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(Extracto, páginas 45/21/64)


[…] Tenía veinte años cuando vi a mi padre morir a manos de un disidente extremista armado. Murió predicando, como él lo hubiese deseado […] si es que alguna vez ese deseó algo […], sobre un escenario hecho de cajones de manzana. Siempre se las arreglaba para parlotear encima de cualquier cosa que soportara su peso. Quería contemplar a la muchedumbre desde una altura razonable. Quería ser más que aquellos imberbes que lo perseguían por las calles, ansiosos de oír sus delirios. Nunca usó micrófono, debido a su escasa comprensión de los mecanismos electrónicos. Su voz gruesa, similar a los golpes dados en el terso parche de un bombo legüero, sentaba premisa de que él había nacido para gritar la verdad a los cuatro vientos. […] Le costó tiempo y dinero conseguir el atuendo. Aumentó treinta y siete kilos para parecerse a El Rey en sus últimos años. Laburó horas extras en el matadero del pueblo, además de la jornada habitual en la tintorería, para poder comprar el disfraz de Elvis que colgaba desde hace años lleno de polvo en una vidriera de calle Balcarce. […] Mi padre no paraba ni un instante de hablar. Era su don innato. Pronunciaba alegorías de una profundidad incomprensible. Hablar, hablar. Algunos de sus seguidores insisten aún en que mi padre no respiraba al predicar los sermones. Como si lo poseyera un hálito, un reflujo eternizado, un loop sacro, una repetición saturada. […] Mi padre usaba tres tipos diferentes de aceite para mantener su cabello igual al de Elvis. Su padre murió de gangrena en la guerra civil española. Mi comida favorita es la hamburguesa de atún. Dos rodajas de tomate, una hoja de lechuga. Una sucesión, quizás, poco prometedora la que resguarda el apellido Aguirre. […] El problema comenzó en los ‘60. En el cine del centro exhibieron una de las tantas películas musicales del Rey. Mi padre quedó maravillado. En su mente solucionó todos sus problemas existenciales. Mi padre quiso ser famoso, millonario y amado por multitudes. Su tozudez y arrogancia, peor aún sus miedos, sus incertezas, lo empujaron a buscar el aprecio de la gente, un aprecio que seguramente no se merecía. Mi padre deseaba sonreír como sonríe el Rey en la pantalla, y que las mujeres se desmayaran de placer. Merezco ser feliz, merezco que me reconozcan en las calles, merezco que la gente me ame por lo que soy, pensaba. Aunque, ellos no me van a amar a mí, sino a la persona que creen que soy, a la persona que idealizan y cubren con pétalos dentro de sus corazones. Ellos amarán mis trajes, mi postura, mi delicadeza al expresarme, pero también se van a amar a sí mismos, porque yo los represento, soy en cierta forma, ellos. Quiero ser todos y cada uno a la vez. Un espejo donde contemplarse. […] El Todopoderoso Creador, según me ha dicho en alguna sus borracheras, apareció de la nada, cuando estaba degollando a un ternero en el trabajo. El anciano se acercó y le dijo: -Vos, gordo, tenés un don. Sos especial. El mundo está obligado a conocerte. A ponerse de rodillas, y rendirle cuentas a la máxima estrella de todas las épocas-. Debido a su fragilidad mental y emocional, mi padre siguió al pie las indicaciones que el malandra le anotó al reverso de un panfleto clandestino. “1. Predicar el evangelio entre los incrédulos. 2. Conquistar mujeres; sembrar en sus vientres marchitos, el esperma de la bondad y la prudencia, la virtud máxima. 3. Repoblar la tierra prometida. 4. Encomendarse COMPLETAMENTE a la gracia del Todopoderoso Creador. 5. El manager recibirá una comisión del 75% de las ganancias”. […] Con los años, el anciano terminó relegado de simple estafador, a representante “artístico” de mi padre. […] Mi padre deambulaba por los caminos del pueblo, vestido como Elvis Presley, con una botella de ginebra en la mano, fumando cigarrillo tras cigarrillo. La policía se hartó de llamarle la atención y recibir evasivas. Algunos creyeron necesaria la intervención de mi madre, para que desista de una vez su quimera, consultando quizás a algún especialista, o internándolo de urgencia en alguna clínica de reposo. Pero ella, no quiso entrometerse en el asunto, justificando que su marido ya era grande, y que podía hacer lo que se le antoje. En el pueblo terminaron por resignarse a la presencia fantasmagórica de aquel pobre imitador sin un talento definido. Esto provocaba enojo en mi padre. Todas las noches, al regresar de su peregrinaje, interrumpía la cena, y golpeaba salvajemente a mi madre. Luego se quitaba el traje, y me indicaba como debía plancharlo y doblarlo, para que quepa en el cajón que estaba rigurosamente asignado a esa prenda. Luego se bañaba, y rociaba su cuerpo con una colonia inglesa. Tomaba asiento frente al televisor y se instalaba a fumar y devorar las sobras que mi madre dejaba en la alacena. […] En el patio de casa, con un permiso especial de la comuna para predicar libremente sin presiones políticas o religiosas, toda oveja descarriada era devuelta al sendero, arrastrada por las manos del pastor. Mi padre fue el rey de los mendigos, de las prostitutas, de los ladrones, de los desposeídos, de los ignorantes. Ellos, castos de corazón, se dejaron guiar por su habladuría, pero aún más, por las delicias que cocinaba mi madre, en un inmenso horno de barro, ubicado al fondo de la propiedad. […] La secta se dio a conocer en todos los confines de nuestro pueblo pobre. Mujeres campesinas, médicos y abogados, jóvenes quinceañeras (las preferidas de mi padre), se acercaban hasta la vereda, y esperaban días y días para un encuentro a solas con El falso Rey. La consulta consistía en siete preguntas, que yo respondía basándome en el tarot, y mi padre asentía con un movimiento de cabeza desde el otro extremo de la habitación, embebido en su ginebra. Una y otra vez sonaban las doce canciones de El Rey escogidas al azar en altoparlantes colocados en cada rincón de la casa. Mi padre desempeñaba sus asuntos de forma gratuita y desinteresada. En el invierno, para que la marejada de gente no se congele en la espera, El Mesías (tal era el nombre con el que la plebe lo bautizó), se paraba sobre el techo, proclamando las enseñanzas a sus bienaventurados discípulos. Los agentes de policía, se acercaban sospechando del conglomerado que ocupaba la calle entera, y terminaban unidos a la masa, contagiados por el espíritu de salvación que mi padre vociferaba disfrazado de Elvis Presley. […] Una tarde, lo recuerdo claramente, el jefe de la comisaria del pueblo le obsequió un megáfono, en retribución a sus mensajes de conciliación y empatía. El Mesías, lo rechazó cordialmente, justificando que sus parábolas deben ser oídas por quién quiera oírlas, así sean pronunciadas dentro de un huracán, o entre los ecos desoladores del desierto de Atacama. El oficial sonrió, prometiendo que el sábado vendría con toda su familia a la prédica. […] El tumor en el festín, fueron los políticos. Quisieron aprovechar la fama de mi padre, y llevar agua hacia sus molinos, pero no les fue muy bien. Se acercaron faltos de fe, desinteresados en lo que él vaticinaba. -Nos encantaría tener su poder de convencimiento, sea nuestro Rabí-, le comunicaron cierta vez, (a través de un secretario, en una cena que organizaron en su nombre, en la que mi padre no probó bocado -quizás por el temor de que los manjares estuviesen envenados, o por su preferencia a no comer de noche, para emborracharse con la delicadeza de un mendigo-). Mi padre se levantó de la mesa, y a los tumbos, se retiró del lugar. Esos sofistas arderán en el infierno, pronunció al otro día sobre el techo de nuestra casa. Así como las alimañas crean sus trampas para atraer inocentes, con la misma frialdad amanecerán destripados en sus propios camastros. Esos embaucadores han osado acercarse a mí, con el fin de tentarme, de alejarme de ustedes. […] Los problemas llegaron solos. Los jóvenes tomaban al pie de letra lo que mi padre decía. Fue así como comenzaron los desmanes en las fábricas, las huelgas, y la quema de residencias de los comisionados y oficiales corruptos. La juventud se organizó para impartir la justicia en el pueblo. La secta tuvo voluntad propia. Y mi padre, no se hizo a un lado. Provocó aún más a las masas para que siguieran ejecutando los actos de vandalismo. El patrón debe sufrir, como sufre el esclavo, vaticinaba mi padre. Y al otro día, en la única radio de la zona se anunciaba el asesinato de los gerentes de la refinería azucarera. Todo se escapó de las manos. Pero mi padre no se dio cuenta. Vivía ebrio de poder. Ebrio por las bebidas que sus seguidores le obsequiaban fielmente cada día. […] Con el dinero obtenido gracias al lavado de cerebro de esos imberbes, nos mudamos a una chacra apartada, en la provincia de Córdoba. La multitud, poseída por el amor a su Mesías, realizaba inmensas peregrinaciones a través de las rutas para ver a mi padre. […] ‘La Secta del Rey’, anunciaron los medios amarillistas, El patrono de los huérfanos y los anarquistas. […] Sobreviví mucho tiempo en ese caos, pero sin comprenderlo, ni entrometerme demasiado. Me refugiaba en las habitaciones colmadas de ofrendas que la gente le enviaba al Rey. Eran tantas, que se debió construir un granero para almacenarlas. Mi tarea fue catalogar todo lo que traspasaba nuestro buzón. Dediqué toda mi voluntad y empeño, pero con los meses el tedio se adueñó de mí, y tuve que pedir un relevo. El hombre que quedó a cargo, se suicidó a las dos semanas. Según los apuntes de seguimiento donde se asentaban las ofrendas, los fieles enviaban ropa interior sucia (la mayoría, manchadas con menstruación, o excremento), prendedores con fotos de mi padre sonriendo, flores de plástico, pulóveres tejidos a mano, adornos, suvenires, animales disecados y obras de arte robadas de museos extranjeros. También, enviaban cartas, pero nadie las leía. Eran de suponer los milagros mundanos que rogaban los beatos en ellas. Todas las noches, los voluntarios incineraban montañas de papeles, y luego las cenizas eran esparcidas sobre las pasturas. Una curandera recolectaba los yuyos secos en invierno, con una hoz de mano. La hierba se sumergía en alcanfor, y se mezclaba con polvos y oleos para preparar el popular ungüento del Rey, que debía frotarse copiosamente sobre el miembro afectado para que éste vuelva a funcionar. […] Nunca gastamos de nuestro dinero para pagar las cuentas. Los discípulos organizaban colectas para mantener el templo del Rey. Los primeros días del mes, 400 fieles se dirigían al Banco Nación a depositar en las arcas del estado todo lo recaudado. Con lo que sobraba, compraban galones de ginebra importada para mi padre. Una vez, recuerdo, recibí por cortesía un caramelo de anís. El envoltorio era una imagen de mi padre sonriendo. ‘Mantener la boca llena, es mantener el alma fresca’, vaticinaba el slogan del producto. […] Muchos años duró esa locura colectiva. Mi madre, enferma de celos (pues El Rey, se acostaba con una joven distinta cada noche), decidió huir de la mansión. Los voluntarios la siguieron por toda la provincia, regresándola a su encierro a las pocas semanas. Había robado un caballo de una estancia vecina, pero el hambre y el escaso conocimiento de los senderos (y de la vida en general, puesto que desde siempre permaneció prisionera en la sombra de mi padre), la obligaron a desistir, y entregarse a la tropilla de rastreadores. Cuentan que la hallaron llorando destruida junto a un río, de cuyo nombre me he olvidado. Los fieles acopiados detrás de la reja, exigían a los gritos un castigo. Mi padre la molió a golpes. Mi madre no se quejó. En cambio, preparó la cena para tres. Luego se excusó que debía retirarse al baño. […] La encontraron al amanecer, colgada de un gancho en la pieza del fondo, donde los voluntarios guardaban sus herramientas para cuidar el huerto del Mesías. Ella fue una mujer libre y hermosa. Como Cecilia. […] Al parecer, las heridas deben cerrarse con más heridas. […]

 

Autor: Javier Gervasoni

Nací en 1994, intento estudiar lengua y literatura. este fragmento es uno de los tantos que conformarían una novela de fragmentos (¿linked stories?) que algún día podré escribir, si la escasa voluntad que poseo me lo permite. la historia va de un manuscrito, donde todas las páginas están desordenadas y se reescriben constantemente. un ejercicio bastante denso, porque debería sacar oraciones de diversos textos y recomponerlas en textos nuevos, etc.

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