controlarse. Esto no era nuevo. Ya sabía todo.
-¿A qué viniste? ¿A tomar agua?
Ella lo miró a los ojos, lo atravesó, lo miró sin ver. Venía por mucho más que eso. Entonces se paró y se acercó al ventanal. Miró desde aquel decimoquinto piso y comprendió. Desde allí se veía todo, pero a la vez no se veía nada. ¿Qué se podía esperar de gente tan distante, tan cegada?
Esa gente no podía entender, no eran capaces de comprender al otro, de ponerse en su lugar. Ella lo volvió a mirar, y de repente supo que todo era en vano. Pero no podía bajar los brazos, se debía ser la heroína de su historia.
-Vengo a apostar.
-Bien, ¿Cuál es la apuesta?
-¿Tomarías esto todos los días? - le dijo mostrándole una botella con agua turbia que sacó de su mochila.
-No, eso toman ustedes. Nosotros somos diferentes.
-¿Qué te hace pensar que eso va a ser así para siempre?
Él la miró y sonrió, con esa sonrisa suya de antes. Tocó un timbre y en segundos se abrió la puerta y entraron unos policías y la sacaron de ahí. Nadie preguntó nada. Cuando ella gritó la callaron a golpes, le taparon la boca. La encerraron, pero la soltaron rápido, tenía que trabajar. Estaba en edad de producir, les convenía más tenerla haciendo algo, que encerrada y pensando. Le sumaron horas de trabajo.
Aquí la mayoría no tenía derecho a nada, y menos a pensar. Ella no podía sola necesitaba que todos los demás también se despertaran.
Muchas veces más trató de convencerlos, pero el hambre no los dejaba pensar, volvió a cazar, como decía ella, pero sola no podía luchar. Volvieron a atraparla y la juzgaron sin piedad. Nunca lograron entenderse.
Autora: Victoria Radivoy
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