Las sombras y el Estero
Es de noche. Hace tiempo que el último rayo del sol dejó espacio a la incertidumbre cuando veo cómo bajan las sombras de los árboles enormes y cómo comienzan a desplazarse por el campo, sigilosas, apenas durante unos instantes, hasta desaparecer por completo en los pastizales que rodean el estero.
Nunca los vi de cerca, sólo sus siluetas, vagas y confusas, y sólo cuando la luz de la luna las destaca contra la otra oscuridad, más profunda, la del monte...
En esta época comienza a escasear el agua. Mientras algunos arroyos lucen sus lechos resquebrajados y polvorientos, el estero todavía conserva mucho del volumen que la última creciente le dejó.
Donde hay agua hay animales, y –a veces– gente. Por eso, ahora, parece que hubieran perdido algo del recelo que guardaban al principio y se acercan.
—Patrón, ¿quiere cenar usté? —pregunta Cándido.
Le respondo con un gesto, sin dejar de mirar la negrura casi absoluta, aunque sé que ya no aparecerán, al menos hasta muy entrada la noche.
Cándido regresa a la casa. Entre las paredes de ladrillos comienza a preparar la mesa.
Al rato abandono la penumbra de la galería y me acerco al fogón. Los platos, los cubiertos, los vasos, el agua... todo dejo que lo acerque el muchacho, todo menos el vino. Soy yo quien va a buscar la jarra de vino. Nunca le permito que entre a la despensa donde está la damajuana; tomaría hasta emborracharse por completo, hasta descomponerse, y seguiría tomando hasta derrumbarse, hasta entrar en coma.
No. Le doy un par de vasos, con agua, la misma cantidad que yo consumo en su presencia. Con eso se conforma.
Dicen de Cándido que, al comienzo de cada año, compartía la costumbre de dar la primera copa a la tierra, en agradecimiento por la gracia recibida. Recién con posterioridad probaba algún sorbo. Era una costumbre que había asimilado de su padre, oriundo de Cuyo, quien legó el rito que se realizaba en su círculo íntimo, cuando el vino estaba a punto y se pasaba a las botellas. Pero hay costumbres que se van perdiendo y otras conductas ocupan el lugar de aquellas que aportaron mesura.
Quienes conocen su historia aseguran que primero comenzó a tomar la madre. Vaya uno a saber si a causa de la ausencia de su compañero, o de cuál desengaño. Todavía me parece verla, siempre trabajadora, llegando por el sendero de tierra después de haber caminado kilómetros desde su rancho, con sus pies descalzos y sus piernas deformadas, moviéndolas como si fueran mazas sobre que apoyarse.
En uno de mis últimos diálogos con ella dio por terminada una historia que juzgué inconclusa. Había venido a pedirme algo de dinero a cambio del trabajo de su hijo. Adujo la necesidad de comprar velas y un poco de yerba en el boliche. Le dije que yo le daría yerba y también algunas velas, pero no el dinero, no en ese momento, porque sabía que era para hartarse de alcohol. Cada vez que lucía el vestido raído, el que alguna vez reservó con exclusividad para ir al pueblo, se pasaba con las copas. Ese día insistió hasta agotarme.
—Mirá Julia, te voy a convidar una copita de ginebra. Solo una. Y no quiero verte tomar más —le dije al fin.
Aceptó. Como una expresión de gratitud, al saborearla me advirtió:
—Patrón, no es bueno acercarse por el monte que está detrás del estero.
—¿Por qué? —requerí—. Nunca terminás de explicar...
—No es bueno —insistió—. Y sin agregar palabra se retiró.
De a poco comenzó a recluirse cada vez más. Ya casi no se muestra en público.
Mañana llegará mi hija con su marido. Con ellos, cada tanto, comento algo de mis observaciones; no mucho. Me alegro de que vengan los dos. Nadie más. Con otra gente no podría mencionar nada sobre estas apariciones, que por un lado me atemorizan y por otro me subyugan.
Apago el farol de kerosene, la única luz de la casa, porque el generador del molino no funciona, y tomo la escopeta del baúl que está en la sala. A oscuras me quedo vigilando. La luna ha trepado en el cielo despejado y alumbra los campos dibujando extraños contornos de brujas y de espectros.
Cándido duerme en el galpón. A veces, a estas horas, sale a caminar por el monte, solo, en medio de ese espacio donde lo real y lo aparente se confunden.
Allá él. Nunca le dije nada por eso; sabe a qué puede exponerse y por lo visto también sabe cómo hacerlo: no vacila en caminar descalzo en medio de los pastizales, donde pueden acechar yararás o víboras de coral; en adentrarse en el estero con el agua hasta el cuello, sin muestras de recelo por anacondas o yacarés. Por su inocencia o valentía, tal vez por atribuírsele un sexto sentido o alguna cualidad difícil de entender, muchos lugareños rechazan su compañía. Es más, le temen, aunque finjan desprecio y en ocasiones piedad por su –aparente– escasa inteligencia. Incluso recelan de mí.
En momentos como estos, sobre todo, me importa no correr el riesgo de confundirlo con las otras formas, las tenebrosas. Por eso dejo la escopeta abierta, para arriesgar un segundo de mi tiempo a la reflexión antes de disparar; si acaso hiciera falta...Me tranquilizo pensando que conozco su silueta de memoria, que es difícil confundirla porque es más alta que las otras, mucho más alta; aunque la suya no pase de un metro y sesenta centímetros.
Además, en realidad, cuando el muchacho se aleja las sombras no aparecen, o al menos jamás vi que lo hicieran. Tal vez, él presienta el comportamiento colectivo de esas criaturas, o se comunique con ellas de alguna manera que desconozco y que oculta en forma sistemática.
Me quedo tomando vino, lentamente, de a sorbos. Hasta que el cansancio me va venciendo y después de hacer entrar a Lupi y a la Micha, me acuesto.
Es casi mediodía, la polvareda creciendo en la ruta anuncia la llegada de mi hija y de mi yerno.
Sin cerrar la puerta del coche, Martha me abraza y besa mis mejillas.
—¿Cómo estás papá? —pregunta mirando mis ojos.
Tengo ganas de hablar. Tengo necesidad de contarle todo. Pero me contengo. Aún no es el momento.
—¡Bien! ¡Muy bien! —me limito a responder.
Mi yerno me saluda con un apretón de manos, con solemnidad, con respeto.
—¡Pasen! ¡Pasen por favor! —sugiero.
Al fin del almuerzo, de conversar sobre parientes y amistades, mateando en la sobremesa, me atrevo:
—Volvieron —digo.
Los observo, para intentar descubrir qué piensan, qué ocultan, si se miran de reojo.
—No creo que sea nada raro —dice mi hija luego de un momento de silencio.
—Pero, ¿quiénes son? ¿Qué puede ser? —pregunto alcanzándole el mate—. No es un animal lo que hace relinchar a los caballos durante la noche, ni lo que espanta al ganado.
—Quizás son travesuras de chicos —arriesga mi yerno—. O algún vecino, molesto por algo.
—¿Travesuras? ¡No! —contesto—. Y si fuera un vecino molesto ¿Por qué no me dice su problema?
—Bueno, a cierta gente le cuesta conversar. No te olvides de que muchos hablan guaraní por acá —trata de argumentar Martha.
—No creo que se deba a timidez —afirmo—. Ni a un problema de idiomas.
—Papá, este lugar pudo convertirse en un establecimiento importante cuando vivía el abuelo. Él era de esta zona. Nosotros no. Hay tantas cuestiones que no comprendemos. ¿Por qué no volvés?
—La madre de Cándido mencionó un día, casi sin querer y porque había tomado demasiado, algo sobre unos seres de baja estatura, que habitan en las copas de los árboles —agrego—. Los llamó pitáyovaí...
—Papá...
—Nunca más los mencionó. Sólo en otra oportunidad agregó que no debemos acercarnos al monte que está detrás del estero...
—Papá…
—Creo que, un poco porque los echaron de sus tierras, porque los invaden, y encima porque ahora, en algunas partes amenaza la sequía —sigo diciendo mientras pienso que estoy hablando de más—, de a poco se acercan…
—¡Papá! Las sombras que ves deben ser rateros. Gente que busca robar algún zapallo de la huerta o un pollo del gallinero. En cierto modo nada malo hicieron hasta ahora. Tenés que retomar el tratamiento. Tenés que venir con nosotros a Buenos Aires.
Me callo. ¿Para qué seguir? En parte esperaba una respuesta semejante.
Le digo que sí, que debe tener razón, que ambos pueden tener razón. Sólo pido unos días para arreglar mi vuelta. Que iré tras ellos en un par de semanas.
Pero yo sigo pensando en aquellas apariciones, en cómo acercarme a quienes sean, para demostrar su existencia.
Al otro día mi hija y su esposo parten de regreso. Nada raro ocurrió durante su estadía. Como si la llegada de extraños hubiera alarmado a las visitas nocturnas.
La despedida se tornó tensa. Recién cuando la nube de polvo se asienta decido recostarme. A pesar de mi cansancio y desazón, ni con varios tragos consigo dormir la siesta.
A la tarde recorro el campo. Arreo los animales hasta el corral, los encierro, reviso la tranquera, el alambrado del gallinero. A los caballos los dejo en el galpón.
Tengo que descubrir qué ocurre.
Paso la noche despierto, esperando… Primero la Micha levanta las orejas, enseguida Lupi gruñe. Veo, apenas perceptibles, movimientos en los pastizales…, pero no se acercan. No más de esos límites que nadie parece haber consensuado.
Entonces, decido ir yo.
A la mañana vamos con Cándido y Lupi al monte que está atrás del estero. Miro las copas de los árboles, estos son más altos que los del monte frente a la casa, están más juntos, y la espesura del follaje se destaca inmensa. El lugar parece extenderse hasta lo inabarcable.
En esta tierra la naturaleza se desarrolla con regodeo. No es así viajando al suroeste, allá los campos quedaron arrasados; los bosques de quebrachos fueron talados, desmontados para extraer maderas y hacer durmientes para el ferrocarril, también para la producción de tanino. Los habitantes del lugar, hombres, mujeres, niños y animales, terminaron expulsados o asesinados.
Mientras más trato de distinguir algo, allá arriba, más descuido observar el suelo, como si debajo del pastizal húmedo y enmarañado que pisamos nada pudiera acechar. Cuando reparo en mi negligencia siento escalofríos. Igual trato de concentrarme en las alturas, en cualquier movimiento fugaz. También reparo en que no estoy prestando la debida atención a qué puede ocultarse a mi altura, detrás de los troncos erguidos e inmensos, detrás de los árboles caídos, bajo las enredaderas, y marañas de maleza, a que estoy internándome demasiado, a que en todo momento pueden vigilarme desde cientos de escondrijos… Comienza a dolerme el estómago, y encima este sudor helado…Nada puedo distinguir.
Todo parece estar en silencio, al acecho…
Al borde del pánico hago un disparo al cielo con la escopeta. Sólo para distenderme. Sólo para tratar de calmarme. Pero el monte entero parece estallar. Una bandada de loros se aleja carreteando y revoloteando. Miles de pájaros suman sus trinos enloquecidos y cientos de monos, hasta ahí invisibles, chillan y saltan de rama en rama… Escucho gruñidos y creo distinguir el sisear de las serpientes. Los ojos de Cándido están abiertos con una expresión de pavor como jamás imaginé. Lupi solloza.
Muy lentamente, como si la ofensa de todos los habitantes del monte hubiera de perdurar, los ruidos y alaridos van disminuyendo, aunque no se apagan por completo.
Cubiertos de sudor, sin hablar, regresamos.
Cándido enciende el fuego. Busco la damajuana en la despensa. Tomo unos tragos con apuro y llevo medio vaso para el muchacho. Se lo merece.
Debe ser medianoche. El relincho de los caballos, asustados en el corral, me despierta. Me cuesta ver; la oscuridad es tan profunda que parece definitiva. Lupi comienza a ladrar. La Micha mira el hueco de la ventana.
Pienso en los animales, cautivos… Mientras tanteo el machete y busco una linterna escucho mugidos y el clamor desesperado de gallinas y pollos.
Cuando llego, jadeando, veo la tranquera abierta, el alambre del corral retorcido, bebederos y tolvas caídos, bolsas, leña y aperos desparramados... Los animales están dispersos. Como si hubiera sido una advertencia, en lugar de una retirada desordenada.
Con las primeras luces vamos a investigar, a buscar un rastro, un indicio cualquiera.
—Las huellas indican que se alejan del corral. Entonces… ¿Cómo se acercaron? —pregunto, mirando a Cándido—. En la casa estamos nosotros, nadie más…
—El pitáyovaí tiene los pies torcidos Patrón, es imposible seguirle el rastro —afirma el muchacho en voz baja, inclinando la cabeza, como si estuviera traicionando un pacto con fuerzas ocultas, como si fuera mejor no mirar hacia los árboles.
Alcanzo a enfocar mis ojos sobre el monte, sobre el sector aledaño a nosotros. Los árboles me parecen entes colosales, cobijando a siniestros vigilantes que siguen mis movimientos. Recuerdo la propuesta de regresar a la ciudad.
Miro alrededor y nada en concreto observo; trato de pensar y no puedo hacerlo con claridad. Cándido me observa, Lupi y Micha me observan, interrogándome, como si desearan saber de inmediato mi decisión. Asimismo recuerdo el consejo de Julia...
Lentamente, también bajo mi vista, y cuelgo el arma en mi hombro.
Vuelvo.
Abrumado, vuelvo hacia la casa.
Junto al fogón, apretujando una copa vacía, en compañía de Cándido y de mis animales que aún parecen interrogarme, decido quedarme en la zona, también decido no acercarme más por el monte que está detrás del estero. Entonces descargo la escopeta, la guardo en el baúl y cierro los postigos de la ventana.
Y como si hubieran comprendido, tanto como yo, quienes me rodean dejan de observarme. Siento que todos quienes me rodean dejan de observarme.
Este cuento forma parte del libro Alusiones editado por Linda y Fatal Ediciones en 2018
Todo el catálogo de Linda y Fatal que dirige la gran poeta Ana Gervasio se puede visitar en su página de Facebook: Linda y Fatal Ediciones
Autor: Gerardo Barbieri
Gerardo Barbieri nació el 12 de marzo de 1958 en Lomas de Zamora.
Estudió Periodismo y Letras en la Facultad de Ciencias Sociales de la U.N.L.Z.
Asistió, entre otros, a los talleres de escritura creativa dictados por la Prof. Nora Fragasso en el Inst. Sup. del Prof. Dr. Joaquín V. González, y a los desarrollados bajo la dirección de Rolando Pérez en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A
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