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Líquidos (una elegía)


1. A los quince años mi abuela me preguntó si me hallaba. De inmediato agregó: no es necesario que respondas. Al año siguiente, ya estaba prevenido. Conversábamos en la cocina de su casa, en una pausa de la reunión familiar por mi cumpleaños, cuando, mirándome a los ojos, preguntó: ¿te hallás? Había definido mi respuesta unas semanas antes. No era gran cosa, pero al menos era sincera: en eso ando. El mismo diálogo, textual, se repitió cuatro veces más. El día que cumplí veintiuno introduje una leve variación. Había salido al balcón de la casa de mis padres cuando escuché que alguien abría el ventanal y vi a mi abuela acercarse. Recuerdo que permanecimos un rato en silencio, mirando hacia la calle desierta. Era de noche. Ella se demoraba. Hoy pienso que quizá lo hiciera a propósito, que disfrutara de suspender en el aire uno de los pocos placeres que le permitía la edad. Al fin, soltó la frase, casi como un golpe: ¿te hallás? Con total seriedad, mirándola a los ojos, en un tono similar al de años anteriores, respondí: en eso me ando, abuela. Sonrió. Desde hacía unos meses que usaba pañales. Esa misma noche me entregó un paquete, apenas irregular, envuelto en papel negro, y dijo: ya es hora de que empieces a leer poesía.

2. Luego de mi cumpleaños número veintiuno, el proceso degenerativo que había empezado a manifestarse en mi abuela, se agudizó. Meses después, cuando cumplió ochenta y cinco, le pregunté: ¿te hallás? Le brillaron los ojos, pero no obtuve respuesta. Al poco tiempo, en mi cumpleaños, tal como como había previsto, ella abandonó su pregunta. De modo que al año siguiente, me pareció natural que fuera yo quien iniciara el diálogo. Abuela, ¿te hallás?, pregunté. El brillo fue menor, pero visible. Un año después no alcancé a percibirlo, y, en su cumpleaños número ochenta y ocho, dudé incluso de que entendiera de lo que le estaba hablando. Fue entonces cuando dejé de preguntar.

3. Mi abuela era una mujer muy especial. Decía haber vivido en Alejandría, un poco a su pesar, pues hubiera preferido haber estado en Atenas unos siglos antes. Pero, como ella siempre explicaba, las leyes no rigen solo para acá abajo, y entre una vida y la siguiente el tiempo de espera es de unos mil años. Año más, año menos, aclaraba. En síntesis, me decía, una tarde mientras le cebaba mate en el patio de su casa: todo no se puede. Cuando no hacía proselitismo a favor de la reencarnación, leía como una condenada -como una a la que le gustara leer-, y cocinaba, a decir verdad muy bien. También se atribuía poderes poco convencionales, como telepatía, adivinación y cosas por el estilo. Esto, como es de suponer, generaba la burla de algunos familiares -no así de parte mía; yo veía, en ella, cordeles de un delirio amigable.

4. De las semanas que estuvo en el hospital tengo un recuerdo borroso, eclipsado tal vez por el cansancio y la tristeza de entonces. De los meses posteriores a su muerte, el de una crisis memorable de la que poco o nada quedó. (Yo había vuelto a vivir con mis padres, cursaba una única materia de Letras, para no perder la regularidad, leía bastante y me angustiaba seguido).

Uno de aquellos días, tras salir del hospital, caminé un par de horas hasta que decidí ir al cine. Subí a un colectivo y, para distraerme, revisé el celular; ahí encontré una cita que un compañero de la facultad había compartido en alguna red. Argumento: un hombre en lucha desesperada contra el mundo. Gana el mundo. Recuerdo que pensé que era un buen argumento para una novela, no para un cuento. Unos minutos después llegué al cine. Como me sobraba tiempo hasta que empezara la película, entré en una librería cercana. Mientras hojeaba el segundo volumen de los papeles de trabajo de Saer, descubrí, acaso por azar, el origen de la cita. De inmediato actué conforme a mi ética. Como la conjunción de movimientos delicados, mirada expandida y rostro impasible no se daba en mi persona, tomé el ejemplar con firmeza y corrí en dirección a la puerta primero, a la esquina después, y luego hasta un bar que había a unas quince cuadras. Cuando pasó la agitación, comencé a leer.

5. Mientras estuvo internada pasé junto a ella todas las noches menos una, la anteúltima, en la que estuvo su hija, es decir mi madre. Nunca hablamos sobre aquella noche. Nunca le pregunté si, como todos los días anteriores, mi abuela permaneció en silencio. La última mañana llegué al hospital, relevé a mi madre y empecé a leer. Por entonces leía únicamente libros que me hubiera regalado mi abuela. No sólo los cinco que me entregó cuando cumplí veintiún años, sino también otros que recibí dispersos.

Sentado, vi pasar el día similar a los anteriores. Las enfermeras entraron a la habitación a horas pautadas e hicieron sus rutinas. Mi abuela -casi un vegetal, para uno de los médicos- permanecía inmóvil con los ojos abiertos. Nada extraño sucedió. Hasta que al atardecer, en un momento noté que respiraba con fuerza y empezaba a moverse. Pensé en llamar a una enfermera, pero de inmediato supe que no tenía mucho tiempo. Me acerqué a ella. La miré: sus ojos brillaron. Luego, atendiendo a sus gestos, me acerqué aún más, quedando mi oreja izquierda casi pegada a su boca. Con voz apenas audible, justo antes de que cerrara los ojos, la escuché decir: siempre gana el mundo.

 

Autor: Nicolas Lopez

A finales del ochenta y seis, una mujer, en Mar del Plata, englutía pescados, chocolates, pan; atribuía, semejante comportamiento, al aire de mar. Nací en agosto del ochenta y siete.

Viví en Buenos Aires la mayor parte de mi vida. En Bariloche y La Plata, durante algún tiempo.

Vendí mi fuerza de trabajo en kioscos, librerías, bares, y fui empleado del Estado.

Empecé magisterio, me recibí de técnico de producción de radio y hasta hace no mucho cursaba una carrera parecida a Letras, pero no. De computación sé lo suficiente (el word lo manejo) y además sé inglés: word quiere decir palabra; y a mi, me gustan las palabras.

Imagen de Marc Chagall

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