top of page

Casa de Carlos


Cuando murió solo quedamos Carlos y yo en la casa. Estuve ocupado atendiendo a quienes venían al velorio y las llamadas de teléfono durante todo el día, mis ganas de estar tranquilo para poder despedir a Berta como yo quería me hizo pensar que eran inoportunos, agradecí que algunos se marcharan después de haber estado el tiempo suficiente.

El olor a glicinas del patio interno entró por la ventana, impregnó la casa dando la sensación que deambulaba por ahí; me venían recuerdos, parecía verla en la cocina, en el comedor o en el living leyendo alguna revista de recetas.

Nunca vi a Carlos así. Estuvo sentado todo el día con la mirada perdida en el suelo asintiendo a los pésames, sabía que tenía ganas de quedarse solo para hacer duelo a su manera, pero descubrí algo más en su rostro, un asomo inquietante. Pensé que vendrían los médicos, después las recetas y los comprimidos antes del almuerzo y la cena.

Mientras todos conversaban me quedé un momento mirando las glicinas por la ventana y recordé lo hermosa que era Leticia, mi vida podría haber sido diferente, quizá me hubiera casado, tal vez tendría hijos, no lo hice para no dejarlos solos y permití que Leticia se marchara.

Por la tarde fuimos al cementerio siguiendo el coche fúnebre. Algunos se fueron y otros nos acompañaron, un amigo vino con nosotros y le agradecí por eso. En algún momento él también me dijo que Leticia era espléndida y no debía desaprovechar la oportunidad.

La ceremonia fue breve, el cura dijo unas palabras y Carlos prefirió no ver cuando enterraban el cajón.

Regresamos, ninguno quiso cenar, estábamos solos, pudimos hacer nuestro duelo; conversar, decirle que Berta se encontraba en un lugar mejor, ver un par de lágrimas en su rostro, estar callados, irnos a nuestros cuartos para quedarnos en silencio y alejarnos de todo.

Salí temprano para cobrar a los inquilinos, al abrir la puerta el viento frío me dio en la cara, estábamos a fines de mayo. En la calle; gente atareada a paso rápido, perros con dueños en el parque, autos yendo y viniendo, hojas amarillas. Miré con nostalgia el mundo del que era parte, lugares por donde había transitado, rememorando paseos con Leticia, me preguntaba qué sería de su vida.

Al regresar pasé por el quiosco de revistas a buscar un encargo que Carlos me hizo. Vi lo inminente, las nubes tomaron parte del cielo desvaneciendo la ilusión de un día soleado. Cuando aún me quedaban un par de cuadras para llegar empezó a llover.

Doblé la esquina donde termina el bazar, saqué la llave y abrí la puerta. Me quité el abrigo mojado y lo colgué en el perchero, caminé hasta el living, lo llamé, pero no respondió.

Encontré a Carlos junto a la chimenea releyendo un libro. Lo miré tomar té sin que me viera, el decline de luz se notaba por la ventana. Fui a la cocina, después de buscar ingredientes en la heladera y la alacena para preparar la cena, regresé. El libro estaba cerrado y sostenía la taza vacía entre sus manos cerca de los labios, parecía estar muy lejos, ajeno al mundo material que lo rodeaba, con la mirada perdida en el fuego.

Se la pasa sentado, de vez en cuando sale al patio, pero es raro que quiera ir a la calle, comienza a preocuparme. Lo cierto es que hablamos poco. Hubiera preferido que esto no ocurriera, pero lleva tiempo mantener la casa que ha quedado tan grande, llena de recuerdos y retratos, algunos en blanco y negro. Sería bueno mudarnos a un lugar más pequeño, en el que sea fácil hablar, tener tiempo para otras cosas, pero sé que Carlos quiere quedarse aquí, esta casa significa mucho para él. Lamentándolo, sin querer darme cuenta, me están atrapando a mí también.

Hoy lo vi más animado, estuvo esperándome en la cocina, me acerqué y lo saludé con un beso en la cabeza pelada, encendí la radio para escuchar música mientras preparaba la cena y conversar. Era necesario para saber que todavía pertenecíamos a este mundo, uno piensa que nunca le ocurrirán estas cosas, algo tan simple como dialogar. Nos venían a la memoria momentos en los que la casa no estaba vacía, todos estaban aquí, también Leticia. Luego de cenar levanté la mesa y preparé café, lo serví y encendí un cigarrillo.

Cuando terminamos lo acompañé a su cuarto pensando en la noche, los dos sabemos lo que sucede, pero Carlos nunca habla de eso. Pensé que sería peor, así que renuncié a mi curiosidad, y opté por no mencionarlo.

Cerré la puerta del frente, la de atrás y los balcones, con esos cavilares me fui a dormir. El sonido de grillos se habría paso a través de la oscuridad y llegaba a mis oídos acompañando lo nocturno, dando sensación de penitencia.

Hace tiempo que Berta murió, pero más tiempo hace que observo la historia, llena de imágenes enojadas con el lugar. A veces pienso que las pinturas de mirada hostil me hablan, dicen que demolerlo sería bueno, acabaría así con generaciones que trajeron el sucumbir y lo encerraron para siempre en esta casa.

Ha ocurrido cuando menos lo esperaba, es que así siempre suceden estas y la mayoría de las cosas relevantes, cuando no se espera que pasen: se unió a ellos.

Miro por la ventana de la cocina, está anocheciendo, los colores del patio se opacan.

—Tendríamos que cortar esas zarzas —digo en voz alta esperando una respuesta.

No puedo dormir, quizá por el ruido en la noche, siempre tuvo ruidos, como toda casa antigua, pero ahora me quitan el sueño. Imagino a Carlos sonámbulo, cambiando todo de lugar.

Parece que existiremos convertidos en habitantes invisibles, aferrados a cosas de mamá, tía Berta y los otros, hasta que aprendamos.

Ya es tarde, me encuentro cansado. Es la última noche que escribo otra página de este diario estúpido.

Los noté inquietos todo el día, a lo mejor esperan. Apagando las luces, acompañé a Carlos a su cuarto (o imaginé que lo hacía). Encerrándome ante el imponente retrato de la tradición recluida, fui a la cama. Recé anhelando que aprendiéramos, así por fin un resplandor nos daría paz.

 

Autor del texto y la imagen: Mariano Diani

Este relato e imagen han sido publicados en el siguiente sitio: https://marianodiani.wordpress.com/

bottom of page