Historias de mi mamá
Manuel
Manuel y Martín caminan por las calles de tierra con el viento dándole en las caras. Los dos son bajitos, morochos y de espaldas anchas. Tienen la piel y los ojos oscuros. Manuel tiene la sonrisa infrecuente, pero inolvidable, de boca amplia y dientes parejos. Tiene 8 años, y su hermano 10. Todos los días hacen el mismo recorrido de la casa a la escuela. Viven en una zona rural, en una casa grande, con más habitaciones que habitantes, y en ella la inmensidad del campo juega de patio.
Es junio, y el recorrido se hace cada vez más pesado. Hace frío, tienen la piel seca y los labios cortados y pastosos. Manuel, mientras camina con los ojos entrecerrados para que no le moleste la tierra que vuela, piensa en la galletita que dejó a medio comer, porque su hermano le dijo que se apurara o llegarían tarde. Piensa en el calor de la casa, y en el abrazo de su mamá. Sería tan lindo que en lugar de caminar hasta la escuela, ella los llevara; y que en lugar de estar ocho horas ahí, estuvieran cuatro, como algunos de los otros chicos, que al mediodía vuelven a comer a sus casa y ya se quedan ahí. Pero no, papá dice que hay que hacerse a golpes, caminar hasta el colegio por más que el frío les corte la piel, y pasar el día ahí, porque “en el tiempo libre se ganan malos hábitos”. ¿Y mamá qué dice? Mamá no dice nada, porque papá siempre tiene razón, es el que manda en casa. Por eso Manuel y Martín son como pequeños adultos atrapados en cuerpos de niños. Tienen rutinas y obligaciones que cumplir, y lo hacen a rajatabla, porque el castigo de papá es mucho peor que no conocer el ocio. A veces, piensa que la desprotección que siente ahora, va a ser su protección en el futuro, de grande. Porque semejante estructura montada a su alrededor con horarios, tareas y exigencias, va a hacer que nada se salga de control. Pero, otras veces, piensa que es todo un montaje para sacárselos de encima, porque molestan.
El viento y un grito de Martín, lo devuelven a la realidad a la fuerza. Se había quedado parado en el medio del camino pensando. Su hermano le hace señas para que se apure, y el corre lo más rápido que puede los metros que los separan.
Manuel cumple 15. Ahora vive con Martín en una escuela agropecuaria, y los viernes van a casa de sus papás a pasar el fin de semana. Hace 5 años nació su hermana, Mariela, y sus padres parecen haberse convertido en dos personas completamente diferentes. Con ella; con ellos siguen igual.
El estómago se le contare y el corazón le oprime el pecho cada vez que los ve con Mari. La cuidan, la miman, la protegen. ¿Por qué? Está seguro que no tiene que ver con que ella sea más chica. Cuando ellos tenían su edad, no había mimos, ni protección; había obligaciones y horarios como ahora. Tiene tantas ganas de ocupar su lugar, de recibir lo que le dan a ella. Pero eso no se puede. Lo que sí puede hacer es ocuparse de estudiar, hacer deporte y ayudar a papá los fines de semana en el campo. Su niñez quedó en pausa antes de empezar a vivirla. Y él se quedó esperando la caricia después del tropezón, el beso después del reto, la curita después del raspón.
Hoy ya tiene 35 años, y todavía no pudo poner play. Espera. Busca lo que le faltó en otras cosas. Pero trabajar no abraza, correr no consuela y controlar no alcanza. Controla todo, hasta lo que cualquier mortal pensaría que es incontrolable. Lo que papá le enseño quedó como un tatuaje en su alma y en su cabeza. No puede ni acercarse a lo imprevisible, a lo que no puede manejar.
Ahora mamá está enferma, grave. Y al dolor de imaginarse que ella podría dejar de estar, se le suma no poder tener el control. No sólo no poder controlar la enfermedad que se la lleva, sino, no poder controlar lo que a él le pasa con eso. “Quiero que mi mamá esté bien”, repite como un mantra abrazado a la amante de turno. Lo repite creyendo estar dándole una orden al universo, y que éste debe cumplirla solo porque lo está imponiendo su cabeza. Pero no puede controlar nada, ni la enfermedad, ni su dolor, ni su cabeza, que vuelve continuamente a imaginarse la vida sin mamá. La espera y los recuerdos, llenan el espacio que debería llenar su futuro. La mujer que no puede encontrar, porque todavía no encontró a su mamá. Los hijos que no se imagina teniendo, porque él todavía no fue uno.
Manuel apoya la taza de té vacía en la mesada de su cocina. Levanta la cabeza, mira por la ventana y cierra los ojos. Deja que el calor del sol le caliente los párpados y, por primera vez en mucho tiempo, o tal vez simplemente por primera vez, se deja sentir. Siente la soledad de caminar por las calles de tierra con Martín; siente la rabia por las horas de juego que no existieron; siente el desamparo de caerse de la bici y volver a levantarse e intentar seguir pedaleando de nuevo sin que nadie se entere; siente los celos por los mimos que le tocan a Mariela; siente el temor infinito, intolerable, incontrolable de perder a su mamá; de perder la espera, la pausa y ganar la certeza apremiante de que ya es hora de poner play.
Autora: Agustina Villalba