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Fundación “Correccional”


“Dale Lucas, ¿dónde está?, sabemos que fuiste vos, ¡¿dónde tenés el celular?!”. Aquel martes de verano de 2019 era un infierno, yo acababa de atravesar el portón de ingreso de la Fundación en donde trabajaba con personas con discapacidad intelectual. Mi cuerpo yacía totalmente sudado debido al efecto sauna emanado por el apretado colectivo que a diario me permitía surfear el oleaje de tránsito para arribar a mi laburo. Fue entonces que me topé con aquella desesperación. Varias profesionales exigían respuestas que no llegaban, en tanto, quien dirigía el establecimiento exteriorizaba el peor de los pronósticos: “¿qué hace este chico aún acá?, ¿porque no se lo derivó?”, sentenció el gerente ratificando una vez más la no intención de alojar un acompañamiento o asistencia hacia él.

Y ahí estaba sentado Lucas, con 30 años, amigo de toda la muchachada de su sala, novio de Vane e hijo de un papá que lo amaba pero que lamentablemente lo convertía en un sobreviviente de su alcoholismo. El morochito joven con pelo cortito y zapatillas Nike había quedado en el centro de las sospechas por la desaparición de aquel Samsung Galaxy J3, lo cual no era para menos, pues poseía varios puntos en su contra: cada tanto afanaba dinero de las mochilas y encima no tenía pelos en la lengua. Su rostro no lucía ni distante ni frío. “¡No la compliqués más!, ¿dónde está el teléfono, por qué lo hiciste?”. Fue entonces que, sin lloriquear y a cuentagotas, reconoció que había sido él, que sintió una “tentación” pero que al hallarse acorralado lo arrojó por el inodoro del baño apretando en seguida el botón de la cadena.

Aunque no fue detenido por la policía ni imputado por hurto, su confesión le valía una pena, o más bien, un escarmiento ejemplar. Efectivamente, días después, Claudia, la trabajadora social, me detalló que la directora le había ordenado que inicie los trámites para derivarlo. “Se llenan la jeta propagandeando la inclusión y los derechos pero son los primeros que te excluyen a un pibe embrollado”, expresó con su dulce voz esta vez quebrada por una miscelánea de indignación y tristeza. No sólo no lo soportaban, sino que se llevaban por delante 4 años de trabajo que con mucho esfuerzo diariamente cinturíabamos.

Aunque no laburábamos en un tribunal, con Claudia sentíamos que habíamos fracasado como abogados. No defendíamos el delito pero sí la gravedad que lo impulsaba: como la mayoría de la gente con discapacidad intelectual, Lucas no trabajaba ni accedía directamente al dinero de su pensión, por lo que para adquirir algo había aprendido a manotearlo; aquella vez sacó 300 pesos de abajo del colchón de su padre pero éste se enteró, de ahí que para no ser trompeado decidió reintegrárselo robando de otro lado. Pero el motivo ya no importaba, menos si se sentía inerme por la adicción de su papá y la súbita muerte de su mamá. No había marcha atrás, el gerente obligó a la directora y ésta a Claudia; la saña del fallo nos pichicateaba sin pedirnos permiso. ¿El gerente y la directora? no harían un carajo, todo debíamos servirlo en bandeja Claudia y yo, desde la búsqueda de un espacio que lo aloje, hasta contenerlo para que el no ver nunca más a su pareja y sus amistades no lo traumatice más de lo que ya estaba.

Lucas era sociable, empático, generoso, no deliraba ni tenía rasgos de algún trastorno cromosomático. Creo que era eso lo que ensañaba tanto, es decir, que parecía “normal” y “responsable” de sus actos. Habían transcurrido sólo unos poquitos meses desde que con Claudia intentamos apaciguar un hecho que encrespó al siempre muy bien empilchado gerente. “¡No se puede derrochar en este chico!”, expresó porque adrede rompió los precintos plásticos de los flotantes de carga de 3 inodoros. “Qué se queja si paga PAMI”, opinó Lucas reconociéndose un usufructo. Sus palabras quedaron resonando. Con Claudia entendíamos que los cuerpos “improductivos” se tornaban rentables debido al negocio con las obras sociales. Pero rentables siempre y cuando fueran sumisos, de lo contrario, se los “derivaba”, o más bien, la industria de la rehabilitación los excretaba por “loquitos”.

Algo semejante sucedía con Claudia y yo, es decir, a pesar de que creíamos insignificante el costo monetario de 3 precintos plásticos y que no estaba nada piola que la intervención sobre el robo operara como un castigo, debíamos mordernos la lengua y comportarnos como dos trabajadores rentablemente mansos. En efecto, la fundación era capitaneada por un linaje de padres y hermanos (debo decir que patriarcado, jamás madres y hermanas) de algunas personas con discapacidad intelectual, quienes con su solidario discurso de la inclusión y los derechos humanos elevaban su poder adquisitivo mediante una racionalidad empresarial que no acogía cualquier reflexión y conducta. Es decir, aunque tuviéramos pesadillas convenía quedarnos en el molde. ¿Se entiende? nadie quiere perder su trabajo, menos en una época en donde día a día intentábamos resolver un cada vez más arduo crucigrama económico que nos anunciaba un 2019 enviado desde el mismísimo infierno.

Lo concreto es que sin tragar la cantidad astronómica de comprimidos que habitualmente se disolvían en el organismo de Lucas, de todos modos nos retorcíamos chamuscados por la acidez de los jugos gástricos. Sin Risperidona y Halopidol había algo que nos pegaba duro haciéndonos actuar como dos robotitos de juguete conectados por un cable a un control remoto. Sólo faltaba que al igual que Lucas pernoctáramos en una silla, babeáramos y que con los pies agarrotados nos sentáramos a dibujar junto a una horda de zombis abúlicamente medicalizados. Estábamos falopeadamente subordinados, sin poder pensar ni imaginar y mucho menos intervenir por fuera de la razón empresarial que excluía a quien representara una pérdida, o mejor dicho, que encarnara un cacho de carne no rentable en una sociedad de mercado.

Aquel verano transcurría como si nada hubiese pasado. Sin cuestionarse nada la fundación proseguía su itinerario: los propagandeos de cursitos sobre la inclusión y los derechos coreaban los calurosos días; los transportes especiales circulaban; los sueldos sangraban frente a la inflación; Claudia lagrimeaba de bronca porque la directora le escupió en la cara que sentía afecto por Lucas dado que debía darlo de baja sin garantizarle otro espacio; el gerente estacionaba su elegante auto importado en la mejor dársena del predio; Lucas ingenuamente feliz conseguía que su papá le comprara una mochila para asistir al establecimiento que planeaba patearlo; un grupo de sonrientes alemanes supervisaba sus inversiones humanitarias, las mismas que a través de colosales multinacionales bajaban proyectos del primer mundo hacia nuestro “latinoamericano atraso”; entre otras.

En cuanto a mí, creo que vivía un retraimiento efecto del ensañamiento de aquel fallo. ¿Estaba mal tener sentimientos como le batió la directora a Claudia? ¿Cómo evitarlo? Parece trillado pero ante todo somos seres humanos que vinculamos. Lo que más me inquietaba era saber que Lucas intentó ahorcarse con una soga cuando su padre se enteró de que le había sacado dinero para comprarse un parlante. Yo tenía ganas de putiar al gerente y a todas las personas que se escandalizaron causando una pueblada institucional cuyo empalagoso show de la moral priorizaba el valor material de la propiedad privada por sobre la vida y su frágil bailoteo. Y no es que sea mal llevado sino que siento que es una decisión ética ser pasional antes que punitivo y políticamente correcto, por no decir burgués.

Fisurado por aquel efecto punitivo comencé a buscar otro trabajo y nada. Sólo salió un acompañamiento terapéutico por el que el municipio me daría unos burlones 6 mil pesos mensuales por 20 horas semanales acompañando a una mamá con 2 niñitas con discapacidad abusadas. Tras muchas colas de trámites (psicofísico, certificado de domicilio, antecedentes de delitos sexuales y penales, entre otros) firmé un contrato que se lavaba las manos indicando explícitamente que era un “voluntario con valores altruistas y cristianos”. Con el pecho asfixiado de angustia espontáneamente recordé un speech promocional de los derechos humanos, “cuanta forreada en la solidaria buena leche” putié; nadie quería ganarse el cielo sino el vano mes.

El verano seguía su itinerario. Segundo a segundo, minuto a minuto, hora tras hora, día tras día, el tiempo corría bajo un desalmado dictamen que repartía destinos inevitables, pero sobre todo, avanzaba con saña imponiendo un impetuoso juicio que sin muchas vueltas administraba vidas, disponiendo cómo, cuándo y por qué separarlas para hacer pagar un crimen.

 

Autor: Matías Bonavitta

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