Ava
Hoy descubrí que era ella. Lo supe por su voz. Aunque ha cambiado demasiado, aunque me estoy quedando completamente sordo, podría reconocer esa voz en el cielo o en el infierno.
De niños cantábamos mucho, ella amaba cantar y bailar. Cuando reconocí su voz comencé a recordar nuestros juegos de infancia. Sí que la pasábamos bien ella, el payaso de Al Creech y yo.
Cuando la oí cantar empecé a recordar los prados de Brogden, los cultivos de tabaco. Cuánto quería yo al señor Jonas y a la señora Molly y a todos sus hijos. Ellos me llamaban Shine y todos los años, cuando la cosecha de tabaco estaba lista, me llevaban a su casa para que los ayudara con el trabajo. Me hice amigo de Ava porque teníamos casi la misma edad, siendo yo un poco mayor.
Siempre fue una niña muy linda, risueña. Congenió conmigo y con Al Creech porque a su manera ella también era un niño: se trepaba a los árboles más altos, «mírenme», gritaba desde las copas. Hacía rebotar piedras sobre el lago. Yo le enseñé que el truco estaba en escoger la forma de la piedra: tenía que parecer un plato. Y también era importante el movimiento del brazo, había que dejarlo ir con la piedra.
Hacíamos concursos de quién podría decir las peores vulgaridades. Ava nos ganaba con frecuencia. Pero era aún mejor haciendo bombas de chicle. Me acuerdo que cuando tuve unas monedas —de las primeras que gané en la vida— las gasté comprando chicles. Fui a casa de ellos, Ava estaba sentada en el porche, descalza. Le mostré la cajita, saqué un chicle, lo mastiqué e hice una bomba gigante. Mientras el globo se inflaba también lo hacían los ojos de Ava. Entonces la bomba explotó. Ella cerró los ojos por un segundo y soltó una de esas carcajadas suyas que se oían por toda la pradera. Desde ahí se aficionó al chicle y a hacer bombas gigantes para hacerlas estallar.
De todo eso me acordé ahí parado frente al parlante de la sala de cine, solo, como un lunático, tratando de averiguar si era ella. Con razón un portero se me acercó a preguntarme si estaba bien. Creo que me habló, pero, por supuesto, no lo oí. Tuvo que ponerme una mano en el hombro. Me giré, sin sorprenderme, porque la sordera me ha acostumbrado a que la gente llame mi atención tocándome el hombro.
Le sonreí al vigilante. Le expliqué que era casi sordo y que me había acercado al parlante para oír mejor la canción, esa parte cuando ella canta: «Cuanto sé más del amor, menos lo entiendo».
He visto The Killers al menos diez veces, solo para averiguar si se trata de ella. La última vez que nos vimos ella era esa chiquilla irlandesa de diez años que siempre andaba descalza, jugando y cantando. Yo tenía catorce, y todo el año esperaba con ilusión ir a su casa a trabajar y a jugar con ellos: con Ava y Al.
Después de que me prohibieron volver a su casa pasaron muchos años. Sobreviví a la Gran Depresión, a la Guerra, a la sordera. En parte la olvidé, así como se me borraron de la memoria algunos recuerdos del cultivo de tabaco y las plantaciones de Carolina del Norte.
Antes de descubrirla en el cine, la vi en la prensa. Iba caminando por la calle para encontrarme con Cicely, mi esposa. Ella me esperaba frente a un quiosco de revistas. Estaba leyendo las primeras páginas de los periódicos y al verme lo primero que me dijo fue: «Mira, ¡se casó Mickey Rooney!»
Sin duda el nombre de ella estaba bien claro y bien grande en el periódico, pero como no sé leer tuve que preguntárselo a Cicely.
— ¿Con quién se casó?
En el periódico estaba su foto, claro, pero no la reconocí.
— Con una tal Ava Gardner, dijo Cicely.
Cuando oí su nombre mi imaginación me llevó a Brogden, Carolina del Norte.
Me fijé bien en la novia. En su cara, en el vestido, en el ramo de orquídeas. Sí, tenía algo de mi Ava, pero sus labios eran diferentes. No podían ser sus labios. Podía ser ella o no. Habían pasado tantos años. Estaba tan concentrado en tratar de averiguar si era ella o no, que Cicely tuvo que gritarme:
— ¡Jey! ¿Qué pasa? —Su cara estaba transformada por los celos.
A partir de ahí comencé a hacer algo que nunca antes se me había ocurrido: pararme frente al quiosco a ver los periódicos y las revistas. Siempre me detenía a buscar su cara en la prensa. Era raro porque qué hacía un negro analfabeto parado frente a un quiosco lleno de papeles que no sabía leer.
Pasó mucho tiempo antes de que la volviera a ver. De milagro vi en un periódico a Mickey Rooney en medio de otros famosos junto al presidente Roosevelt y la señora Roosevelt. Y sí, ahí estaba ella otra vez.
Compré el periódico y fui a recoger a Cicely a la estación del bus. Le mostré el papel y le dije que Mickey Rooney había salido de nuevo.
— ¿Qué dice?, le pregunté.
— Fueron invitados a la Casa Blanca a cenar. El presidente les agradeció su apoyo a los chicos en la guerra.
— ¿Dice algo de la esposa del señor Rooney?
— Ni una palabra. ¿Y tú qué te traes con la esposa de Mickey Rooney?
— Nada.
Volvió a mirarme llena de celos. No quise contarle que había una pequeña posibilidad de que yo hubiera sido amigo de infancia de la esposa de Mickey Rooney. ¿Quién iba a creer que un negro que no sabía leer, que trabajaba de jardinero en una mansión gigante, tan grande que ni siquiera había visto una sola vez a sus patrones, le había enseñado a hacer bombas de chicle a la esposa de Mickey Rooney?, ¡ja!
Después de cultivar tabaco tuve que ir a la guerra.
Serví en el Pacífico. A veces pelaba papas en la cocina, a veces hacía guardia, nunca estaba quieto. A veces trapeaba la cubierta. Me decían: «Dale Shine. ¡Que brille como tu nombre!» Cuando levantaba la cabeza para ver quién me gritaba, ya no había nadie.
Haciendo la guardia perdí la audición en un oído y el cincuenta por ciento de la capacidad auditiva en el otro.
Ocurrió al mediodía. Estaba mirando el mar, espeso, muy azul. Ese día todo brillaba: el agua, el cielo, la cubierta, las estrellas que los generales llevaban en los hombros. Fue difícil ver el torpedo venir. Era un resplandor más entre tantos otros. Se abrió paso en el agua como una ballena. Cuando lo vi, navegando hacia nosotros grité: ¡Bombaaa!
Corrí hacia el interior de la cubierta. Vi el rostro asustado de los marinos, varios salieron a correr. Luego oí el estruendo y fue lo último en mi vida que oí con claridad.
Cuando desperté estaba en el hospital. Ahí conocí a Cicely. Ella entraba y salía de mi habitación. Limpiaba cada cosita con mucho cuidado. Nunca había visto un lugar tan limpio desde que dejé la granja de los Gardner.
Un día ella entró y le sonreí. Le pedí algo de beber, aunque no tenía sed. Me trajo agua. Antes de entregarme el vaso me dijo algo. No pude oírla. Le hice una seña para indicarle que era sordo. Se me acercó y me dijo, muy cerca del oído, su lindo nombre.
Cuando me pude levantar de la cama la busqué por los pasillos del hospital. Hablamos mucho, ella, con sus gestos, era muy buena para hacerse entender. Cuando no le entendía algo me hablaba muy cerca del oído medio sano, entonces yo captaba su aroma, y qué aroma. Olía a las flores de Carolina del Norte.
De Cicely fue la idea de mudarnos a Nueva York. «Allá hay trabajo», dijo. «Pero yo soy campesino, sólo sé trabajar la tierra». «Puedes ser jardinero, se necesitan muchos allá». Terminé aceptando.
Me gustan las flores, la tierra húmeda, cortar las plantas. Nada de eso habla, entonces puedo ser sordo y trabajar. Las flores dan órdenes como cualquier otro jefe, pero no lo dicen con palabras, ni sonidos, ni pitazos, te lo dicen a los ojos, ¿hay una forma más clara de hablar?
La ciudad es costosa, sucia. Sale vapor del suelo. En Brogden decían que los fantasmas aparecían entre el humo o la niebla. A veces, aún hoy, me da miedo el vapor que sale del suelo.
Lo bonito de Nueva York son las luces: los avisos publicitarios, las noticias que corren por los edificios, los letreros luminosos con los nombres de las estrellas de Hollywood y Broadway, todo eso te llega en luces de colores.
Una noche caminaba por la acera de los cines y vi su nombre: «Ava Gardner en The Killers». De inmediato volvió a mi recuerdo. Ese nombre me llevó al quiosco, a la cara celosa de Cicely, y de nuevo me puso en las plantaciones de tabaco, en la granja, me colocó frente a las hojas puestas en el granero para secarse. Volví a madrugar para recogerlas, porque si no se hacía rápido y con cuidado, se podía perder toda la condenada cosecha. Y me llevó a ver, otra vez, a esa niña blanca y bonita trepada en un árbol gritando mi nombre: ¡Shine!, ¡Shine! ¡Mírame aquí arriba! También recordé a la señora Molly, la madre de Ava, ¡qué temperamento tenía! Cuando descubrieron que Tommy Walsh había robado el reloj de oro del señor Kukkonen, la señora Molly lo tomó por una oreja, lo sacó de la casa a rastras, lo golpeó con su propia mano en la cabeza y le sacó del bolsillo el reloj. Aún recuerdo sus dedos fuertes sosteniendo la leontina del reloj y viéndolo como si hubiera dado con el Santo Grial. Todos temíamos a la señora Molly.
¿Pero, sería en realidad ella?
¿Sería la misma Ava Gardner de Brogden, Carolina del Norte?
¿Sería mi niña Ava?
Me acerqué al afiche de la película. No eran sus labios, tal vez sí eran sus cejas, pero Cicely me explicó una vez que a las estrellas del cine les depilaban las cejas hasta borrárselas y se las pintaban con lápiz. Pero tenía el mentón partido y los ojos de gato, igual que la niña Ava. Posaba junto a un tal Burt Lancaster.
En el bolsillo llevaba algunas monedas. Compré una boleta y vi la película. Podría ser ella o no. Así que vi la condenada película otras nueve veces.
La última fue la vencida. Decidí acercarme a la pantalla, desde donde el sonido era más claro. La escuché cantando Cuanto más sé del amor, menos lo entiendo. Y sí, no había duda, era ella. Era mi pequeña Ava siendo una estrella de Hollywood.
El guarda me tocó el hombro. Le expliqué que era sordo y quería oír bien The More I Know of Love. Entendió. Me sonrió. Salí del cine lleno de recuerdos. Casi que podía sentir a mi lado el olor al tabaco, sentir bajo mis pies el suelo irregular del campo y no este suelo bien peinado de Nueva York. Vi otra vez a mi amiga Ava, de niña, jugando a los espadachines con Al Creech, sus espadas eran ramas secas de los árboles que encontrábamos en el bosque. Yo era el tercer mosquetero.
Antes de subir a casa pensé en confesarle a Cicely que yo había vivido varios meses junto a Ava Gardner, la exesposa de Mickey Rooney, una actriz de Ho-lly-wood. Pero me arrepentí. Primero porque no iba a creerme. Segundo porque rompería en celos otra vez. Y tercero porque me iba a preguntar «¿y por qué no vas y la saludas?» Y yo tendría que contarle aquella historia vergonzosa.
Cuando nos separamos, ella tenía diez u once. Yo era un poco mayor. La señora Gardner, la mamá de Ava, comenzó a vernos de un modo distinto, ya sabes, de esa forma en que la gente te mira cuando deja de confiar en ti. Hay un cambio, ¿verdad?, hay un cambio en la música interior de la gente. Ya no te miran como algo que suena bien sino como algo que desentona.
Así me miraba la señora Gardner. Hasta que un día, un día por la tarde, me llamó aparte y me dijo: «Shine, querido, ven aquí. Necesito pedirte un favor». Me dio una buena suma de dinero. Era más de lo que ganaba por temporada y la cosecha aún no se había recogido. Pero ella me dijo: «Toma ese dinero, Shine. Cógelo todo y cruza el estado. Vete de aquí. Hay mejor tierra y mejor trabajo en otros lugares. Pero no vuelvas por aquí —en ese momento su voz sonó como una amenaza—, si vuelves, te odiaré por siempre, Shine. Entenderé que eres un cobarde, un niñito asustado que no quiso ganar más dinero, que se conformó con estas cosechas que tan poco nos dan, ¿entiendes? ¿Recuerdas a Tommy? El ladroncito que robó a los Kukkonen. Bueno, si te vuelvo a ver Shine, juro por Dios que te azotaré más fuerte».
Obedecí. Conocía a la señora Gardner y sabía que ella cumplía todo cuanto decía. Además, nunca olvidaré el tono en el que me lo dijo. Sentí miedo, mucho miedo, tal vez porque nunca antes me habían amenazado, tal vez porque en el fondo sabía que algo malo podía suceder si me quedaba con Ava en Brogden.
Le hice caso. Obedecí. Siempre lo he hecho.
Obedecí a la señora Gardner.
Obedecí a mi siguiente patrón.
Obedecí en el ejército.
Ahora le obedezco a Cicely.
Lo de Ava lo guardaré para mí. ¿A quién más le importa? Ella ahora hace películas. Yo, en cambio, soy un tipo sordo, que no sabe leer, pero que sabe oír las flores.
***
Cada año, puntual como un reloj, en las mismas fechas, llegaba Shine. Shine era mi hermano negro y mi mejor amigo. Junto a Al Creech formábamos un trío unido contra el mundo.
Se quedaba en la casa con nosotros y formaba parte de la familia.
Pero siempre llegaba una mañana en la que Shine se iba sin decir adiós. Siempre me quedaba triste cuando se marchaba.
Luego, cuando yo tenía unos diez años y Shine quizás unos tres o cuatro más, mamá empezó a mirarnos con una especie de mirada extraña (...). Todo lo que supe fue que al llegar la próxima temporada de la cosecha de tabaco, Shine no apareció. No le volví a ver nunca, pero le sigo recordando y queriendo.
My Story, de Ava Gardner.
Este cuento fue publicado en el libro Siete Monedas, un proyecto de autopublicación del que solo circularon 50 copias impresas en Beijing, China.
Autor: A.F. Osorio. Bogotá, 1977.
Autor de los libros ‘Visiones de lo prohibido’ (reportaje), El año de la mezquindad (novela) y Siete monedas (cuentos).
Ha publicado cuentos en las revistas: Literariedad, Babab, Temporales, Contexturas y Terminus.
Un cuento suyo aparece en la antología Huellas de sangre, de la editorial Palabra herida (2022).
Cuentos suyos han sido traducidos al chino y al francés.
Artículos suyos han sido publicados en Culturamas, El Tiempo, El Espectador, Relatto, KienyKe y Las2Orillas, Mareas Pacífico, Chop Suey, entre otros.
Ha escrito un guion de largo y otro de cortometraje.
Actualmente vive en Beijing, China.
Facebook: andresfelosorio
Twitter: a_f_osorio
Instagram: a_f_osorio_libros
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