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Silencio


La primera vez que lo vi, fue a través de la ventana de la cocina.


"Ni se te ocurra", me dijo Dora cuando quise salir al jardín. Estaban todos sentados alrededor de la mesa: Pancho con una seriedad extraña en él. Dora con la pierna derecha arriba de una silla, envuelta en hielo, y Analía que ante la negativa de sus padres, había ido de visita con la panza de siete meses.


Me senté al lado de Pancho, que estaba cabizbajo. No atiné a decir nada. Sentía que cualquier cosa que pudiera llegar a salir de mi boca me iba a jugar en contra. Por dentro, maldije a Guido que todavía no había llegado. Saqué el celu para ver si tenía un mensaje de él y lo guardé enseguida al ver que no había aparecido.


Quise pararme de nuevo para mirar al gallo, pero no me animé. Era él o la familia de Guido, los dos equipos estaban perfectamente definidos. El silencio me abrumó. Nunca me gustó ese sonido a ambiente, a electrodomésticos enchufados, a autos que se alejan por la calle. Necesito voces, ruidos de notificaciones, la tele prendida, música sea cual sea. Ese silencio me estaba aturdiendo. Volví a mirar el celular y me puso contento ver que Guido estaba en línea.


"Dale boludo, estoy en tu casa, vení ya"


Me clavó el visto pero no le volví a escribir. El silencio tampoco me dejaba mover demasiado.


Al rato llegó. Fue la espera más larga de mi vida.


El gallo


La familia lo miró con bronca, pero a Guido no le importó. Abrió la puerta que conectaba la cocina con el jardín y salimos rápido. La cerró con llave. Agarró un tubo de metal que tenía cuidadosamente preparado y nos paramos a mirarlo. Era grande, más de lo que había visto alguna vez.


Se paró a unos metros de distancia y nos enfrentó, con una mirada imponente y sobradora. Se me puso la piel de gallina. Pocas veces en mi vida había experimentado eso. Quise hablar, pero no encontré las palabras. Guido estaba firme, con la cabeza en alto. Los dos se miraban sin pestañear, sin moverse, amenazantes.


Pensé que ante una pelea, el primero en caer sería yo. Esos dos se disputarían hasta la muerte. Nos quedamos ahí un largo rato, hasta que Guido soltó el tubo, abrió la puerta y volvimos a entrar. Para ese entonces, la familia ya no estaba.


Guido preparó el mate y se tomó el primero de un sorbo largo.


"Carlos es un hijo de remil puta".


"¿Recién te das cuenta? Yo te dije que no aceptes nada que venga de él".


Me pasó un mate y miró al gallo por la ventana.


"No me arrepiento Nacho. Fue una de las mejores cosas que hice en mi vida".


No lo entendí ni le pregunté. Había cosas en Guido que no tenían explicación, las sentía así.


Me tomé dos mates más y me fui. Cuando pisé la vereda tuve ganas de correr hasta la plaza de la esquina y tirarme a fumar.


Imantado


Juré no volver a esa casa por un tiempo largo, pero a la semana, ya estaba ahí de nuevo. Las cosas habían empeorado: Dora tenía más lastimaduras en sus piernas y le dolían tanto que caminaba rengueando. Pancho tenía lastimada la mano y Analía había decidido no volver por un tiempo. Guido estaba intacto. Se había tomado licencia en el juzgado y se la pasaba todo el día ahí, entre la ventana de la cocina y el umbral de la puerta del jardín. A veces escuchaba desde lejos los gritos y las quejas, pero no podía hacer nada, solo mirar.


"¿Qué vas a hacer con todo esto?", me animé a preguntar una vez.


"Mañana mis viejos se van a la casa de Ana por uno días. Me pusieron un ultimátum".


"Es que no se puede vivir más así, viejo. Esto no es vida".


Vi los ojos brillantes de Guido y la sonrisa a medias.


"Es la naturaleza, siempre hay uno que es más fuerte y que se impone sobre los demás".


Lo sentí fascinado e ido a la vez. Me dio miedo y me fui. Al otro día volví. Ese animal me producía algún tipo raro de atracción. No supe si era el gallo o el mismo Guido. Y volví el día después, y el que siguió, y así por un tiempo más.


Soledad


Guido se había quedado solo. Ya no se bañaba, ni siquiera comía. Vivía a mate y observación. Yo decidí quedarme con él y pasar parte de enfermo en el trabajo. Estábamos solos en esa casa enorme y silenciosa. Todo giraba alrededor del gallo, que lo miraba a Guido amenazante. A mí me ignoraba completamente y eso me daba bronca: yo tan pendiente de él y él tan desdeñoso.


A la noche no dormíamos. Los gritos de dolor invadían el aire de verano. El gallo montaba a sus hembras y las lastimaba. Ellas sufrían, pero no tenían alternativa. Nadie las podía defender porque sería una masacre. Una vez, una que se acercó tanto a nosotros que pudimos ver los agujeros en el cuerpo. Estaba en carne viva y ya tenía algunos bichos. Me dio ganas de vomitar, no podía entender cómo podía haber tanta maldad en un animal de Dios. Y cada noche, los gritos eran más desgarradores. Tal vez, los agujeros se hacían más profundos y hasta llegaban a los huesos.


"Rajá de acá, todavía estás a tiempo", me decía en mis pensamientos, pero el cuerpo no obedecía. Fui hasta la habitación de Dora y busqué entre sus zapatos. Había unas botas de cuero, fuertes que podían funcionar. Traté de ponérmelas y aunque me apretaban, me entraron. Si iba al fondo en botas, la bestia no iba a poder lastimarme. Podía ir a rescatar a las pobres gallinas y apartarlas de él. Pero cuando le conté mi idea a Guido, me gritó que no podía entrometerme en la naturaleza, que las cosas pasaban por algo y que cualquier intervención podía ser el final.


Yo quería que llegara ese final anunciado, pero Guido tenía razón. Me saqué las botas y las dejé en su lugar. Ahora no solo tenía miedo y asco: se me habían lastimado los pies.


Escases


Guido empezó a ignorarme. Me había dejado de hablar, me había dejado de pasar mates. La comida se nos había terminado, y para tomar solo teníamos el agua de la canilla. Casi ni dormíamos porque el gallo cantaba todas las veces que tenía ganas: empezaba a las cinco de la mañana y cada tanto volvía a hacerlo.


Un día estaba en el baño cuando escuché un ruido tremendo que venía del patio. Las gallinas y los pollitos salieron del gallinero. Estaban todos afuera, alborotados.


Busqué a Guido por la casa, pero no lo encontré. Pensé en lo peor y lo comprobé segundos más tarde.

Abrí la puerta del patio y una vez que salí, la cerré con llave. Las gallinas me miraron como si yo fuera su última esperanza. Tenía toda la responsabilidad en mis hombros. Caminé con cuidado, casi rogando que nadie me escuchara. Llegué al gallinero y me asomé. Ahí estaban: Guido y el gallo enfrentados, parados inmóviles, mirándose fijo.


¿Qué podía hacer yo ante esa situación? Guido me lo había dejado muy en claro: “es la naturaleza, nadie puede meterse”. ¿Y si el gallo lo atacaba? ¿Tenía que quedarme mirando, sin intervenir, o podía defenderlo?


A las horas, cuando estábamos en la cocina, en silencio, comiendo una galletita que habíamos encontrado tirada al fondo de la alacena, pensé que, en una pelea, el gallo seguro ganaría: Guido siempre lo enfrentaba con ese tubo de metal en la mano; el gallo solo se tenía a sí mismo. Tal vez era el momento de decidir el bando.


La gallina


Un día vimos unos pollitos lastimados. Estaban asustados, parados en un rincón. El gallo se paseaba de extremo a extremo del patio, con la cola y la cabeza en alto. Una de las gallinas salió en busca de los pollitos. Caminó directo hacia ellos, con el andar seguro y apresurado. El gallo, que estaba en la otra punta, se dio vuelta y le clavó la mirada, mientras que la gallina seguía caminando sin titubear.


Guido se cebó un mate y empezó a tomarlo, sin pestañear. Yo, caminé unos pasos hacia atrás, con miedo de mirar.


-Hagamos algo, esto ya no da para más-, le dije, mientras intentaba abrir la puerta del patio.


Guido sacó la llave de su bolsillo y me la mostró. Pero eso no me dio tanto miedo como su sonrisa placentera. Estaba claro, nuevamente, que no podíamos entrometernos en los asuntos de la naturaleza. Pero si él podía decidir nuestro accionar, yo iba a decidir sobre el mío individual: me senté a la mesa y dejé que las cosas pasaran, ajenas a mi observación. No iba a ser partícipe de nada de lo que pudiera pasar.


A los minutos, Guido se sentó a mi lado y me dio un mate. Ese fue el momento en el que más miedo tuve. Durante los días siguientes, el cuerpo de la gallina siguió en el patio. Se llenó de bichos y había un olor nauseabundo que se podía sentir cada vez que Guido abría la puerta del patio para alimentar su gallinero. No veía a los pollitos y eso me hizo imaginar mil cosas, entre ellas, que el gallo se los había comido.


Parálisis


Una tarde sonó el teléfono. Guido no atendió. Cuando volvió a sonar, atendí yo. Era Pancho que quería saber cómo seguía todo en la casa. Guido se paró atrás mío, casi pegado. No supe qué contestar y colgué. Cuando me di vuelta, vi que en su mano tenía el tubo de metal. Una puntada en la cabeza me fue y me vino en un instante.


-Salgo al gallinero-, me dijo como si nada. Me fui a sentar a la cocina y traté de tranquilizarme. ¿Guido me había amenazado para que no hablara con su familia? ¿Era un prisionero de él o podía irme cuando quisiera? ¿Me sacrificaría por el gallo como hacía con sus gallinas? Un sentimiento de horror me corrió por el cuerpo entero.


En ese mismo instante, y al darme cuenta de que Guido estaba en el patio, fui hasta la puerta de entrada, la abrí, llegué hasta la reja y también la abrí. Ya estaba en la vereda. No había nada que me detuviera: podía correr, perderme entre los árboles, escapar de esa locura, volver a mi casa, a la comida de mi vieja, a las sábanas recién lavadas, a mi almohada que tanto extrañaba, a mi trabajo en el colegio, a mi auto, a la birra con los pibes…


Guido me pasó un mate y nos quedamos en silencio mirando por la ventana. El gallo se paseaba solo, alrededor del cuerpo de la gallina que ya llevaba unos días ahí tirado.


Desierto


Esa mañana dormimos hasta las once. Cuando nos dimos cuenta de la hora, nos preocupamos. Algo no estaba bien si el gallo no había cantado. Guido abrió la puerta del patio y salió en calzones. Pasó por al lado de lo que quedaba del cuerpo de la gallina y se fue directo al gallinero. Salió al patio de nuevo y se puso a buscar. Abrí la puerta y me asomé para preguntarle qué estaba pasando, pero no me contestó, estaba demasiado concentrado.


Al rato me llamó y tuve que salir. Pasar cerca del cuerpo me dio asco.


-No lo encuentro-, me dijo sin dejar de buscar.


Lo ayudé a revisar el gallinero, aunque él ya lo había hecho tres veces. No pude creer cómo estaban las gallinas y los pollitos de lastimados. Eso era una real sumisión en la violencia. ¿Cómo Guido había permitido que pasara eso? ¿Cómo podía ser amigo de una persona así? Salí al patio ante el grito de Guido.


Estaba acurrucado atrás de la lona que cubría la parte baja de la parrilla. A simple vista no estaba lastimado, pero era raro en él estar tan manso. Por primera vez, Guido le habló:


-Salí de ahí.


Como el gallo no le hacía caso, le repitió que saliera, una y otra vez, primero despacio y después gritándole. Guido no estaba bien, parecía desconcertado, desesperado, desilusionado. El gallo no salió y nosotros volvimos a la cocina. No nos despegamos de la ventana ni un solo minuto. En el patio no pasaba nada: el gallo no salía y el cuerpo de la gallina seguía embichado. En el gallinero tampoco había movimiento. Guido no les llevó comida ese día, y tampoco el siguiente.


Los pollos


Vi dos pollos, que más que pollos eran potenciales gallos, caminar fuera del gallinero. Lo llamé a Guido que salió del baño casi corriendo y subiéndose el calzón. Uno iba atrás del otro. Se acercaron hasta donde estaba el gallo y se quedaron ahí parados por unos segundos. Después, el de adelante pasó la lona y se escucharon gritos de dolor. Salió enseguida y volvieron al gallinero.


Guido no quiso salir, pero yo sí. Necesitaba verlo. Corrí la lona y lo vi acurrucado, malherido, destronado. Eso me dio satisfacción: sentí que con ese gallo se estaba terminando la maldad en el mundo. Mientras Guido tomaba mate sentado a la mesa, yo salí de la casa, fui hasta el almacén de la esquina y compré dos sanguches de jamón y queso y una birra. Guido no quiso comer, así que me comí todo yo solo.


Prendí la tele y ante la mirada de desaprobación de Guido, puse la repetición del partido del rojo. No podía creer que me había perdido el clásico. Terminé de comer y calenté la pava. Me cebé unos mates y miré por la ventana: todo seguía desértico.


A los dos días abrí la puerta de la calle y me fui a mi casa. Nunca supe cómo terminó el gallo, solo me enteré, cuando encontré a Pancho caminando por Maipú y Belgrano, que Guido desarmó el gallinero y sacó las gallinas a la calle para que las agarren los vecinos. Pancho y Dora volvieron a la casa y Guido volvió a su vida normal.


Pensé que el gallo todavía debía estar acurrucado atrás de la lona de la parrilla, tal vez, esperando que Guido tuviera piedad y le diera el tubazo final.


 

Autora: María Belén Queijo


Imagen tomada de acá

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