Serás lo que debas ser
Salió temprano del apartamento, bajó las escaleras con zancadas ágiles y rápidas, al llegar al primer piso revisó el bolsillo izquierdo de su pantalón, las llaves no estaban, a tientas inspeccionó los bolsillos delanteros del abrigo azul turquí que la noche anterior le habían prestado, tampoco, las llaves no yacían consigo. Se devolvió, de regreso subió las escaleras con zancadas aún más rápidas y ágiles que con las que las había bajado, a medida que ascendía se preguntaba dónde podían estar las llaves, llegó, se paró enfrente de la puerta, y… ¿Cómo iba a abrir?, otra imprecisión en el cálculo. Pensó un momento, intentó forzar el seguro de la puerta con su tarjeta de identificación; la empujaba, la estremecía, la golpeaba y nada resultaba, resignado decidió llamar al dueño del pequeño apartamento, más bien cuarto, en el que vivía. Timbre y buzón de voz. Timbre y buzón de voz. No contestaba, se sentó en el borde del peldaño de la escalera a marcar el número por vez tercera, pero al sentarse notó una molestia metálica y punzante en el glúteo derecho, se levantó, metió la mano, eran las llaves. Por un motivo al que aún no encuentra explicación, ahí, en el bolsillo trasero derecho, las había colocado. No esperó el buzón de la tercera llamada, colgó, bajó a toda velocidad las empinadas escaleras de caracol e introdujo las llaves en la cerradura, intentó darle vueltas a la izquierda, parecía no ser en esa dirección; intentó a la derecha, y aún no progresaban sus intentos por abrir, cuando llevaba cinco minutos en aquella feroz batalla vio cómo, del otro lado del umbral, alguien se acercaba, entonces retiró las llaves para que no obstruyera a la del recién llegado, solo unos instantes después vería como aquél individuo, en cuestión de segundos, lograba descifrar el enigma de la cerradura que hasta ese momento parecía inexpugnable. En cuanto la puerta se abrió dio unas gracias tímidas sin mirar el rostro de quien inintencionadamente, buscando entrar, lo había ayudado a salir.
Afuera era una mañana solapada e ignominiosa, una ráfaga de viento fría, silenciosa y ligera, que parecía haber sido sacada de un cuento de Edgard Allan Poe, heló sus manos y su rostro mientras a lo lejos divisaba el cielo que palidecía de muerte en medio de sus tenues y nebulosos grises. Caminó en dirección a la esquina, cuando estaba próximo a llegar al borde de la acera, lugar desde donde atravesaría la calle, la luz verde que autorizaba el paso peatonal empezó a titilar; se afanó, pero por más que su paso estuvo a punto de convertirse en carrera, no logró llegar a tiempo, el rojo ya había tomado poder del semáforo y los automóviles trascurrían raudos, veloces y agresivos. Por fin el tráfico se detuvo, pudo atravesar y dirigirse a la estación de buses de la esquina siguiente en la que le habían indicado que pasaba la ruta de su conveniencia, ruta que lo dejaría en la estación del metro llamada Los Libertadores y al estar allí se subiría al tren número… espera, ¿qué número era el tren?, maldita sea dijo, lo había olvidado. Decidió continuar, seguro en la estación podría preguntar qué tren lo dejaba en el centro, y ese tomaría.
Desde la parada de autobuses se podía ver una avenida gigantesca de ocho carriles, cuatro que iban y cuatro que venían, que se abalanzaba mordaz entre el esmog, el tonelaje y el polvo. Nunca había visto tantos automóviles, motos, camiones, camionetas y bicicletas juntos; en La ciudad del mar, lugar de donde venía y en el que, hasta hace tres días, había trascurrido cada segundo de su vida, algo como lo que ahora presenciaba era simplemente impensable, inimaginable, imposible, inexistente y todo lo que comenzara con los prefijos in e im; pasmado por la gran y multitudinaria caravana dejó pasar el bus que le habían dicho que tomase, el M3, esa etiqueta sí no la olvidó, pues era su fecha de cumpleaños; luego de diez minutos y cuando se empezaba a impacientar apareció otro bus M3, con algo de dudas, o más bien, con una certeza tambaleante, lo tomó. El trayecto no fue tan corto, tres trancones, una discusión ajena al interior del bus y siete semáforos en rojo de los nueve en el transcurso del camino, lo hicieron aún más largo. Se bajó en la estación Los Libertadores, cuando se disponía a preguntarle a una joven de su edad que tren le servía para ir hasta el centro de la ciudad, arribó el tren que ella esperaba y lo dejó con las palabras en la boca, entonces se acercó a una funcionaria y, justo al momento de preguntarle, la mujer atendió una llamada y con un rostro de inmutable inexpresión abandonó la cabina; él, por su parte, miró el reloj y advirtió que difícilmente llegaría a tiempo. Después de hablar largo y tendido, la mujer regresó, no titubeó en preguntarle, no fuera a ser que la llamaran otra vez, ella respondió de una manera ágil y desinteresada diciéndole que tomara el número 12, ese le servía perfectamente. Así fue, a pesar de que tardó casi veinte minutos, el tren 12 hizo su arribo estrepitoso, al leer el número 12 se afanó y como pudo, en medio de la turbamulta furiosa y rival del tiempo, subió a los empujones.
El metro, al igual que los minutos, seguía un curso inexorable. No tenía ni la menor idea de en qué lugar de la ciudad o del mundo se encontraba, solo deseaba escuchar que la voz robótica e impersonal que anunciaba las estaciones en las que se detenían, dijera: Estación central, ahí debía bajarse. Pero eso nunca llegó y mientras compulsivamente miraba el reloj para confirmar su ya irrefutable tardanza, la voz del tren, que ya se estaba quedando vacío, anunció: Última parada: portal norte. Supuso, de manera acertada, que todo estaba mal y que se encontraba lo bastante lejos del destino al que quería llegar. Entonces se acercó a una señora entrada en los cincuenta, cuando esta lo vio agarró firme su cartera y le dio una mirada despectiva; dado que el tiempo apremiaba decidió pasar por alto el gesto poco agradable y le preguntó si este era el tren 12 que lo dejaba en la Estación Central, ella le dijo que sí, efectivamente era el tren 12 pero el 12-B, que él se refería era al 12-A. Con desespero se bajó en la siguiente y penúltima estación, preguntó cómo llegar al centro y sin más dinero para subir a otro tren decidió correr. Debió romper un record, porque el lugar se encontraba a 4.8 kilómetros y tardó 17 minutos en llegar, pues al salir de la estación miró el reloj por enésima vez y eran las 9:06, y al llegar lo miró por una más una vez y eran las 9:23. Terminó completamente bañado de sudor, se dijo: ¿Quién iba a imaginar que en La ciudad gris, aún con tanto frío, se suda?, pues sí, se suda, mírenme.
Era un restaurante de comida China. Buen día, soy Mario García; mi tío, Milciades García, me recomendó para el trabajo; le contestó un chino casi anciano, amarillo y escuálido, Llegas talde, y en tu plimel día de tlabajo, estás despedido. Quiso alegar: Pero señor, usted no sabe lo que…, despedidooo y lálgate de mi lestaulante, lo interrumpió el chino en un subido tono de voz. Salió del restaurante, miró el cielo que ahora era despejado y azul, se quitó el abrigo empapado en sudor mientras se sentaba en una banca desvencijada del parque público de enfrente donde aún dormían algunos gamines, sacó una cajetilla de cigarrillos Malboro, encendió uno, aspiró una larga mota de humo y pensó en una frase de Jean Paul Sartre que dice más o menos así: La libertad es lo que hacemos con lo que hacen de nosotros. Pues eso sería en París, porque aquí, en La ciudad gris y sobre todo para los pobres, la libertad es lo que hacemos con lo que el trasporte público y los empleadores hacen de nosotros. Maldijo al sistema y con la cabeza gacha se levantó de la banca para dejar el parque, un gamín se le acercó y le dijo: Llegar tarde en su primer día de trabajo puede destruir la vida de un hombre, solo ten en cuenta que las llaves están en el bolsillo trasero derecho del pantalón, que debes tomar es el tren 12-A en lugar del 12-B y, por último, recuerda que en ocasiones lo que destruye la vida de un hombre no es llegar tarde a su primer día de trabajo sino llegar a su primer día de trabajo; sintió un gran mareo al escuchar esas palabras, sobresaltado buscó mirar el rostro de quien le hablaba y resultó ser él mismo, entonces se desmayó, y cuando se desmayó, despertó. La alarma se reventaba en medio del estridente sonido que emitía y detrás de sus muy abiertos ojos una única pregunta circundaba, ¿debo ir a limpiar mesas o quedarme a escribir novelas?; entonces, aun sabiendo donde estarían las llaves y cuál era el número del tren que debía tomar, Mario García no fue a su primer día de trabajo, en cambio, fue hacia su pequeña mesa de noche y este cuento escribió, porque lo que Mario García quería ser, era ser escritor.
M.D. 9 de abril de 2020, Bogotá D.C., Colombia.
Autor: Mauricio Javier Díaz Beltrán,
Nacido en Santa Marta en el año 1998; economista de la Universidad del Magdalena, empedernido lector, cinéfilo y amante de la cultura popular; escribe cuentos, micro-relatos, crítica de cine y poesía. A su corta edad ha hecho publicaciones para periódicos y participado en concursos nacionales de literatura obteniendo menciones especiales, es colaborador permanente de la revista La iguaraya, publicación especializada en cine y literatura. Firma cada uno de sus escritos como M.D. que constituyen sus iniciales. Actualmente estudia Matemáticas en la Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá razón por la cual reside en esta ciudad.