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Camina solo, Saló, solo sobre la banqueta, agarrado de la mano del aire, sobreponiendo un pie sobre el otro. Paso a paso, tratando de no caer al fondo, al abismo, o al río—sabiendo que tarde o temprano lo hará. Lleva cuatro cuadras sin caerse, el balance de su eje ha mejorado; se mueve con la fluidez de una bailarina; si quisiera, pudiera hacer remolinos de su cuerpo y seguiría sin caerse, tan solo si quisiera. Ayer se cayó antes de llegar a la tercera cuadra, pero hoy ya se superó.

Ayer, hace unas horas, era alguien más (un extraño, era un extraño), y ahora es él: Saló.

“De ahora en adelante somos Saló”, le dijo, a eso de las siete de la tarde, a su espejo. Desde ese momento hacia este, ayer a hoy, Saló es la única persona que existe en el mar de ese cuerpo, en la mente del ser, al que llamamos Saló.

La mano derecha, la que juega con el aire, lo acaricia y lo azota. Se ve un poco sucia. Uñas largas, piel seca, tres de cinco uñas pintadas de color verde pasto vivo. La mano se ve cansada, ha de llevar rato tratando de encontrarle el ombligo al aire, y puedo (porque yo veo todo) ver cómo es que los huesos de la muñeca se mueven menos sutiles que antes.

La pierna derecha, la más débil de las dos, la que Saló se ha esguinzado tres veces tiembla levemente cada vez que es levantada. A veces se pregunta si irá a explotar, o caerse, o simplemente desvanecerse, e irse sin decir adiós.

La pierna izquierda es la fuerte, la que aguanta todo. No se ha lastimado desde los cuatro años esta parte del cuerpo. Tiene pelos, más pelos que la izquierda, pelos tan gruesos que parecen rastas, y tiene tatuajes que cubren la dermis; un toro, una pistola partida en dos, y un dado que muestra la cara del número cuatro.


“El número cuatro es el más importante, es el que te define como Mexicano”, le decía alguna vez Don Elías, el señor que cortaba el jardín de la casa de su tía Lulú, “Eso que dicen del tres… pura mentira, esa verdad falsa la trajeron los españoles junto con nuestra desgracia. El número tres, te dicen en la misa, que representa lo santo y a dios y no se que chingados más, y te dicen que el cuatro es malo, que hay cuatro jinetes del apocalipsis y no se que… pero no. Ellos ¿qué van a saber? Si eso que enseñan ni siquiera es de ellos. Nosotros no necesitamos aprender los aprendizajes de los pendejos esos. No señor, el número tres no. El número cuatro, ese sí que es el sagrado, con decirte que Quetzalcóatl tuvo cuatro casas”. Esas, más o menos esas, fueron las palabras de Don Elías a un pequeño Saló, que solamente quería saber porque los tréboles de cuatro hojas se rumoreaba ser para la buena suerte. Su pregunta no fue contestada.


Un paso.

Otro Paso.

Ups!


Saló casi se cae.

No. No se puede caer. Piensa que ese error que cometió le pudo haber costado mucho, demasiado. Se amortigua la regañada mental al acordarse que ya pasó.

Su mano izquierda—su extremidad favorita— sostiene con tres dedos una fotografía que muestra a dos hombres frente a una camioneta. Uno de ellos usa lentes de sol, el otro no. Uno tiene un sombrero de vaquero, y el otro una gorra. Detrás de ellos, asomándose por la ventana, se encuentra una mujer de no más de veintidós años. Ojos que parecen verdes, aunque bien podrían ser grises. Cabellera negra. Y una sonrisa que apenas se generaba. Saló tomó esta foto hace cinco meses, en Vernon, un pueblo a unos 120 kilómetros de distancia de la casa de Saló.


No habló con la chica, no hubo tiempo, nunca lo hay para ese tipo de cosas. Solamente charlo con los señores, que mencionaron ser hermanos, y la chica, supuso Saló, que era hija de uno. Ellos dos, canadienses de raíz, mostraron entusiasmo a la idea de tener su foto tomada, se sintieron halagados de que la persona con la cámara haya querido retratarlos a ellos. Se contentaron a tal nivel que le ofrecieron a Saló un trabajo, un trabajo en su rancho, un rancho en las montañas de la provincia, un poco alejado de donde se encontraban, un rancho donde le dijeron plantaban fresas y tenían vacas, muchas vacas, para hacer leche y queso. A la mujer no la vio al tomar la foto, ni antes de, sino que justo al quitar su ojo de la mira, sintió una estática en el aire la cual dirigió sus ojos hacia la muchacha esa de ojos ambiguamente hermosos. Se fue al minuto, quizás menos.

Semanas después, Saló fue a casa de Matt, a quien conoció una mañana ya un poco lejana, en la que se fue a caminar al centro para tomar fotos. Ya saben, la rutina: Despertarse todas las mañanas a las 6:30 para poder alcanzar el amanecer y a las personas que van en prisa para llegar a su trabajo a tiempo. Sintió el calor efímero que produce un flash rebotar en su nuca. Voltea, y atrás de él, sosteniendo una cámara análoga y un flash externo se encontraba Matt, quien trató de seguir caminando para así poder evitar un contacto con Saló, su sujeto, pero él lo alcanzó y se presentó junto con una sonrisa. Hubo algo acerca de la valentía—si así se le puede llamar al hecho de tomarle una foto a un extraño sin su consentimiento— de Matt que lo llamó. Saló recurre a Matt de vez en cuando, cuando necesita hacer impresiones o relajarse un rato, alejado de todo. Matt, como buen ermitaño fotográfico, ha convertido su pequeño departamento en un cuarto obscuro donde revela sus imágenes, las de sus conocidos, y las de cualquier persona que toque a su puerta y le de unos dólares. No sale mucho, a lo mejor una vez por semana y cuando sale es únicamente a tomar fotos. Matt no siempre ha sido así, o eso le cuenta a la gente que le pregunta. Lo que era antes igualmente es un misterio, pues se niega a responder cualquier pregunta que potencialmente pudiera crear otra imagen de él, que no sea la que él te presenta. Saló fue un sábado por la mañana a pedirle que le hiciera una impresión de la foto de los señores, que la necesitaba hoy, que era urgente.

“Matt, no seas hijo de puta, siempre te hago favores ¿y no puedes hacer esto?” Dijo Saló, a la cara indiferente de Matt.

“Mirá, boludo, lo que pasa aquí es que tengo cosas que hacer y el mundo, tristemente, no gira alrededor tuyo. Dame unos días y te la entrego hasta en tu casa si quieres. Pero hoy no”. Le respondió Matt.

“Es urgente, te digo, tiene que ser hoy para así poder ir mañana.”

“Calmate, respira y vete. Te la doy en dos días. Tienes que aprender a ser más paciente tú”.

Saló, como perro regañado, asintió. La paciencia le habían dicho que era clave. Se fue de con Matt y a los dos días recibió la impresión a la puerta de su casa.

¿Por qué tanta prisa, pequeño Saló? Eso mismo se lo preguntaba al espejo, y su justificación, naturalmente, tendría que ser algo sobrenatural.

“¿Por qué tanta prisa?” Dijo al reflejo.

“Lo que pasa es que esto es más grande que tú y que yo y que todos” Respondía el reflejo.

Extraordinario, casi místico lo que pasaba, me atrevo a decir. Pero lo místico puede ser cualquier cosa, hasta lo más banal se puede bautizar con ese término, y uno ya no distingue entre lo místico y lo cliché. Los sueños de Saló, desde esa ida a Vernon, empezaron a tener más presencia femenina. Lo usual, al principio, imágenes de los pies de su abuela siendo lavados por lo que parecían ser sus manos, la madre acompañándolo a una fiesta, o la abuela y la madre sosteniendo la mano de Saló mientras bajaban pirámides hechas de camas. Mujeres familiares, les cuento, de repente la vecina de la infancia se aparecía, su exnovia, o sus amigas de la escuela… que se yo. Pero una noche sueña que tiene una cita en medio de un carro en medio de una carretera, la cual colgaba en el borde de la nada e inexplicablemente, la persona del sueño es la mujer de Vernon, mujer de la cual no recuerda su nombre, y según él asumía no recordaba ni su cara—tenía semanas que no pensaba en ella, y cuando lo hizo fue muy breve, casi inexistente—, pero parece haberse establecido en su inconsciente, como alguien que pone su tienda de campaña en medio de la sierra y prende su fogata. Recordaba toda la esencia de ella. Recordaba sus ojos, la forma de su cara, hasta las pecas que tenía sobre la nariz. Se despertó con un sentimiento de incertidumbre, de no saber en donde estaba, de no saber si lo que soñó fue real o no. No se lo cuestiono mucho, y siguió su día como cualquier otro. Fue a trabajar, leyó un poco, escribió medio poema, tomó fotos de las plantas de su jardín, y se drogó un poco antes de dormir.

La mañana siguiente se despierta e instantáneamente, sin darse el tiempo de bostezar, como autómata se baja de la cama para ir a su escritorio y en su diario comienza a escribir el sueño del que acababa de despertar.

“Caminaba. Caminaba de la mano de la mujer de Vernon. Me contó su nombre, se llama Marta. Tiene tres hermanos y toca la flauta. Usaba un vestido rojo que era idéntico al que mi madre usó en alguna navidad. Caminábamos por un parque lleno de vida. Árboles atrozmente verdes. Había patos que demandaban nuestra atención, pero parecía que nada era más importante que lo que tenía enfrente, y era ella. Llegamos a una escuela, probablemente donde ella estudia. Entramos y sale gente, chorros de gente salen de un auditorio. Matt sale del entremedio de esa gente y me saluda cordialmente, le sonríe a Marta y por un momento… casi sentía celos. Seguimos caminando ya sin tener la mano agarrada, y en eso estamos frente a un mar, en donde entras y me pides que vaya… Me preparo para ir… y en ese momento desperté”.

Después de esa noche tuvo dos o tres sueños más en donde el asegura que salía ella—aunque ya no los pudo recordar del todo— donde según él se dice, la última interacción fue que iban en en un carro el cual se descompuso, y Marta no sabía repararlo, Saló quiso ayudar, pero Marta le dijo que su ayuda no era necesario. Algo así. Después de eso, fue con Matt, esperó dos días, y ahora, este martes, se encuentra en medio de una calle no tan lejos de su casa, caminando para poder llegar a Vernon, la cual ha de quedar a 118 kilómetros de distancia. Ha recorrido dos. Está cada vez más cerca.

Duró dos cuadras más sin perder el balance, hasta que por fin se dio por vencido y decidió caminar como un adulto normal, un paso por otro, sin encimar innecesariamente los pies. Ya no podía comportarse como un niño, ya es grande, ya tiene veintiún años de experiencia en el mundo, y cinco años jugándosela solo en este juego. Saló, con la panza vacía, checa el reloj que parece estar pegado a su muñeca izquierda, y parece ser alrededor del mediodía. Ve la posición del sol y su sombra casi inexistente, y rectifica su respuesta. Mediodía. A esa hora su abuela tomaba su segundo café del día. Claro, por tanta leche que le ponía. Su abuelo tomaba el café negro, y se burlaba de la abuela que además de ponerle harta leche, le echaba azúcar a mas no poder. No por nada le terminó dando diabetes. El abuelo, quien siempre se quería sentir como la figura de la casa, no dudaba en poner por debajo de él a cualquiera que asumiera tener la razón en algo en lo que él pensaba diferente, se burlaba de aquellos que hicieran las cosas de otra manera de las que él las hacía, pues naturalmente su forma de hacer cosas era el mejor, por algo las hacía así.

“El buen café se toma negro, y el malo… igual” Decía el abuelo Don Jesús “Si le pones azúcar corres el riesgo de hacerte maricón, sino pregúntale a tu tío Juan, que así como lo vez de bar en bar, con hombres y no se que más, así el güey le pone azúcar a más no poder. Mi padre, tu bisabuelo, que en paz descanse, como buen hombre, nunca tuvo la necesidad de endulzar nada. Lo amargo es amargo porque debe de ser. No lo conociste, pero nunca se reía, tenía una dureza de los dioses. Era de titanio su coraza. No lloraba, porque eso es para débiles. Fruncía el ceño y asentía sin abrir la boca. Con decirte que a mi madre, tu bisabuela, que en paz descanse, no era su mujer, sino que él la hizo su mujer, y el día que ella se iba a casar con alguien más, que según contaba no la merecía, entró sobre caballo y con pistola a la iglesia, y se la llevó con él.”

Pasando unos kilómetros, se topó con uno de esos dinings viejos que parecen de los cincuenta. Ya saben, luces neón y paredes color pastel. A la distancia no se podía distinguir si estaba cerrado o abierto, las ventanas estaban opacas. Al acercarse ve salir a un señor de cara arrugada, cigarro en boca y manos en las bolsas de su gabardina. Se acerca más y ve que dentro de lo opaco de las ventanas, logra distinguir unas personas fumando. Se sentía surreal ver un lugar en el que se permitiera darle la bienvenida a la muerte de forma tan amena. Entra y se sienta en el bar, siendo atraído por el pie de manzana que daba vueltas como si fuera el último tesoro encontrado. Se acerca la mesera, “Betty” dice su name-tag. Unos sesenta años se cargaba detrás, pero en una de esas pensabas que tenía cincuenta y algo, pues se arreglaba para verse deseable. Labial rojo, sombras azules en los ojos, pelo extremadamente rubio, y un cigarro delicado le colgaba de la boca. Saló le pide un café, y que si le haría el favor de pasarle un cigarro. Betty se saca un cigarro de la oreja y se lo prende con unos cerillos que al parecer siempre sostuvo. Le ofrece azúcar y leche para su café. Saló lo rechaza gentilmente y se pone a ver las burbujas dentro de la taza, pensando en cualquier boludez que se aprecia en su mente.

ZAZ

La puerta de la entrada es azotada, y un hombre flaco, arrugado, de ojo claro, vestido con chaqueta y pantalón de mezclilla, con cigarro en boca y pelo echado para atrás, como si tuviera toda su saliva embarrada en él, camina directamente hacía la barra, al lado de Saló.

“Betty, ¿cómo vas? Échame lo de siempre, nada más que no quiero tomate en el sándwich, estoy empezando a creer que tanta kétchup me hace mal, y no quiero arriesgarme a comer tomate por hoy. Échame algo más dentro, lo que tu quieras”, dijo el señor, que instintivamente voltea a ver a Saló. “¿Me creerías si te dijera que Betty estaba re-buena hace no tanto?”

Saló asintió.

“¿Traes fuego?” Preguntó el señor. Saló sin decir nada, le pasa el cigarro que tenía en su boca. El señor lo prende y se lo regresa.

Una bocanada al cigarro.

“Tu, ¿cómo te llamas?” Exhala el aire el señor en la cara de Saló.

“Me dicen Saló”

“AH, no me digas, uno de mis hijos creo que se llama así. ¿Y qué traes ahí? A ver.” Y el señor extiende su brazo para agarrar la foto que Saló había puesto sobre la barra.

“Ah, que buena foto. Oye, Bety, mi café es para hoy eh. Te decía, que buena foto esta. Alguna vez yo fui fotógrafo, pero no como los cuidadosos que le toman fotos a la lejanía, escondidos, en la comodidad de sus casas o del campo vacío. No señor, yo buscaba lo crudo, y vaya que me metí en problemas” El señor decía todo esto sin quitarle la mirada a la foto, en eso llega su café humeante, y el señor le da una trago en donde bien se pudo haber quemado esos labios secos y llenos de grietas que tenía colgados.

“Me llamó Javier. Dime Javier, no Javi, ni nada así. Mis padres me pusieron Javier por mi abuelo, Don Javier, auténtico revolucionario. No lo conocí, pero dicen que el FBI le voló la cabeza por atentar en contra del sistema. Tremendo héroe.”

“Un gusto, Javier.”

Se dan la mano.

“Y dime, muchacho, ¿a dónde vas, de dónde vienes, y qué haces con esta foto que exhibes con tanto orgullo? Yo, una vez, fui fotógrafo. ¿Y ya te dije que la Bety estaba re-buena?”

“Na, pues, ando caminando. Vengo de caminar. Al salir de aquí caminaré en la noche, hacia la misma, que sé yo. Voy hacía Vernon. Busco a esa chica, ¿la ve? La del fondo de la imagen. No me acuerdo de su nombre, a lo mejor ni me lo dijeron, pero la tengo que ver. Usted se ve que sabe algunas cosas ¿sabe quién es ella?”

Don Javier ve con atención la foto. Se rasca la creciente barba. Abre levemente la boca, como si la palabra estuviera tratando de salir.

“No. Ella no…pero el gordo ese de la izquierda se llama Manny. Me vende fresas y yo le arreglo muebles. Buena persona, un poco hijo de puta, pero buena persona. El otro mes subió el precio de las fresas un 20%, y cuando le quise cobrar más por arreglar un sillón que el gordo rompió, se río en mi cara. Tuve que cobrarle lo mismo de siempre, es mi cliente más frecuente. Con ese peso que se carga rompe todo, unas dos sillas por mes en lo mínimo.” Se ríe Don Javier. Se ríe secamente, como un viejo. Saló observa su boca, y cuando ve que la risa se difumina, le cuenta un chiste absurdo para poder escucharlo otra vez al viejo.

Esa sonrisa con dientes opacos. Le faltaba una muela de seguro. La lengua blanca. Los suspiros cenizos. Podías ver un humo salir de su boca al momento de ejercer el esfuerzo que necesitaba la risa, y eso que el cigarro ya lo había apagado. Le recordaba a la risa de su abuelo, que justo antes de morir, dos o tres días antes, tuvo un ataque de risa al ver caer a una de sus hijas, y esa risa: ceniza, fantasmagórica, con telarañas, añeja y polvorosa, esa risa fue lo único que le dejó su abuelo, porque todo lo demás lo heredó una de sus varias familias escondidas que llegó a tener, y Saló y su familia no se quedaron con nada, igualmente no perdieron nada, se quedaron como estaban.

“Entonces, Don Javier ¿me puede decir en donde se encuentra el rancho?”

“Te puedo llevar.”

“Vaya, pues no se…”

“Como no vas a saber, niño, si no te llevo yo te vas a perder, y en la noche hay coyotes, y a los coyotes les gusta comer lo que se encuentren.”

“Esta bien pues, me voy con usted.”

“Excelente. Van a ser 20 dólares, y me pagas mi comida para no andar con vueltas.”

“Esto es todo lo que tengo.” Saló saca doce dólares de su bolsa y un encendedor de Miami, esos de turista que tienen foto de la bahía.

Don Javier tose, gruñe un poco y agarro lo que se le propuso. Se echa el sándwich en dos bocanadas, un trago al café y desaparece, y con su nuevo encendedor se prende otro cigarro.

“Ni me pidas uno”, le dice Javier a Saló, “Ni me pidas un cigarro que no te voy a dar ni uno. Me quedan cuatro y esos cuatro son míos.”

“Pero vámonos ya, viejo, que ahora te mueves a mi paso”.

Don Javier asiente, y se dirigen hacia la monstruosa pick up que manejaba. Roja metálica, un poco oxidada. El parabrisas roto, parecía que alguien le había metido un puñetazo y se veían como venas salir de la esquina derecha. La parte trasera decorada con stickers de bandas de metal, stickers cristianos, y uno que otro chiste misógino de señor.


La noche fría, un poco espeluznante. Las nubes habían bajado, el sol llevaba milenios sin asomarse y parecía como si todo el mundo estuviera impregnado por el mismo humo del diner. No se habían topado ni un otro carro, Canadá siempre ha sido fantasmagórico. La radio… muerta, la estética es el único sonido que se puede agarrar; estética arrítmica, ingenuamente desordenada, no se podía ni tararear nada. Ya en el último tramo del camino, faltan unos veinte minutos. En la hora que llevaban juntos no se habían hablado mucho. Javier se rascaba mucho la cabeza, y le preguntó una o dos cosas a Saló, quien se las respondió como si no fuera nada importante, y la conversación se cortaba antes de que empezara. Saló estaba pensando, pensaba en Marta, en esa persona que habitaba su cabeza y que por fin conocería. ¿Sería igual que en su cabeza? ¿O mejor? Javier lo empezó a observar de más. Quería rascar lo que su cerebro pensaba.

“La chica, pues”, dice Javier, “¿como dices que se llama?”

“Le digo Marta, pero su nombre no me lo sé. De seguro es Marta, digo, que tiene cara de Marta.” Responde Saló.

Y si, a sus ojos Marta es el nombre ideal. Marta… Su maestra de sexto grado se llamaba Marta, y era un amor. Su tercera novia igual se llamó Marta, y aunque estaba un poco loca, su belleza era devastadora, sentías el peso de su mirada como si un iceberg te cayera encima. Aparte era blanquísima, tan así que su piel siempre estaba fría y se le veían las venas como no te imaginas.

Saló, con mucha confianza y un poco de pena, le explicó a Don Javier que en realidad no conocía a Marta, y que solamente la había visto en su cabeza, pero que por alguna razón que esa sí no se la explicaría, él sentía que igualmente ella había estado pensando en él, o eso es lo que le gustaría que fuera real, estar en la mirada de ella. Ser su objeto del deseo. A Saló, desde antes de ser Saló, le ha gustado sentirse como un chocolate en las manos de un diabético: deseado. Caprichoso desde niño, siempre tenía que ser él el primero en todo: en el fútbol el primero en ser elegido, en la escuela el primero en llegar a clases, el primero en irse, el primero en besar a una chica, el primero en comer del pastel, el primero en aprender a manejar, el primero en pelearse, el primero en todo lo que pudiera. Alguna vez le había dicho un amigo de su padre, que en paz descanse, “La primera vez es la mejor, que nada abate a ese sentimiento místico de quitarle la carpa al objeto para revelar su verdadera esencia; revelar tu primer rollo, subirte a una moto por primera vez, y hacer el amor, hacer el amor es lo mejor, pero ese sí se va haciendo mejor con el tiempo, es de las pocas cosas que van llenando de jugo, claro, así es hasta los cincuenta, de ahí es pura bajada, físicamente hablando. Por eso, pequeño, disfruta todo lo que puedas, haz todo lo que puedas por primera vez, y coge, pequeño, coge como si no hubiera un mañana. Llénate de adicciones efímeras, platica con la gente que todos ignoran. Camina lo más que puedas y piérdete en callejones que no conoces. Haz todo, y un poco más.”

Silencio parecía iba a dominar el resto del viaje, pero Don Javier quiso cantar y cantó y parece que siempre había estado cantando y que siempre seguiría cantando ya que su voz no tronaba y no quebraba y nomás mejoraba con cada palabra que salía de su boca. Parecía que los cigarros que se fumó antes no se los hubiera fumado por la boca, era liso lo que los oídos de Saló escuchaban, se resbalaban las palabras y él con ellas. Cerraba los ojos y se formaban geometrías que nunca había visto o que nunca había observado realmente. Pero ya iban llegando cuando entro en ese trance. Y al llegar, Don Javier frenó sin miedo, y la paz de Saló salió por la ventana—quien sabe cómo, pues estaba cerrada.

Abre la puerta Don Javier, lo sigue Saló, quien lentamente baja el pie derecho, porque pisar con el derecho primero es buena suerte. Respira profundamente, y camina al lado de Javier. Caminan recto, demasiado recto.

“¿A dónde vamos?” Dice Saló.

“¿Pues a donde más? A tocar, a que te presenten a la chica, ¿no?”

“Wow, no, no. Tiene que salir natural, sino no va a funcionar. Tengo una idea, yo espero aquí, y tú les hablas y dices que vienes por fresas. Preguntas si no tienes un mueble o algo que necesiten arreglar, y luego ya salen y yo les hablo. ¿Va?”

“Chamaco… está bien, a ver que pasa.”

Saló se empezaba a sentir mareado, como si nada deseo fuera una buena idea. ¿Qué clase de persona viajaba 120 kilómetros para conocer a una persona que no conoce pero él siente que conoce más que a sí mismo? Algo podría salir mal, realmente.

Un ruido se hace presente por detrás de Saló, quien voltea y ve a una lámpara moviéndose en la oscuridad.

“¡Hey! ¿Quién está ahí?” Preguntó una voz femenina. Saló, petrificado, trata de responder.

Abre la boca y no puede sacar ni un respiro.

“¿Quien eres?” La voz se escucha más cerca.

Y Saló quiere decir tantas cosas, a lo mejor demasiadas cosas, pero muchas para él, al parecer, y su garganta hace nudos y los nudos se deshacen y se vuelven a formar para impedirle que vuelva a decir una palabra en lo que le queda de vida.

Don Jaime desapareció y solamente quedaron la mujer y Saló juntos en medio de la nubosa oscuridad. Ella lo ve y él, cómo estatua, la ve de regreso. Ella suspira, pareciera que no era la primera vez que le pasaba algo así. Suspira otra vez y sigue caminando hacia la neblina, para perderse en ella. Saló, quieto, en el lugar donde sus piernas decidieron estancarse para siempre, parece transmutar en sí mismo. Su garganta hecha nudo logra escupir un poco de algo y sale una flor con patas que escala desde su boca a su hombro y del hombro al brazo y de ahí a su estómago y de ahí da una brinco para caer en el pie. La flor, un girasol pequeño que tiene un gafete que indica que su nombre es María, corre y corre con sus frágiles patitas, corre en círculos y luego parece encontrar su destino y se dirige hacía un río que encuentra a través de la neblina. Se mete al río y apenas logra salir de él. La pobre, estúpida, plantita casi se muere. Voltea a su derecha y corre por la orilla del río, hasta que una silueta agarra más textura y un poco más con cada paso. La silueta de una mujer que llora, quien sabe porque llora la mujer, parece ser a dónde se dirige la María. Brinca y brinca María, brinca y brinca un poco más, hasta que la supuesta Marta la ve de reojo, quien sonríe, y la agarra. La ve fijamente. Fijamente ve a la planta.

¡PUM!!!!

¡PUM!!!!

¡¡¡¡¡PUUUUUMMMMMM!!!!!

Un golpe se escucha a distancia. Marta, con la planta en mano y la preocupación de lo que habrá pasado por encima, lanza la planta al río y la planta se enreda profundamente en el agua dulce que le agarra las patas, la arrastra hasta el fondo más fondo del mundo, y no la deja ir, y Marta… Marta se pone a correr de regreso a casa.


 

Autor del texto y la foto: Adolfo Bermúdez


Originario de Durango México, actualmente reside en los territorios robados de los coast salish people (Vancouver, Canadá), a donde llegó en el 2019 a los 17 años y fue ahí donde terminó la preparatoria. Actualmente estudia escritura creativa en la universidad de Langara. Ha aportado un texto a una antología de jóvenes escritores, realizado por la casa de la cultura de Morelia. Igualmente, se desenvuelve como fotógrafo independiente, usualmente retratando las calles que camina, el barrio y la ciudad en la que vive, y la gente que lo rodea. Su fotografía se ha exhibido en Durango, México, y en abril 2023 formará parte de una exhibición grupal de artistas emergentes, la cual será realizada en Vancouver como parte de el evento cultural “East Crawl”.


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