La grasa de las batallas ganadas
Algunos amigos míos me llaman Gloria porque les recuerdo a la escena de El crepúsculo de los dioses en la que Gloria Swanson baja las escaleras de su mansión emulando a la diva del celuloide Norma Desmond.
No me gusta nada que me llamen así, aunque reconozco que suelo perder el norte muchas veces. Con frecuencia pienso que soy un actor de su propia vida que escribe cada jornada un nuevo guión.
Actor y dramaturgo. Tengo un libreto general en el que se define a la persona, sus gustos y sus manías, su idiosincrasia, aunque todos los días tengo que escribir un guión original y diferente. Necesito un conflicto diario que de fuerza al texto, como si se tratara de una obra de teatro.
Tiene que ser algo potente. No me basta con contar que he ido al supermercado a comprar muslos de pollo o que me ha gustado una determinada película. Debe ser algo arrollador. Si no existe, me lo invento, lo creo, tergiverso mi realidad para intentar ganar un Óscar con ella.
Me gusta pensar que los demás me ven como un alma en pena, como un ser atormentado y errante. Hasta me excita. Pienso que gano puntos de esa manera. Resulta paradójico porque la primera impresión que doy es justo la contraria. Mi terapeuta decía que esa primera impresión es la real y que intento desbaratarla porque no me agrada que los demás descubran una persona dicharachera, alegre y llena de vida.
En realidad, hace ya cinco años que no voy a terapia. Estuve yendo casi un lustro pero la dejé porque mi psicoanalista se convirtió en mi amiga y porque, sinceramente, la toreé y engañé.
Hice con Lola lo que quise. Ella era el caldo de cultivo perfecto para escribir ese guión diario, en su caso semanal, lleno de giros dramáticos. Además, estaba obsesionada en que el problema de todos mis males tenía su origen en mis padres y en mi infancia. Podía decirle que llevaba una semana con una tristeza enorme porque un compañero de trabajo me había dado una contestación fuera de tono y ella decía que se debía a que a los siete años mi madre me había zarandeado a la hora de comer un filete de hígado y que, por ese motivo, en mi interior existía un conflicto que hacía que no soportase las malas contestaciones ajenas. Si esa mala contestación se daba en un restaurante en el que alguno de los comensales estuviese comiendo hígado o algún tipo de casquería, mi reacción estaría cercana a la hecatombe más absoluta. Por otro lado, íbamos tan sumamente despacio que experimentaba la sensación de que tendrían que pasar 40 años hasta lograr algún tipo de resultado. Es decir, me pillaría en la residencia con mi tacataca y mi artritis. Apenas podría moverme pero tendría la cabeza libre de paranoias. No me parecía un panorama muy alentador, particularmente cuando cada sesión costaba 60 euros.
A Lola empecé a ir porque estoy gordo.
Tengo tanta grasa que podría terminar con el hambre en el mundo. Me mandó mi madre. Yo me encontraba perfectamente con mi cuerpo, pero ella estaba obsesionada con mi imagen y pensó que cuatro directrices proporcionadas por una psicóloga harían que me convirtiese en Bo Derek. Lola, además, pensaba que mis padres eran los culpables de mi obesidad porque yo había optado por comer como un cerdo y no cuidarme para huir de la atmósfera opresiva que se respiraba en casa.
Absurdo.
Hace poco leí una novela en la que se describía a un grupo de artistas que la historia ha calificado como malditos. No lo hacía con una connotación peyorativa, sino todo lo contrario. Enumeraba una lista de personajes que han significado un antes y un después en sus disciplinas pero que nacieron en la época equivocada: Van Gogh, Edgar Allan Poe, Robert Schumann, Edward Munch, entre otros.
Ser maldito es ser consciente de que tu discurso no tendrá ningún tipo de repercusión porque no existen oídos que lleguen a entenderlo. Es no coincidir con tu tiempo y desear ser como los demás pero no poder.
¿Soy yo un maldito? ¿O simplemente soy una persona normal pero me gusta dármelas de especial al calificarme como un incomprendido?
No soy un escritor que se emborracha con absenta o se droga con lo primero que pilla. No pienso que sea futura carne de Wikipedia cuando me muera ni que mis creaciones artísticas se venderán tanto como para dar de comer a varias generaciones de mi familia. No me gustan los círculos bohemios porque no pienso que un artista sea especial por crear ni haya que darle un trato diferencial porque se suba a un escenario, escriba una obra de teatro o componga una melodía.
Me encanta la locura, el desequilibrio, yo mismo me defino como un ser perturbado. Por eso acepto mi obesidad y por eso sigo comiendo lo que me da la gana. Los análisis siempre me salen bien y los médicos me dicen que el único problema es estético. Y a mí la imagen me parece una estupidez. No respeto las reglas establecidas por la sociedad y me considero un pájaro libre, pero encerrado en la jaula que ha establecido un entorno obsesionado con la talla S y con la moda.
Generalmente pienso que una persona merece la pena cuando descubro que no es un encefalograma plano, cuando sé que habla con sus yoes en varios idiomas en mitad de la calle sin importarle que piensen que está trillada, cuando agarra mis lorzas y se embriaga con ellas porque le parecen hermosas, cuando mete su meñique dentro de los pliegues de grasa de mi ombligo y me dice “joder, qué caliente se está aquí”.
Me gusta la gente que desentona consigo misma, que fluye en un devenir incesante de boberías y que se mira en el espejo por la mañana para morirse de risa del reflejo que observa. Yo soy así y merezco la pena. Mi gordura es mágica. Solo me falta creérmelo, al menos eso decía la terapeuta a quien engañaba.
Supongo que esa maldición de la que tanto me gusta hablar se aplica a todos los ámbitos de mi vida. Alguien dijo que ser maldito supone traspasar los límites de la realidad, confundiéndola con la ficción…Entonces, en mi vida, hay algo de maldito.
Soy consciente de que tengo una existencia polifónica. Los artistas vivimos en un estado de locura absoluta la mayor parte del tiempo, somos muy complejos y tenemos una necesidad ingente de atención ajena. Puede que los artistas que se dedican al teatro, como yo, seamos si cabe más complicados. De nuevo me asalta la misma cantinela: ¿soy yo un maldito? ¿o simplemente un gordo al que se le va la cabeza?
En el mundo de la escena la mayor pieza teatral es aquella que no se ve, la que se genera en la soledad de tu hogar con una copa de vino y música clásica de fondo, continua en las redes sociales y con el boca a boca para formar elenco y tiene su desenlace el día del estreno.
Tener la idea es lo de menos. Esbozarla, escribirla y buscar equipo se hace en un abrir y cerrar de ojos. Es mucho menos complicado que memorizar un texto e ir por la vida de Ingrid Bergman. El problema es que encontrar a un Humphrey Bogart que te humedezca entera con su tócala otra vez Sam es bastante difícil.
A este tipo de conclusiones se llega después de días enteros en los que algunos iluminados han ignorado completamente tus llamadas y mensajes. Pienso que debe de ser alguna estrategia que les enseñan en las escuelas de arte dramático: hacerse de rogar e ir de misteriosos.
Gano de media 20 euros por obra de teatro cuando yo soy el escritor y el director de la misma. Si tan solo percibo lo que me corresponde por los derechos de autor puedo llegar a ganar cinco o seis euros. A esta cantidad se le resta el IVA cultural, de manera que tendría que tener en cartel más de tres mil obras simultáneamente para convertirme en mileurista. Por un lado, es apasionante ver cómo aquello que se ha creado durante varias noches de insomnio cobra vida en un escenario y hace que la gente se emocione, que ría y que llore a partes iguales. Pero, por otro, se está a punto de tirar la toalla muchas veces.
He entrado muchas veces en crisis en lo que se refiere a la creación artística. En este momento de mi vida, además, la crisis artística va pareja a una crisis vital como nunca antes había vivido. ¿Merece la pena todo esto? Horas enteras delante del ordenador escribiendo y preparando dosieres de prensa, llamando a productoras, a gerifaltes de salas de teatro, peleándome con los actores, con los directores, con los grafistas de los carteles. ¿Para qué? Si no fuese por mis padres viviría en la indigencia, estaría pidiendo en la calle.
Esa situación de tierra de nadie alcanzó su mayor apogeo hace unos meses cuando decidí mudarme cinco meses a Madrid porque tenía varias obras en teatros de la capital. Yo era una especie de fantasma, un dramaturgo que distribuía sus textos desde una ciudad de provincias pero al que nadie conocía. Cuando adquirí cuerpo, la gente empezó a dejarme de hablar.
-¿Te has fijado? Está como un tonel, ya podría hacerse una liposucción- comentaba una actriz que ganaba de media 3 euros al mes en piezas de microteatro que se representaban en la Cañada Real.
-No tiene vergüenza, un poco de pundonor, digo yo, no puede venirse a una entrega de premios con esta indumentaria- subrayaba la madre de la actriz de los 3 euros.
-Me lo imagino poniéndose tibio de hamburguesas con kétchup a las tres de la mañana para lograr la inspiración. No vuelvo a protagonizar una de sus obras en la vida- aseguraba un actor reconocido que se había con el crack.
Reconozco que los autores nos caracterizamos por la grandiosidad y la necesidad constante de admiración. Tenemos un enorme sentido de autoimportancia. Creemos que somos especiales y únicos. Quizá los autores gordos y obesos a quienes les importa una mierda su aspecto seamos más insoportables. Nos encanta que la actriz protagonista de una pieza nos abrace, se emocione y nos diga que le encanta como escribimos aunque después asegure que no valemos ni para perfilar la hoja parroquial. Exigimos una admiración excesiva de esa actriz protagonista y de toda su familia, pero lo escondemos con falsa modestia. Nos vuelve locos que los medios de comunicación se hagan eco de nuestras creaciones, aunque a los demás les decimos que nos da vergüenza y que no entendemos cómo nos ponen tan bien. A veces presentamos comportamientos arrogantes y soberbios. Nadie sabe lo que nos fastidia estar en la sombra cuando el director y los protagonistas se llevan todos los aplausos.
Hace poco una señora mayor me dijo lo siguiente: “Me he emocionado con tu obra porque me ha recordado las ganas de vivir que tenía antes de perderlas definitivamente”. Yo hace tiempo que las perdí pero, precisamente, busco que quienes han experimentado lo mismo que yo recuerden que las tuvieron en algún momento de su vida y sonrían gracias al arte.
¿Qué novela podría escribirse si se combina la palabra teatro con maldito, arte, amor, deseo, incomprensión, obesidad, desequilibrio? Me imagino Las flores del mal de Charles Baudelaire mezclada en la coctelera interior de la que hablaba antes con Escritos de un viejo indecente de Charles Bukowski.
El amor, la amistad, el trabajo, la interacción con los demás.
Ámbitos en los que se puede ser un maldito, parcelas en las que uno se da cuenta de que lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano. Lo que me ha pasado en el mundo del teatro con ciertas personas lleva repitiéndose en mi vida desde hace muchos años.
Estar gordo ha estado detrás de esto en varias ocasiones. Gente que desaparece completamente, que me bloquea en su teléfono, que no quiere saber nada de mí. A veces, soy consciente de lo que ha pasado. Otras, no. Debo de ser tonto. Habrá algo que haga mal si es un comportamiento repetitivo.
“Lo que te sucede es que eres muy intenso y esa intensidad crea ansiedad a muchas personas”, me dijo una vez una gran amiga. Pero yo no sé actuar de otra manera, me gusta disfrutar hasta la médula de los pequeños detalles de la vida, poner pasión en todo lo que hago. Es posible que mi carácter pueda definirse como carácter mascletà, expresión acuñada por otro buen amigo mío: “Eres como una mascletà en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia. Los cinco minutos que dura hacen que todo el mundo esté encantado con el estruendo y la magnificencia del espectáculo, pero cuando termina tan solo quedan las brasas de las tracas desperdigadas por el suelo”.
De pequeño, solía esconderme en la capilla del sótano del colegio para que la media hora del recreo pasara lo antes posible. Mis compañeros me insultaban y me pegaban. Gordo, homosexual y más listo que la media. Ser diferente no tiene muy buena prensa. Me sentaba en uno de los bancos de madera, con la luz apagada y la sombra del crucifijo del altar acechándome desde lejos. Pensaba en mi porvenir, en lo que me gustaría ser de mayor, en cómo sería mi vida, en los besos que estaban por llegar y en las personas que me encontraría por el camino. Era uno de los pocos sitios en los que sentía que mi vida no era una equivocación, que yo no era fruto de un error. En aquella capilla podía adoptar múltiples formas y mi existencia polifónica acudía a mi imaginación como los títulos de crédito de una película. Me constaba que algunos maestros me tildaban de “raro” e incluso el tutor del centro había llamado por teléfono a mis padres para hablar de mi carácter taciturno. Entablé mucha amistad con el padre Moreno, profesor de Química y responsable de la biblioteca de la escuela. Se había fijado en mí y me había animado a que le visitara alguna tarde.
Enjuto, de rostro imperturbable, con una edad indefinida y unos ojos negros que escondían innumerables experiencias fruto de sus años de misionero en Burkina-Faso, el padre Moreno se convirtió en mi mentor.
La biblioteca del colegio estaba situada al lado del gimnasio. Era un antiguo edificio de ladrillo rojo con ventanas muy pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. El interior olía a añejo, a polvo, a lomo de libro antiguo, con centenares de ejemplares agolpados en las estanterías, distribuidas en forma de U y tan altas que llegaban hasta el techo.
Los altos mandos del colegio habían relegado al padre Moreno a la biblioteca cuando había vuelto a casa después de 20 años en la sabana africana.
Rodeado de libros y sentado en una esquina de la biblioteca, aprendí a devorar a los clásicos en compañía del padre Moreno, quien me contaba sus experiencias en África y cómo había perdido una fe que después recuperó al hacer análisis de conciencia consigo mismo. Me dejé enamorar por el ansia de Plutarco, por el preciosismo de Baudelaire, por la magia de las novelas de amor de Edith Wharton, por el universo femenino de Tolstoi.
A Dios y a las calorías los dejábamos a un lado.
“Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer”, me solía decir el padre Moreno cuando se acercaba a la pequeña mesa en la que yo leía los libros que él me recomendaba.
Escondía algo, pero nunca me atreví a preguntárselo. Siempre hablaba del amor con mayúsculas y sus ojos brillaban con una fuerza abrasadora cuando recordaba sus años en África.
-Por las noches, cuando me meto en la cama, sueño retazos de una vida-, confesé un día al padre Moreno.
-¿En qué sueñas?
-Me veo a mí mismo haciendo cosas que jamás pensé podría hacer. Soy yo pero no soy yo. Si no fuese porque el personaje de los sueños tiene mi rostro y realiza mis gestos no me reconocería en él. Es como si hubiese vivido otra vida que vuelve a mí cuando no puedo disfrutarla porque estoy dormido.
-¿Desde hace cuánto tiempo sueñas contigo sin ser tú?
-Me veo en un desierto, al día siguiente en una playa, después rodeado de nuevo de muchas personas, casi nunca estoy solo. Cuando me despierto por la mañana siento que me gustaría que mis sueños se hiciesen realidad. Siento que me gustaría que me quisieran.
-Te quiere mucha gente.
-¿Sabe? El otro día soñé que era normal y delgado.
-Tienes suerte de solo haberlo soñado y no serlo-, concluyó el padre Moreno.
A lo largo de mi vida he tenido que soportar muchas veces el boicot ajeno. Quizá la experiencia más terrible tuvo lugar en un campamento de verano al que mi madre me llevó a los 16 años. Un tiempo antes, durante un viaje de estudios a Italia, pasé los quince días de la excursión solo en las habitaciones de los hoteles y en el último asiento del autobús, sin que nadie me dirigiese la palabra. Por lo tanto, llevarme a un campamento con la misma gente que me había ignorado en el viaje a Roma no parecía a priori una idea muy sensata.
Durante dos semanas tuve que soportar las burlas de mis compañeros a la hora del baño en el río, los cuchicheos de los monitores cuando servían la comida y las risas soterradas del cura y responsable del campamento. De todos modos, pasaron más o menos deprisa; terminaba el día tan cansado que caía rendido nada más meterme en el saco de dormir.
Por aquella época estaba leyendo El Quijote.
“El mundo no es aquel arraigado a los molinos de viento que nos encontramos por el camino porque pueden convertirse de pronto en gigantes”. Adoraba esa frase. Todos nos podemos encontrar con molinos a los que convertir en gigantes. La realidad depende de lo que pensamos y, al final, nuestros pensamientos son los que determinan si vemos gigantes o molinos. El padre Moreno solía recordarme esta enseñanza.
Mientras que el resto de los chavales jugaba por la montaña, yo leía dentro de la tienda de campaña. Me sorprendía mantener un rictus agrío con mis compañeros y me dolía hasta cierto punto que ellos no fuesen capaces de conocer al payaso divertido, lleno de vitalidad y alegría que vivía en mi interior. La última noche se celebraba una fiesta con baile incluido. Después de la cena, alumnos, monitores y el sacerdote se dispusieron alrededor de una fogata disfrutando de la música. Uno de los monitores sugirió que todos los niños jugasen al baile de las parejas.
Cada una de las niñas tenía que elegir a un compañero con el que bailaría y un jurado improvisado seleccionaría la mejor pareja de la noche. Yo me senté en la parte trasera de los improvisados bancos de madera, sabedor de que nadie me escogería para salir a bailar. Sin previo aviso, una de las niñas, la más guapa de la clase, se acercó a mí, me tendió la mano y me animó a que fuese al centro de la pista con ella. Sentí un escalofrío de alegría. ¡La niña más popular me invitaba a bailar! ¿Sería todo una obsesión forjada en mi subconsciente y, en realidad, era respetado y querido por mi entorno? Gustoso, me levanté y acepté la propuesta. Empezamos a bailar. Me sentía flotando, mis compañeros me observaban, también los monitores, dije varias veces “gracias” a la chica por concederme el baile e intenté entablar con ella una conversación, aunque la muchacha se limitó a seguir el compás de la canción. La música, un bolero trasnochado de los años cincuenta, subía de intensidad.
Estaba feliz, me sentía integrado.
-Me has tocado, cerdo-, dijo la chica.
-¿Perdona?-, le pregunté.
-Me has tocado las tetas, cabrón.
-¿Qué estás diciendo?-, respondí.
-¡Deja de tocarme, por favor, deja de tocarme!-, vociferó la chica.- ¡Deja de tocarme de una vez!
De repente, la música paró, los más de cuarenta alumnos se acercaron a nosotros y vi por el rabillo del ojo cómo el cura y los monitores se metían en la cocina y cerraban la puerta.
Empezaron a zarandearme, a darme golpes en los brazos, en la cabeza, a llamarme cerdo y pervertido. Me empujaron y caí al suelo. Todos mis compañeros se agolpaban a mi alrededor, dándome patadas y puñetazos e insultándome.
Por aquel entonces soñaba con frecuencia que estaba en una habitación lúgubre y sombría durante el recreo del colegio, una recreación onírica de la capilla en la que solía esconderme para evitar los insultos y amenazas de mis compañeros. Sin previo aviso, en ese preciso momento, acudió a mi mente la imagen de esa habitación. Las sombras de los árboles que en aquel cuarto entraban por la ventana y me habían infundido tanto miedo al recordarme que no era cómo los demás habían sido reemplazadas por mis compañeros de campamento que, como los amenazadores gigantes de El Quijote, me zamarreaban y sacudían desde lo alto.
No podía moverme ni hablar. Me sentía pequeño, minúsculo. Sin darme cuenta, alguien introdujo la mano por el ovillo de seres humanos que me traqueteaban y me sacó de allí.
“¡Corre!”, me dijo. “¡Corre!”.
Preso por una rabia descomunal, corrí como jamás lo había hecho y me adentré en la montaña. El llanto me salía a borbotones, no podía contenerlo, estaba explotando por dentro, el sudor de la carrera me caía por la frente y se confundía con mis lágrimas, lágrimas de impotencia y de angustia, de confusión y de dudas. Pasé la noche a la intemperie, seco de tanto llorar y con el corazón roto.
El campamento terminaba al día siguiente con una comida multitudinaria para los padres, que venían a recoger a sus hijos. Al alba, cuando vi que la actividad se reanudaba en el recinto, bajé. Los coches de las familias llenaban el aparcamiento. A lo lejos, vi a mi madre. Fue quizá la imagen más mágica y maravillosa, conmovedora, necesaria y reconfortante que había visto en toda mi vida. Corriendo, me abalancé sobre ella y me puse a llorar sin control. No podía contenerme. Mi madre me abrazó, me dijo que me quería, me dio muchos besos en la mejilla y en la frente, en los brazos, me acarició, lloró conmigo.
Días después, de vuelta a casa, mi madre me preparó el desayunó como de costumbre.
-Cariño, la vida es como un sendero con múltiples caminos. La mía ya está asfaltada y hace años que viajo encima del mismo camión, me he acostumbrado a las marchas, al ralentí que experimenta cuando toma una curva, a cómo se ladea hacia la izquierda cuando atraviesa una zona con montículos.
-¿Por qué pasó esto en el campamento, mamá?
-No lo sé, y ya sabes que hemos tomado cartas en el asunto tu padre y yo. A la gente le da miedo que uno sea diferente, mi amor, no lo entienden porque están acostumbrados al rebaño, a la monotonía. Sea como sea, tu vida es un camino sin asfaltar en el que aún estás a tiempo de echar el hormigón que necesites. Aunque muchos no lo entiendan, como tus compañeros, y se conformen con cabañas de madera, tú crea gigantes, tus gigantes de hormigón.
Siempre he admirado al villano, al perturbado, al que asume la locura como modo de vida. No aguanto al típico chico bien afeitado, rasurado de gimnasio, con su corbata y un buen trabajo que pasa los domingos en su chalet del extrarradio. Me gustan las personas desesperadas con mentes y destinos hechos a jirones, quienes tienen el corazón lleno de poso porque han sufrido pero que gestionan ese sufrimiento del único modo posible, desternillándose de él.
No me hace gracia la gente feliz porque sí, sino aquella que ha generado su felicidad a partir de los golpes. Me gustan las mujeres que van al Carrefour en chándal y con tacones y llenas de maquillaje barato porque les da exactamente igual lo que piensen de ellas los demás, en especial algunos hombres aún impregnados de un machismo retrógrado con olor a alcantarilla, hombres que son incapaces de ver que el feminismo no implica que las mujeres merezcan un trato especial, simplemente conlleva que merecen un trato igual.
Deberíamos rebelarnos contra esta sociedad patriarcal y androcéntrica.
Deberíamos teletransportarnos y volver al pasado, a los años sesenta por ejemplo, cuando la dictadura de la imagen y los cuerpos desnutridos aún no habían contaminado la sociedad.
Queremos que nos dejen ser, simplemente eso, o nos veremos obligados a partir al mundo de nunca jamás en el que aquellos carentes de un corazón libre de prejuicios no podrán entrar.
Se dice que un acto de locura consiste en no acatar ciertas reglas sociales básicas y mostrarse en contra de la sana razón. No está bien visto salir a caminar desnudo por los campos de labriego, gritar en medio de una conferencia de Estado, eructar en un acto público, ponerse un traje entallado que permita ver los michelines. No está bien visto decir lo que se piensa. Es un acto satánico.
¿Qué sucedería si todos los locos del mundo gritásemos a la vez, si nos lanzáramos desnudos a los campos al mismo tiempo y dijésemos lo que pasa por nuestras cabezas en un preciso momento?
¿Qué pasaría si los gordos bloqueásemos con nuestras lorzas las murallas de barro de la sociedad?
¿Cambiaría el curso del universo?
¿Habría una redistribución de la riqueza?
La locura no solo la tienen los que están encerrados en un manicomio. Todos estamos locos y todos hacemos locuras, lo que pasa es que la mayoría no se da cuenta de ello o se avergüenza.
Por eso, desde aquí, a quienes pensáis que la valía de un ser humano se mide por su apariencia externa y os apartáis a otro lado cuando yo paso por la calle, os utilizaré de musa en mi próxima obra de teatro.
Os inmortalizaré y todo el mundo sabrá en los años venideros lo gilipollas que habéis sido al no poder ver más allá. Dedicaré esa obra a mis antiguos compañeros de colegio, de quienes huía en los recreos para que no me pegasen, también a los actores y directores teatrales que me rechazaron por estar gordo, se la dedicaré, en definitiva, a los cuerdos del mundo, aburridos y mentecatos cuerdos.
Fernando Pessoa dijo que el valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con que suceden, en la magia y la energía que desprenden, aunque sea un instante que te puede marcar toda la vida. Por eso yo quiero retener mi mundo y mi intensidad en un no-tiempo que solo compartiré con ciertas personas, malditas como yo, especiales como pocas.
Autor: Eduardo José Viladés Fernández de Cuevas
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 20 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés (1976) cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración. Sus obras se representan en España, México y Estados Unidos. Formado en la escuela de arte dramático Cuarta Pared de Madrid y en el departamento de guión teatral de la Universidad de Valencia. Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo (Licenciado en la Universidad de Navarra, Máster en la Universidad de Valencia, Máster en Urbino), área en la que cuenta con más de 20 años de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.
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