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El lugar más público y a la vez más privado para las mujeres


Estás en un pequeño cubículo rectangular, con un hoyo detrás de vos y una puerta por delante. Con suerte tenés una pequeña tranca sobre la cerradura y un gancho para colgar cosas, pegado contra alguno de los paneles que te dividen de las otras celdas de convictas. Si los requisitos anteriores se cumplen, con libertad de reservar el beneficio de los dos últimos, conseguís el lugar donde estás. No obstante, también hay otros agregados que enriquecen el panorama. Accesorios, pero absolutamente indispensables (acá sólo lo prescindible es lo que está siempre presente): un hedor escatológico que opaca al mísero sabor a desinfectante; la oscuridad de un tubo de luz que está demasiado lejos de la cabina en la que te encerraron; una cadena infestada de bacterias que las más de las veces es decorativa, y una caja bajo el techo que se supone contiene agua en provecho de la higiene.

Este tipo de cubículo en cuestión se halla en múltiples variedades de emplazamientos: en una estación de trenes, en un supermercado, en cualquier lugar de comidas posible, o bien en una casa de estudios de todo tipo de nivel que se te ocurra, así como es el caso del cubículo en el que vos estás ahora: el tuyo pertenece a tu mugrosa facultad cuya suciedad sus alumnos se regocijan en romantizar. Para decorar todavía un poco más el escenario, hay que agregar que también podés encontrar las voces de compañeras tras tu puerta particular. Estarán hablando, chusmeando o tal vez riendo. Inclusive protes... (No, pará, nunca protestan) tolerando los fosos que tapan de agua con su propia negligencia, resignándose ante el déficit de árboles tallados y aguantando la falta de un pedazo de grasa aromatizada para las manos.

Este espacio es el gestante por excelencia de la disconformidad femenina. Este cubículo, esta habitación entera, es la cuna de la mujer molesta e irritada. Vos, ni bien te ves obligada a entrar acá, automáticamente te molestás y te irritás, aunque el chiste es que precisamente no te das cuenta de nada de ello. No te das cuenta porque no sólo la costumbre pervierte la queja, sino también porque no resistís, sino que insistís en seguir la corriente. Es verdad que la vida no está hecha para amargarse a cada cruce de puerta, pero también es verdad que es más fácil suponer que porque en todas partes ocurre, así debe ser.

Dentro de estos cubículos hay opresión como Dios manda: oprimís las piernas quejumbrosas y acalambrás los muslos para mantenerte estirada (pero jamás con la nariz parada); oprimís la puerta para que ninguna desgraciada distraída o desidiosa te asalte y te cague del susto (mejor no de otra cosa); oprimís la jeta con gesticulaciones malsonantes que no te atrevés a pronunciar porque ciegamente acatás la máxima de que la dama no putea; oprimís las nalgas para no defecar (asegurado que después de eso sí que te comerías un susto de la gran siete); oprimís intrínsecamente tu deseo de evacuar aun sin reconocer que ir al baño en estas condiciones es una prueba de cómo te evacuan a vos; oprimís la necesidad de respirar porque el Hades a tus espaldas existe con el objetivo de transportar muertos; oprimís el miedo a que alguna gota de rapiña caiga en el infortunio de hacer un salto excrementicio y te toque; oprimís con el pie tu mochila o cartera temiendo que pierda su oronda (y muy conveniente) postura erguida; y si a todo eso le sumás un día de menstruación, lo que más te oprimiría sería la vergüenza.

Verdad que este sufrimiento es temporal y que casi ni se percibe, pero sólo basta cruzar la puerta del baño de mujeres (si es que la hay) para sentirte completamente sola, y lo peor es que no te das cuenta.

En una cabina de baño público oprime el cielo y el peso sobre tus hombros. Succiona la tierra. El pozo te invoca. Te llama el Infierno.

 

Autora: Emilia Sofía Cotutiu

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