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El unigénito


Me hallaba frente a un hoyo de tres metros de profundidad. Recuerdo haberme arrancado el crucifijo que me regaló y arrojarlo junto a ese cajón que guardaba su cuerpo inerte. Mi poca fe se fue con él.

Pasaron los años y con ellos se afianzó la incredulidad y aprendí que hay cosas que no valen la pena: Yo no valgo la pena.

En mi profesión he visto la mierda, la muerte, la sangre y su hedor. He apuntado a la miseria con mi lente, me han apuntado con una AR-15 a mi rostro y nunca demostré terror, horror… siempre esperando de cierta forma a que ese gatillo fuera jalado.

Siempre he vivido al límite, siempre buscando desafiar a la muerte, a Dios, al Diablo o lo que sea que se suponga sea un ser superior.

Los actos de fe, la bondad y el cielo, es solo una estúpida ilusión que me hace más daño que la idea de un castigo eterno… No soy valiente, solo hago cosas estúpidas… solo digo que hay que despertar, nuestro papel en este mundo es insignificante.

La guerra cruel, mi trabajo bien hecho, mi jefe queda complacido me mira fijamente y me dice:

- Parece que te alimentaras del dolor, porque donde quieras que pisas parece que el mismo demonio hiciera presencia.

No quise mirarlo, ya tenía demasiado en mi cabeza, como para añadirle una paranoia más.

Tomé mi cheque y salí de su oficina sin decir nada.

Tal vez el estúpido comentario tenga sentido, quién no se alimenta del dolor estando en medio de tanta muerte…

No es que sea cruel, pero las cosas son como son. Estando en ese lugar lo que menos puedes sentir es compasión.

Sé cómo se siente dejar personas que te importan atrás y seguir como si nada… no es fácil nunca lo es… pero debes continuar o te asesinan.

Las noches comenzaron a volverse largas y extrañas… ahora siento un vacío, como si alguien me hubiera despedazado por dentro.

Ahora nada me importa, me da lo mismo si hace sol o llueve fuertemente, al tiempo que mis fotografías eran más viscerales y explícitas.

Mi lente comenzaba a fotografiar la maldad en todo su esplendor, pero nunca desde un punto de vista social… no, era como si quisiera ponerla en un pedestal…

Ya no me interesa socializar, solo fotografiar… fotografías extrañas y bizarras, el dolor ya no importa.

Una mañana como cualquier otra me miré al espejo y sentía que no me reconocía, me sentía ajena a mí y cosas extrañas ocurrían a mi alrededor.

Era como si un halo de tragedia se hubiera apoderado de mí, era como si la parca me hubiera heredado su guadaña.

Cualquiera que se acercara demasiado tenía un final sangriento… extraños accidentes, dolorosas muertes.

Comencé a acostumbrarme a que me dijeran que soy el mismo Lucifer, dejé de mirarme al espejo, dejé de sentir…

¿Y si el infierno es mi verdadero hogar? Cualquier cosa es mejor que estar aquí.

Nunca disfrutaba de nada… comencé a cuestionarme por qué a mí…

Como si haber nacido se hubiera convertido en una maldición. Mi infancia no fue fácil un padre ausente y una madre que me odia… una madre que me dice que jamás ha rezado por mí… que soy un simple accesorio del cual debió deshacerse hace mucho tiempo y por más que traté de ganarme su amor nunca lo logré.

Siempre tratando de agradar, de ganarme su afecto… tanto rechazo de cierta manera me quebró… por eso la fotografía, captar mi dolor en tragedias ajenas.

Desde el principio supe de mi adopción, que era más una cuestión de imagen que de amor…

Nunca quise saber quién era mi madre biológica, hay cosas que no quiero saber.

Por qué tanto rechazo…

Una tarde quise rezar… quise sentir algo de alivio, dejar de pensar que estaba cayendo a un abismo infinito.

Entré a esa catedral barroca divina y frente a ese enorme Jesús mutilado, torturado y crucificado le pregunté:

- ¿Por qué?

Hubo silencio… las veladoras se apagaron y el hijo de Dios lloró sangre y cayó a mis pies.

También ese día lo que quedaba de mi alma se quebró y la compasiva humanidad se fue de un soplo.

Fue una mezcla extraña de todo tipo de sensaciones como si algo dentro de mí mutara y se carcomiera lo que era, se carcomiera la inocencia que mi corazón celosamente custodiaba.

La tristeza fue rápidamente reemplazada por un odio profundo, por la ira que dominaba hasta mis huesos y por primera vez sentí que el mundo estaba a mis pies. Miré con desprecio al Jesús despedazado sobre el suelo y levantando mi vista al altar y con una sonrisa socarrona dije que el diablo también sabe de tiempos perfectos.

Mientras salía de la catedral a cada paso que daba los santos caían a pedazos y al estar de pie en la entrada vi que el cielo lloraba… lloraba porque Lucifer reconoció a su unigénito.

Ese es el comienzo de mi tragedia, el comienzo de la muerte del cielo, el comienzo de la encarnación del infierno en la tierra.

 

Autora: Angelique Reid

Nací y vivo en la ciudad de Bogotá; escritora, poeta, a veces hago crítica política y social, y además soy criminalista de profesión.

Porque nada está escrito, todo está por escribirse, por relatarse y por contarse, es por eso que me dedico a este bello oficio, para que por medio de mis líneas se transporten a otras realidades y puedan comprender las emociones humanas y no tan humanas.

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