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Los excesos


Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo Menetíada. (Iliad, scroll XXI, line 3…)

Xanthus.

Los jóvenes poco comprendían, éste los ató de manos y pies y encargó seriamente que sean dirigidos hacia las naves. Similar a los cachorros de la feroz pantera, que aguardan hambrientos el retorno de su madre que ha partido tras una presa al bosque consagrado a Artemisa, están los mancebos, con la vista clavada en los peñascos del árido camino, con el alma congestionada ante el destino. No pocos derramaron sus lágrimas, así manteniendo el rostro inmutable o desfigurándolo hasta lo irreconocible. Saben que nunca volverán a los brazos de sus amantes, pero esto poco importa, ya que son muchos los guerreros que no retornarán a sus tierras, a sus hogares calientes en el crudo inverno y frescos en primavera, muchos son los que no verán a sus padres otra vez, ni reconocerán el honor reflejado en los ojos de sus hijos, muchos no volverán a paladear el sabor agridulce del vino en la garganta, ni tomar posesión de sus dotes ganadas en batallas, la negra muerte los ha envuelto ya como la niebla que antecede al alba. Poco importa lo que acontezca con los mancebos despojados de sus compañeros a los que fielmente sirvieron tantos años, el Hado ha sentenciado. Estos serán muertos en expiación por la muerte de Patroclo, amado del Pelida. Sus entrañas lavarán la tierra sobre la que yacerá el cuerpo del majestuoso héroe que fue inmovilizado por Apolo, el que flecha de lejos, herido por la espalda de manera cobarde por Euforbo y dado el golpe final por el matador de hombres, el divino Héctor. Lucióse en la batalla el eximio compañero, hábil su lanza en desunir cráneos y falanges, aunque luego cayó sobre éste la funesta noche, como habrá de caernos a todos y cada uno de los hombres, así lo prevé el venerable Crónida que escapando del tormentoso vientre de su padre, ahora impera sobre mortales y dioses. La sangre y entrañas sobre el cadáver del joven Patroclo serán consagradas a los dioses, para que éste pueda así descender al Hades con gloria. Deben expiarse las corrupciones padecidas en su bello cuerpo por parte de los teucros. Estos lo ensuciaron, rasgaron sus vestimentas, corrompieron su cuerpo perfecto, Héctor domador de caballos quiso clavar su hermoso rostro en una pica, como provocación hacia Aquiles y a los dioses que moran el Olimpo. Los belicosos argivos no permitieron semejante atropello, y recuperaron el cuerpo del amable hijo de Menecio, harto apreciado por todos. La sangre de los doce mancebos será derramada sobre la tumba de Patroclo, y cada uno de estos arderá, hasta que las cenizas sean arrasadas por el viento y se eleven, perdiéndose para siempre en la nada. Así lo ha ordenado Aquiles. Y no será su palabra desobedecida. Doce mancebos, uno por cada Olímpico, a los que habrá de rendirles el tributo, encargando así el alma del joven Patroclo. Asaltan los recuerdos las mentes espantadas de los mancebos. Sus cuellos y vientres serán rajados por el bronce. Sus gritos romperán las gargantas, el Pelida esbozará una sonrisa, dichoso al verlos sufrir bajo su omnipotencia. Troya arderá, Patroclo descenderá con dicha al seno de la tierra, y todo esto al fin poseerá un sentido, aquel que sólo es conocido y develado por Zeus. Maldecidos éstos por nacer de mujer en tierra aliada para el combate con el reino del anciano Príamo. Maldecidos éstos por ser bellos y deseados por sus amantes, voraces guerreros que en vano intentan perseguir a los aqueos, servidores de Ares, hacia la derrota. Los mancebos marchan el fila, guiados por belicoso Tidida a las corvas naves, donde serán despojados de sus túnicas, no se les dará de probar bocado, ni de beber el refrescante vino, para que sus cuerpos sean fáciles de manipular a la hora de la inmolación. Atados de pies y manos, son guiados cuesta abajo, hacia la arena, y derraman éstos sus llantos, orando, implorando ayuda divina, sabiendo de antemano que ningún dios se atreverá a ofrecerla. Unos miran alrededor, como gesto de despedida, contemplan la planicie fundiéndose en una con el Helesponto a la distancia, otro cierran los ojos, se dejan poseer por el recuerdo, esa serpiente que mora y estrangula los pensamientos, serpiente de lomo gris, venenosa, que gusta morder las carnes del cerebro y herirlo fundamentalmente, allí donde los hombres no tienen acceso y no existe forma alguna de repararlo. Y el cerebro se marchita, los recuerdo terminan por poseerlo, y después no queda nada, solo la oscuridad en las celdas de las cóncavas naves, esa negrura que habrán de soportar los mancebos hasta el día en que sean liberados y sus tripas caigan sobre la tumba del amado Patroclo, el eximio jinete que fue gentil y apreciado por todos. El primero al que han de cortar el cuello en Ftía, donde habrán de erigirse cien monumento en honor al valiente Menecíada, lleva por nombre Kainos, tal fue llamado por su padre. Padeció ciertas miserias bajo la mirada de Zeus, el que todo lo ve y nada hace para revertirlo, y su destino lo entregó a los brazos de Dimeas, un guerrero sin dueño que fue convocado por el valiente Héctor matador de hombres, para dar pelea, acababan éstos de desembarcar en las costas de Troya hace cuatro días. Kainos, de tierna mirada, se enorgullecía de no volver a recoger jamás nunca el trigo en campos ajenos, ni soportar el asedio de los patrones, ni el hambre o el frio de las humildes tiendas. Dimeas lo elevó ante la plebe, desde ese momento fue por todos apreciado y respetado, era el compañero del guerrero que a muchos ha dado muerte, y es sabida su buena decisión a la hora de coger Erómenos, ese fiel compañero al cual entrega en vida sus placeres y excesos. Kainos encomienda su existencia al amante, y este último deja todo a merced de los dioses. El amado prepara la comida, cuida las lanzas y escudos, limpia la armadura bañada en oro y adornada con dientes de jabalí, hasta que la misma pueda utilizarse de espejo, sale de cacería, atiende a su compañero y a las mujeres que también le pertenecen, aunque le den asco. Kainos no comprende que lo denominado lealtad y pureza, esa entrega total al potente amante, lo deja en desventaja, ya que el mancebo no posee nada propio, y todo le será quitado cuando su compañero perezca en la batalla. Es por esto, y aunque él lo desconozca, que su sangre será absorbida por la tierra. Dimeas fue muerto hace unas horas por una lanza guiada por Atenea hacia el plexo, y éste escuálido mancebo ya no es merecedor de honra alguna ni ovación por parte de los demás guerreros teucros al verlo pasar cerca de ellos. Su vida no tiene razón de ser, y para los dioses es la mejor opción acabar con ella cuanto antes. Habrá de sobrevivir en las naves aqueas hasta abordar la isla del anciano Peleo, y su cuello será rebanado por Aquiles, en venganza de su amado muerto. Su cuerpo será también el primero en ser arrojado a la pira ardiente, donde los mancebos son borrados por siempre en esta tierra para que no puedan reunirse en la otra vida con sus amantes. Similares a esta historia, hay once más. Los mancebos marchan cabizbajos, pateando las piedritas que se amontonan, contando los cuerpos caídos para entretener sus mentes y no pensar demasiado en lo que les ocurrirá. Los cuerpos caídos en la llanura son imposibles de diferenciar. Sin armaduras ni marcas que los identifiquen, ya que fueron despojadas de éstas por sus enemigos, teucros y aqueos parecen pertenecer a una misma raza. Estas profundas diferencias no les importan así a los perros y buitres, que acometen contra la grasa y carne de los muertos, tironean los ojos fuera de las cuencas y mordisquean el hígado, los riñones. Ellos no riñen como sí lo hacen los mortales, ávidos en la ignorancia y la lucha, pues la carne para degustar y llenar sus barrigas animales es abundante, no existe motivo de congoja, el alimento sobra. Los muertos por las interminables batallas darán vida a otros seres. Se reproducirán los arboles al absorber los líquidos de los cadáveres. Las aves devorarán gustosas las bellas frutas donde la bilis de los guerreros mora. Las cabras lamerán el ralo pasto verde con sus lenguas parecidas a telas delicadas, y producirán aglomeraciones suficientes para que los lobos se animen a salir de sus escondrijos en busca de miembros y órganos. La llanura rebozará de vida, gracias a todos estos cadáveres que se descomponen lentamente bajo el sol. En cuanto a los mancebos que habrán de perecer en Ftía, sólo queda el lamento provocado por el inevitable Hado, al detener las vidas en un momento preciso. El esclavo doméstico, el criado sexual ya no servirá a nadie, más que a las llamas, a las que alimentará con su grasa y entrañas. El respeto hacia su figura será poseído por el olvido, como todas las cosas que habitan por sobre esta tierra mortal. Ya no habrá escolta que valga, no habrán emociones ni fidelidad. Ya no existirá belleza y juventud que intente alegrar las cuerpos deseosos de los amantes, no habrá admiración, no habrá deseo ni festejos al tomar ciudades. No habrá celebraciones ni ofrendas, no habrá banquetes, ni excesos. Nadie protege a estos mancebos. Quizás el bronce del Pelida se compadezca de estos miserables al separar los troncos del cuello, y provocarles así menos dolor al deslizarse. Quizás por venganza, Aquiles no afile las dagas, y los pobres mancebos sufran la horrible muerte hasta después de muertos. No habrá obediencia que les sirve, no habrá quien los proteja, no importa la entrega brindada, ni los acontecimientos heroicos de los que formaron parte, a los dioses únicamente les interesa una cosa, la sangre de los mancebos que será derramada sobre la tumba de Patroclo, el amado por todos, en la lejana Ftía, isla a la que honran y glorian las hazañas del valiente Aquiles, similar a un dios.

 

Autor: Javier Gervasoni

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