El viaje
El micro se desplazó pesadamente, como un lento y perezoso gusano, hasta salir de la terminal. En la ruta, comenzó a tomar velocidad. Ema se recostó sobre el respaldo del asiento, mirando cómo los álamos, las retamas y las mosquetas parecían correr una carrera vertiginosa a través de la ventanilla.
― Gracias por aceptar mi solicitud. ¿De dónde sos? Yo vivo en Las Lajas.
― Yo soy de Dinahuapi.
― ¿Naciste ahí o te mudaste?
― Me mudé hace un par de años. Trabajo en un laboratorio.
― Yo me dedico a la construcción. Por suerte estoy tapado de trabajo. Éste es un pueblo que crece sin parar.
El viaje iba a durar unas cuatro horas.
Cuando su amiga armó el perfil, imaginó que algún vecino del barrio podía descubrirlo y sintió vergüenza. No tenía edad para estar haciendo cosas propias de una adolescente. Después supo que podía bloquear a quién quisiera y se animó a poner una foto de cuerpo entero. En ella lucía la blusa azul con la que parecía más delgada, y la calza negra que mostraba sus piernas, aún fuertes y bien torneadas. Era una bonita foto, la luz la favorecía, también el maquillaje que resaltaba sus ojos verdes y disimulaba un par de pecas.
—Maravillosa. Cautivante.
Él no se quedaba atrás. Treinta y nueve años, tres más que ella si no había mentido su edad, y de hecho no había conocido a ningún hombre que hiciera semejante estupidez. En la foto se lo notaba alto, de gran contextura. Un rostro alargado, con ojos claros, nariz prominente y una barba espesa que le daba un aire de montañés ermitaño. La camisa de jean estaba arremangada a la altura del codo y sus antebrazos estaban tapizados de vello. Ema no pudo evitar imaginar la espalda, las piernas y el pecho, tupidos también, y una oleada de dulzura sacudió su vientre.
El micro serpenteaba en el camino de cornisa, entre la ladera de la montaña y el arroyo transparente. Los turistas comenzaron a fotografiar el paisaje, ya que la necesaria lentitud del vehículo permitía obtener buenas tomas.
― Me gustás mucho. Sos una hermosa mujer.
Dos días habían pasado apenas desde que se conocieron por internet. Y de repente el intercambio de mensajes estaba tomando un color más intenso, como si fuesen dos conocidos con deseos de explorar el terreno del otro. ¿Estaba bien eso?
Ema alternaba sus inseguridades con las ganas de seguir el juego.
Ahora la ruta era una línea recta que partía en dos el valle cubierto de pasto seco, neneos y jarillas. Una familia de ciervos se acercó al camino y los turistas se entusiasmaron, generando exclamaciones en inglés y portugués.
― ¿Estás en tu dormitorio?
― Sí. Me acosté en la cama.
― ¿Qué tenés puesto?
― Un camisolín de seda color rojo. Debajo no tengo nada. La seda es muy suave, su roce me enciende.
― Yo estoy desnudo. Quiero acostarme con vos. ¿Me dejás?
― Sí, mi amor, vení.
― Sacate el camisolín.
― Sacámelo vos.
Los mensajes llegaban a destino a través de varios kilómetros. Jamás en la vida habían estado a una distancia menor que esa. Pero Ema lo veía, lo tocaba y sentía cómo era acariciada. Hasta podía oler su piel transpirada.
La excitación que le producían los mensajes se agolpaba con sus miedos. ¿Y si llegaba a la estación y no encontraba a nadie? ¿Y si la drogaba, le robaba su dinero y la abandonaba en un descampado? ¿Y si aparecía su esposa en el mejor momento del encuentro, sacaba un revólver y les disparaba a ambos?
Era divorciado, si no había mentido su estado civil, y de hecho había conocido demasiados hombres que desplegaron sus dotes actorales fingiéndose libres.
Otra vez la ansiedad comenzó a roerle el estómago.
― Me voy a acostar a tu lado para que juegues con todo mi cuerpo. Sos hermosa. Te beso muy despacio en la boca, y te sigo besando, recorriendo tu cuello, jugando con tus senos. Qué suaves que son. Rodeo con la lengua tus pezones y se endurecen.
― Estoy muy caliente, seguí, seguí…
― Yo también estoy muy caliente. No sabés cómo me puse.
― Mandame una foto. Quiero verte.
― Yo también quiero verte.
Ema temblaba por dentro. Deslizó su índice sobre la pantalla del celular y la imagen cobró movimiento. Era como lo imaginaba: acostado en una cama, velludo como un animal salvaje. Hombros anchos, vientre apenas prominente. Las manos grandes jugaban con el miembro erguido, colorado, generoso. No existía ninguna distancia en aquel juego. Ema podía mojarse las manos tocando su cuello transpirado, acostarse sobre él y sentir su piel tibia contra sus senos, besar el pene hasta llenarse la boca con él y tensar los músculos de la lengua para acariciarlo hasta hacerlo estallar como un volcán.
Corrió los breteles de su camisolín, dejando que se deslizara hasta caer en el suelo. Como si nunca se hubiera desnudado, miró su cuerpo. Ya no importaba lo que disimulaba o resaltaba la luz. Tampoco recordó el maquillaje. Se sabía hermosa, intensamente deseada. Comenzó a acariciarse sin pensar. Escuchaba permanentemente la voz de él, ronca, grave, agitada. Cada una de sus frases se repetía en sus oídos como un eco.
Se recostó en la cama y abrió las piernas con la sensación de estar liberando un ave presa. Con la cámara del celular, intentó enfocar su vagina húmeda. Para ella era un poco más complicado. Se dio cuenta que apoyando el celular en la cabecera podía acomodarse mejor, ya con sus manos libres. Nunca se había filmado así. Su cuerpo entero se agitaba, lleno de sensaciones nuevas. Comenzó a acariciarse el clítoris. Sintió que la pantalla del celular eran los ojos de él, allí, a centímetros de su entrepierna, y ya no pudo controlar nada. Hundió sus dedos en el abismo. Fue un orgasmo intenso, que la sacudió por dentro, en medio de oleadas de frío, hasta sentir que no cabía en sí.
― Qué ganas tengo de verte. Qué desperdicio es esta tarde lluviosa y yo acá solo, pensando en vos.
― Ya saqué el pasaje.
― Vas a ser mi invitada de honor.
El micro giró y entró al pueblito. Un arco con su nombre le daba la bienvenida. Comenzaron a verse las primeras casas. Ema se retocó el maquillaje.
Cuando se fue acercando a la terminal, una edificación erigida algo distante del centro del pueblo, el micro volvió a disminuir la velocidad hasta reptar como un gusano cansado.
En la plataforma iban y venían unas diez personas, algunas con bolsos, otras con niños de la mano o un abrigo colgando del brazo. Lo descubrió detrás de ellas, recostado contra la pared. Tenía la misma camisa de la foto, arremangada hasta el codo, y un sombrero de ala ancha que lo protegía del sol del mediodía. Se acercó a Ema con una sonrisa.
Autora: Silvia Arana
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