Federica
Laburaba en lo de una señora cuando encontré un mapa que me condujo hasta un árbol, debajo del cual yacía enterrado un pen-drive. Pero lo más extraño de todo es que el pen-drive tenía un solo archivo, una pista de audio, la grabación de una joven moribunda que narraba la historia que transcribí y les voy a presentar a continuación:
Nací con el nombre de Federico la noche del 21 de junio del ’85 en Parque Patricios, Ciudad de Buenos Aires. De todas formas, mi historia comienza durante unas vacaciones en Córdoba a los once años y medio.
Sumergido bajo el agua pasaba algo con mi cuerpo. Lo sentí primero en las piernas, con lentitud llegó hasta la cadera, los genitales… Luego alcanzó las manos, la cara… Y no dolió. Fue como sorpresivo, expansivo, mágico. Cuando recobré los movimientos normalmente, nadé sin dificultades hasta la orilla y contemplé mi figura del pecho para abajo. ¡Me había convertido en nena! ¿Era acaso normal que algunas personas pudieran cambiar de sexo? Corrí a buscar a mi vieja. Ella leía una novela, acostada en una hamaca paraguaya. Al principio estuvo seria, pensó que decía cualquiera, pero cuando le conté en detalle cosas mías y de ella casi se desmaya. Necesitó recomponerse un par de minutos, y pidió que la acompañara al interior de la cabaña. Debíamos conversar “sin hacer el menor ruido”. No fue así.
Le pregunté con el corazón por estallar qué había pasado. Se mostró un poco menos alterada, buscando las palabras adecuadas, como quien tiene algo importante que confesar. Hablar con soltura siempre le costó. Es una persona reservada que se dedica a mirar allá arriba. Por la manera en que hablaba hacía parecer normal lo que me pasó. Finalmente supe, más temprano que tarde, que no era normal.
Ella de joven estudiaba Astronomía, y por ser la mejor obtuvo una beca de seis meses en Canadá. Una vez le preguntaron si era buena guardando secretos. Dijo que sí. A medida que la fecha de regreso se acercaba, la llamaron para una reunión secreta. En la reunión fueron cuatro personas… y un espécimen extraterrestre.
“¿De qué color era el marciano, ma?” pregunté en un momento.
“No te lo puedo decir. Es confidencial”.
En realidad, no importaba en lo más mínimo.
Lo crucial fue (bah, es) el resto de la historia. Todos pudieron tocar al alienígena. Mi vieja tocó una parte sin saber cuál.
De vuelta en casa, semanas después, se enteró de su embarazo.
La cuestión es que durante meses no había tenido relaciones con ningún tipo.
Una tarde le contó un colega con discreción que aquella especie emana un esperma imperceptible y ultrarresistente por días al agua y el jabón. Le preguntó ella si era bueno para guardar secretos. “El mejor” contestó él, serio. Así le contó lo de su embarazo. Parte del esperma debió quedar adherido a las profundidades de sus huellas dactilares, pudiendo incluso desplazarse.
El tipo resultó ser digno de confianza. El caso se mantuvo en secreto.
“¿Se puede tener hijos sin relaciones?”
“No, no.”
“¿Cómo quedaste embarazada de mí entonces? ¡No estuviste con ningún chico!”
Le costó mucho responderme. Y de chica que era no entendí bien.
“Estaba sola en mi habitación del hotel, dos noches después del encuentro. No tenía a nadie con quien compartir el momento, pero pocas veces me sentí tan… plena, joven. Me reía sola, fumaba en la cama desnuda.”
“¿Y los… espermatozoides? ¿Cómo llegaron a tu…?”
“¡Basta!” gritó.
Mis preguntas se terminaron por un rato. Ella estaba roja de la vergüenza, sin enojarse.
Antes de ir al baño para seguir contemplándome, agregó:
“Algún día vas a conocer el sexo, y también vas a descubrir cosas”.
Fue una suerte haberme podido cambiar de escuela antes de comenzar las clases. Tanto mi vieja como la directora de aquella primaria horrible pensaron que se trataba de una buena decisión. Los chicos eran malos conmigo. Y les hablo de antes del suceso.
Cambiarme el nombre fue lo menos difícil de todo. Iba a ser Federica desde entonces. Todas las fotos de mi vida previa quedaron a resguardo. En el registro ¡no hubo problema con el cambio de sexo! Al salir de la oficina un empleado me sonrió, se sacó un guante enseñando su mano azul, y levantó el dedo pulgar.
Desde la pre-adolescencia supe que era bisexual, aunque prefiriera a las mujeres. Así y todo me puse de novia con un chico a los dieciocho. A falta de un padre necesitaba una figura masculina, un varón con el que compartir emociones, pensamientos, experiencias, y tal vez mi secreto.
Empecé a estudiar Filosofía dándome cuenta de que era lo que más me gustaba. Las preguntas mías y sobre la humanidad toda me ocuparon siempre. ¿Qué es lo que nos hace humanos, en definitiva? Pregunto, porque durante años busqué ser lo más “humana” posible. Ser lo que soy no me hizo sentir mejor que los demás. Ojalá se entienda. Era portadora de un secreto que no sabía si tenía que sacar a la luz un día. Fue una razón para no ser del todo feliz.
Además de sentarme para ir entendiendo a Descartes y a Schopenhauer, empecé a ir a clases de nado. En el agua era veloz; sumergida, mis pulmones resistían mucho más de lo normal. Conseguía con facilidad movimientos fluidos, y las entrenadoras me sugirieron anotarme a competiciones. De un momento a otro amaba ser lo que era.
Un día, a los veinte, recibo un SMS de mi novio por aquel entonces. Quería que nos viéramos. Fuimos a una confitería de Caballito. El encuentro fue alegre, hasta que él fue diciendo cosas como “mira, te fui infiel este último tiempo”, “no supe cómo decírtelo”, “espero que lo entiendas y me perdones” y boludeces por el estilo. Salí del lugar. No podía contener las lágrimas gordas que se me caían. Esa tarde conocí a una Federica distinta. Él me siguió, pero trató de defenderse cuando llevé las manos a su pecho. Con una mano que tenía libre le pegué en la cara. Se fue al suelo. Terminó sangrando. En su casa tuvo que ponerse desinfectante y una venda. ¡Ni siquiera le había dado tan fuerte!
Para recuperarme del episodio necesité más tiempo del que pasé con él.
Llegué a pensar en el suicidio. Por un imbécil, sí, pero soy distinta. Mi vieja me dijo que una sensibilidad así no era normal en los humanos. De un momento a otro odiaba ser lo que era. Fuerte como un roble, salvo el corazón.
No me volví a comprometer afectivamente con nadie, y el solo pensarlo me causó pánico.
Con un poco de esfuerzo fui agarrando horas de docente en dos universidades. En las competencias de natación rendía cada vez mejor. ¡Varias veces me preguntaron si era una súper heroína! Una vez respondí que no, entre risas, luego de ganar una medalla dorada. “Federica, ¡pará con la falsa modestia!” me dijeron esa noche.
Piensen lo que quieran, yo me considero humilde.
En la universidad, en el club, en todos los lugares a los que iba terminaban buscándome hombres y mujeres que querían tener algo conmigo. Me invitaban con frecuencia a citas, fiestas de cumpleaños y orgías. Atrás iba quedando el recuerdo amargo de mi ex, y hasta la tristeza de considerar la revelación o no de mi secreto.
Mis miedos cambiaron. Me horrorizaba la idea, la posibilidad, de volver a ser varón de la noche a la mañana. Si esto pasaba en un mundo como el actual, ¿cómo hubiera podido esconderlo? Mejor terminar y considerar que fue una buena vida, intensa.
No. Mejor ni pensarlo. Hacer de cuenta que todo sigue su curso.
Nada se compara igual con haber crecido sin un padre, y esta sensación de soledad a causa de mi particularidad. Son cosas que siempre estuvieron ahí, y me pusieron triste. Quizás la felicidad plena aparece solo en ocasiones aisladas. Por suerte logra sorprender hasta cuando no se la espera.
Y de un día para el otro ya no me sentía igual. Enfermaba. Al principio fue solo fiebre y luego se me caía el pelo. Tuve mareos, dolores de cabeza, perdía fuerzas. Los médicos, a los que antes no veía, no encontraban respuesta alguna a medida que este mal fue avanzando. Creyeron que era un virus, pero no contagia. El deterioro fue progresivo e imparable. Temí que el mundo se enterara finalmente de mi naturaleza. Zafé. Una vez más.
Ahora estoy casi pelada, terminando de grabar estas memorias, con la piel deshaciéndose en un polvo que no se puede lavar. En algún momento desaparecerán el resto de mis energías para seguir hablando, comiendo, mirando si ella, la que siempre estuvo a mi lado, vuelve a aparecer por la puerta. Puedo sentirlo, es el final que se acerca. ¿Y si muero de una forma diferente, por ser lo que soy? En fin, tantas preguntas que tengo todavía sin respuesta. Al menos sé que viene y que antes estará mi vieja cuando ocurra… Usaré el resto de mis energías en decirle que vuelva a ser feliz algún día cuando no esté, en pedirle que me recuerde. Un par de visitas de colegas de ella me han sorprendido. Un hombre que no vi antes, con manos azules, me dijo que siempre estuvo al tanto de mis estudios, de mi trabajo, de mi relación, de cuando estaba feliz o triste, y que tuvo que permanecer en las sombras por lo que podía ocurrirle “si el mundo lo descubría”. Hay algo en su mirada, en sus gestos, en su forma de hablar, que me resulta extrañamente familiar...
“¿Sos vos, pa?”
Si el texto les resultó fragmentario es porque buena parte de la narración no me cautivó de la misma forma. No es un invento mío. Espero hablar algún día con alguien que haya tenido un hallazgo similar; para así demostrar que, en definitiva, no estamos solos.
Autor: Jonathan Ehrhorn
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