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Entre ratas y golondrinas (fragmento para degustación)


Y sucedió lo esperado: intercambiamos los números de teléfono, tuvimos varias citas y en una siesta de sol nos dimos el primer beso. No hizo falta rotular la relación. Éramos el respeto por el otro y respirábamos juntos, unidos por las riendas que nosotros inventábamos. La amaba. Sara era perfecta ante mis ojos de enamorado. Claro que por mi experiencia, más literaria que vivida, intuí lo peor. Y lo peor sucedió: el tiempo hizo detonar lo que construyó en nosotros. Convivimos a gusto y placer de ciertas ideas e ilusiones. Lo raro —o llamativo— era que Sara desaparecía y yo no tenía manera de ubicarla. Por aquel entonces, mi angustia se tornó inmanejable. Las directrices de lo que yo consideraba estable, no lo eran para ella. A mis preguntas, insidiosas e invasivas, las respondía con total naturalidad o desgano. Por ejemplo, yo la interrogaba: “¿Dónde estuviste?” Y Sara me contestaba: “Acá, Amadeo”. Yo insistía: “Me estás mintiendo”. Y ella, resoplando, me decía: “Anoche amasé ñoquis, nos tomamos tres botellas de vino y escuchamos jazz”. Era cierto. Todo lo que describía, de la forma que lo describía, además del énfasis con el que señalaba las sobras. Yo me tiraba en el colchón y lloraba. Dejaba que mis lágrimas cayeran cosquillosas por mis pómulos y se perdieran en mi boca. Sara sacudía la cabeza y limpiaba nuestro desastre, mientras yo lloraba como un chico caprichoso. Cuando el orden recuperaba su estado y mi caos mental me estimulaba a preparar mates, ella se encerraba en el baño, abría la ducha y hablaba en voz alta. Lo que nunca pude descifrar era si cantaba, puteaba o repetía lo mismo una y otra vez. Jamás me animé a interrumpir su impulso catártico. Ante todo, el respeto debía ser la base de la relación y, desde esa postura, a mí me resultaba imposible concentrarme y creer. Yo recordaba que salía con una ropa y volvía con otra. Ella lo negaba, me pedía que me calmara, que no fuese tan paranoico, que estábamos compartiendo cosas lindas e importantes, que yo la había ayudado mucho, sobre todo a escapar de aquella pensión de mala muerte, que debíamos enfocarnos en prosperar, en tener proyectos, en animarnos a confiar y qué sé yo qué más. Juro que intentaba confiar. Sin embargo, no era tan sencillo como ella lo hacía parecer. Muchas veces me resaltaba que yo no podía tratarla como si fuese mi madre. Pero en parte lo era, o actuaba de manera similar. Mi demanda fue grande, muy grande. Sara se acobardó. Pero, en vez de irse, se quedó y me dio pelea, hasta que colapsamos.

Recuerdo un momento particular: ella salió un lunes temprano, sin bolso, morral ni nada, y regresó un jueves a la noche. La ropa con la que se había ido era la misma con la que había vuelto. Yo estaba en mi estado habitual, quiero decir, borracho y mirando por el ventanal las copas de los árboles. Sara entró, se acercó sigilosa, me besó, prendió un cigarrillo y deambuló, primaveral, por la casa. En eso, me paré y encendí la luz del velador que descansaba en un rincón. Le pedí que se arrimara un momento. Ella tenía puesta una musculosa blanca de tiras finas y una pollera suelta. Se paró frente a mí y le dije que se la levantara. Me sonrió y dijo que estaba indispuesta. Sin hacerle caso, estiré la mano y, cuando logré tocar la tela, Sara me frenó, apretándome la muñeca. Nos encontramos cara a cara. “Levantate”, le ordené; “¿Para qué?”; “Quiero ver”; “¿Qué querés ver, Amadeo?”; “Levantate y te digo”. Me soltó con brusquedad y tiró el cigarrillo adentro del tarro con papeles. No sé por qué ardió tan rápido. Me puse nervioso al sentir la cercanía de las llamas. Me olvidé de Sara y apagué el fuego con la toalla húmeda que colgaba de una silla. “Lo hizo a propósito”, pensé. Comprendió mi intención y buscó una salida elegante. Yo quería comprobar si tenía puesta la misma bombacha del lunes. Barajé dos posibilidades, ya que había pasado una semana: o no llevaba nada debajo o tenía puesta otra, que yo desconocía. No lo pude comprobar. Empezó a ser más precavida y dejó de cambiarse en mi presencia. La rutina que comenzamos a experimentar se tornó nociva y maliciosa: las caretas, por fin, se caían.


 


SINOPSIS:

La creencia de que la edad es un estado de la mente, hace que Amadeo desenvuelva sus fantasías, recuerdos y pensamientos mediante una escritura irónica y caótica. Las palabras brotan de las entrañas de este personaje arbitrario, dependiente y violento, empeñado en desafiar la inteligencia y la paciencia de quien indague en la peculiar forma de ver, actuar y resolver los conflictos de su existencia. En medio de sus emociones confusas y muchas veces inconexas, la presencia de Sara, su novia, y una foto familiar, representarán la cara y la cruz en los giros que dará la historia, igual que una moneda que no termina de caer. Entre ratas y golondrinas es un relato atravesado por el misterio, el humor y la poesía, ingredientes de una misma masa cuya fuerza nos invita a leer y reflexionar hasta la última palabra.


 

Autor: Amir Abdala


Nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1990. Escritor autodidacta, es autor de los poemarios Hay un poema dormido, hay un poeta despierto (Imaginante, 2015), Lo único que pasa es lo que no se recupera (Imaginante, 2016) y Donde se suicidan las moscas (Ediciones Frenéticxs Danzantes, 2022), y de la novela El vértigo de la felicidad (Nido de Vacas, 2018). Habitualmente publica cuentos y poesías en revistas literarias. Algunas de sus obras inéditas fueron premiadas en certámenes nacionales e internacionales.



PUNTO DE VENTA EN CABA (IG): https://www.instagram.com/delbuenleer/


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