La cicatriz
Exigido hasta la ronquera, el campero nos encaramó a la cima del cerro, en donde una formación de árboles barbados, idénticos a dos que había en la finca, y a los que yo llamaba en secreto Los Espantos, nos recibieron en silencio.
Mi Abuelo sabía bien cuánto me gustaban esos árboles, no musitó palabra hasta que mis ojos se descolgaron de sus altas copas.
—A ver, bicho: ¿sí sabés dónde estamos? —me preguntó mientras extendía hacia mí su mano callosa para ayudarme bajar del carro.
El eufórico rugido del agua al lanzarse por la cascada.
—¡La piscina! —exclamé al reconocer el lugar al que habíamos regresado después de tanto tiempo.
Tanto tiempo eran cuatro años, pero para mí esos cuatro años significaban entonces la mitad de mi existencia.
La sinfonía de trinos que había enmudecido ante nuestra presencia recobró de repente su aliento y se alzó de nuevo desde la enramada. El Abuelo y yo arrancamos a correr en dirección del bramido espumoso. Dejamos a nuestro paso un rastro de ropa sucia, y finalmente empelotas llegamos hasta la orilla del círculo casi perfecto donde descansaba la corriente antes de continuar su descenso a través del relieve rocoso.
La luz de un tibio sol rozaba la superficie del mundo con su mano centelleante.
Antes de tomar impulso para lanzarme y romper en miles de gotas eufóricas la corteza del agua helada, la desnudez de mi Abuelo me reveló el conjunto completo de sus cicatrices. Algunas eran líneas que engordaban en el centro y adelgazaban en los extremos, semejantes a babosas; otras eran largas y flaquitas; otras hendiduras que trataban de esconderse entre los pliegues de su piel tostada; y otras simplemente no poseían formas a las que yo pudiera comparar con alguna otra cosa. A partir de ese momento, ponerle nombre a cada una se me antojó una tarea necesaria, casi urgente.
Velos cansados de ocultar verdades.
—Bicho, vení decime una cosa —bufó mi Abuelo y escupió un delgadísimo chorro de agua—: ¿Cuántos es que ando cumpliendo? —Se acercó lentamente hacia mí, arrastrando la mitad de su cuerpo bajo el agua como si imitara los movimientos de un caimán al acecho.
Yo sabía que eran sesenta años, pero pretendí estar adivinando y le dije que cincuenta.
—Ojalá —reviró, y noté que por su gesto se derramaba una abrupta tristeza.
—Sesenta, sesenta —brinqué rápidamente con la respuesta correcta, ansiosa por borrarle la aflicción que le había puesto sin querer en el rostro. Esta vez sonrió, complacido.
Mi padre me dijo alguna vez que yo fui el primer amor de mi Abuelo, que fue conmigo que él conoció ese sentimiento. “¿Y a ti?”, quise saber, preguntándole a mi padre, “¿acaso a ti no te ama?”. “Qué va, a mí a duras pena me soporta”.
Según mi padre, a mi Abuelo el amor nunca le hizo falta. “No todos venimos a este mundo a amar o a ser amados”, quiso aclararme, “algunas personas están obligadas a enfrentarse a la vida más que a vivirla, y en ese enfrentamiento se les escapan el amor y tantas otras cosas”.
—Sesenta, sí señor —repitió en voz baja el Abuelo, y se sentó a mi lado desprendiéndose de un prolongado resoplo.
A sus sesenta años el Abuelo había vivido ya el equivalente a dos siglos. A su esposa y a cuatro de sus cinco hijos, además de prácticamente todos sus amigos, se los había arrancado la guerra. A él no se lo había llevado de puro milagro, pero sus cicatrices, o por lo menos la mayoría de estas, daban fe de las veces que lo había intentado.
Redimida en los brazos del cansancio que sucede a un baño helado, me le quedé mirando un buen rato. El agua le rodeaba y se estancaba contra su pecho, al que décadas de trabajo duro habían delineado con rudeza. De repente agachó su cabeza y clavó en los míos sus ojos, y entonces no fue más un secreto el de mi curiosidad por aquel memorioso mapa que era su piel rajada.
—Escogé una, pues —dijo sin mirarme, como diciéndoselo al viento—. Todas tienen su cuento.
Apunté sin pensarlo a una larga línea que atravesaba la parte anterior y menos bronceada de su antebrazo.
—Un toro negro. Donde no le ponga el brazo, se me lleva hasta el culo.
Le imaginé frente a frente con el animal, ambos de igual fuerza y tamaño, e imaginé la cornada de la bestia desgarrándole la carne hasta el hueso.
A continuación señalé tres puntos que formaban un triángulo puntiagudo, como el isósceles, justo arriba de su rodilla. Estaba emocionada en verdad ante la posibilidad de ir abriendo todas aquellas puertas hacia el pasado con solo mover mi dedo índice.
—Perdigones —contestó con rapidez, y me explicó entre palabrotas lo que eran esos proyectiles que permiten que una bala se convierta en muchas.
Le indiqué enseguida la cicatriz bajo su barbilla, y después la babosa con patas que siempre asomaba a su vientre al abrírsele la camisa durante las jornadas de trabajo en la finca, y luego apunté a otra y luego a otra y a otra más, hasta que en medio de mi éxtasis señalé la pequeña media luna del tamaño de un frijol que sobresalía en relieve al lado derecho de su pecho. Él descolgó su barbilla de piedra y colocó su mano sobre el mismo punto que yo había designado.
—Esta me la hizo el aguardiente —suspiró y extendió hacia atrás sus brazos, a manera de soportes, para recostar el peso de su cansancio sobre ellos.
La luz del sol empezaba a inclinarse contra la tarde.
Atravesaba el punto donde se pierde la noción entre la noche y la madrugada. Volvía de inspeccionar una de sus fincas, cuando la suya no era una sola sino muchas parcelas separadas por cercos ajenos. Debido a los riesgos que implicaba su posición de hombre en guerra, los desplazamientos largos requerían entonces que se acompañara con al menos una veintena de sus mejores hombres. Haciendo un cálculo apresurado, debía tener por esos días unos treinta años el Abuelo.
Aquella vez se destacaban entre sus escoltas los hermanos Vélez, el uno carnicero y el otro talabartero; Carecaballo, que recién había terminado sus estudios de medicina en la ciudad y alternaba ahora sus labores facultativas en el pueblo con las de sargento de la Policía; Puñal, Toroviejo y Revancha, capataces de algunos de sus predios; siguiéndole el paso a la primera línea se agrupaban campesinos que andaban a pie, y a los que travesías como aquella les significaban suculentas bonificaciones; finalmente, en el rabo de la hilera avanzaban los más jóvenes, ninguno de ellos mayor de trece años: Azulejo, Mocodemico, Diablo y Selvita, todos igual de bravos y aventados, sin importar su edad o procedencia. Así pues, su caravana de pocos era en realidad un ejército de suficientes.
Esa noche, los unos cabalgando y los otros caminando, iban todos ebrios y extenuados, reducidos a un largo espectro. Con excepción de Carecaballo y de los hermanos Vélez, el grupo estaba compuesto por foráneos. Unos, como Puñal, habían llegado provenientes de las selvas y de las llanuras tras pelear distintas guerras que en el fondo no eran tan distintas. Otros eran colonos de corazón a los que las inestables economías de las selvas del oriente del país habían frustrado. Otros, sobre todo los más pequeños, eran desertores de ejércitos más grandes en donde no habían encontrado más que abusos y menosprecio. Esa tan callada que surcaba la umbría era una polifonía de acentos y de pieles oriundas de todas partes de la nación: venían del mar, de las cordilleras, de la jungla, de los desiertos y de los bosques… en definitiva, de lugares donde para los pobres abundaba solo la pobreza. Casi todos habían empuñado alguna vez un arma, así fuera un palo o un machete, todos sabían los peligros tanto de participar como de no participar en el entramado de política que servía de pretexto para alimentar una guerra que no lograban entenderla más allá del combate y de su pírrica ambición personal. Y todos ellos habían padecido el “endeude”, una vieja fórmula mediante la cual los hombres ricos prestaban dinero a sus trabajadores a modo de jornal adelantado por sus labores, plata que generalmente era gastada en los prostíbulos y abastos que eran propiedad de los mismos prestamistas. De esa forma se aseguraba la miseria sobre la que se sostienen los ecosistemas humanos basados en el poder cruel de la desigualdad.
El sonido de las herraduras avanzaba primero, seguido de la espesa mancha en que se convertía la fila de hombres al atravesar la noche. El Abuelo, envalentonado por el licor, guiaba la tropa tambaleándose, seguido de cerca por otra mula igual de gris y peluda a la suya, y sobre cuyo lomo se iba quedando dormido, exhausto, el que sería el más viejo de mis tíos de haber vivido para conocerme.
El Abuelo había estado bebiendo aquel día desde por la mañana, mucho antes de que los demás lo secundaran. Aguardiente, que era lo único que tomaba. El ron y la cerveza no le caían bien a su paladar, ni la chicha u otros tragos artesanales que le parecían veneno. De hecho, a pesar de que el camino se agitaba ante su mirada agotada, y aunque los sonidos de la negrura le llegaban enmarañados al cerebro, ya había dado los primeros sorbos a una última botella que se apretaba en el bolsillo de su pantalón.
Las estrellas, que esa noche las había a montones, vigilaban su marcha. Encontrarse a alguien por esos lares y a esas horas de la nada se le antojaba al Abuelo un imposible. Sin embargo, ahí estaban esos dos, agazapados a un lado del camino, casi sin respirar para no ser notados, como si creyeran que la sola noche podía hacerlos invisibles. Cuando el Abuelo les apuntó con el rifle y los obligó a pararse en la mitad del camino para verles al menos la silueta y poder así contar sus cabezas, se dio cuenta de que eran apenas un par pequeños pobres diablos a quienes la tierra húmeda del sendero les había coloreado los pies de amarillo. También percibió, astuto como era a pesar de la ebriedad, que estos ya le conocían; sabían quién era el gigante sin alma que les apuntaba, y seguramente sabían bien de lo que era capaz. Ambos cuerpos macilentos y en harapos empezaron a temblar ante su presencia. El Abuelo bajó el rifle y descendió de su mula, no sin antes hacerle una seña a mi tío, que a sus doce años venía lidiando los tragos a punta de nauseabundos cabeceos, para que utilizara su pistola en caso de ser necesario. Detrás de este, los demás ya apuraban los dedos a sus gatillos sin necesidad de advertencias.
Los pequeños pobres diablos le contaron ahí mismo al Abuelo su historia resumida, una historia por muy poco idéntica a la suya. Aquel tan crudo era el retrato de la mayoría de quienes hacían parte de su mundo. La indolencia y el hambre habían tallado sus huesos con el mismo cincel. Ellos eran su repetición, como pedazos de sí mismo que hubiere dejado olvidados en algún camino, y que ahora encontraba después de mucho tiempo. “¿Usted es…?”, empezó a balbucear el que parecía ser el mayor entre los dos pequeños pobres diablos, la voz tiritando en su boca trémula, la mirada inquieta, aterrorizada. El Abuelo, conmovido ante la que bien podría haber sido su propia imagen décadas atrás, ya se daba media vuelta para ir en busca de su propia ración de comida, cuando se percató del error que acababa de cometer el recién aparecido con su pregunta incompleta. Al intentar corroborar su identidad, la muerte se había delatado, había dejado ver su mano huesuda debajo de la manga antes de desenfundar la hoz. El Abuelo, a quien los tragos le habían bajado la guardia, se apuró a enmendar el error que constituía haberle dado la espalda a un par extraños. Era una regla desconfiar de los desconocidos, no importaba cuánta hambre alegaran sus estómagos ni cuánta angustia enseñaran sus ojos. Darle la espalda a un potencial asesino era tan estúpido como fatal. El Abuelo giró sobre sus talones y alcanzó a perfilarse para encarar la amenaza, pero no tuvo tiempo de alertar a los demás. Una tormenta de disparos proveniente de los cafetales que rodeaban la caravana encendió la trocha. Y los relámpagos de la emboscada iluminaron los cuerpos que empezaron a caer de las mulas sobre sus propias sombras.
—¿No te da frío, Abue? —le pregunté en medio de la pausa que se le atravesó a su relato. Mis dientes castañeaban a ras de la superficie, el resto de mi cuerpo tiritaba bajo el agua.
—El frío a mí me rebota y sale disparao, cagao del susto —Me arropó contra su cuerpo, enseñándome una de sus carcajadas muecas.
Y eso, como todo lo demás que él me decía, se lo creí enterito. Imaginé entonces al viento tratando de tomarlo por sorpresa, atacándolo de frente, y huyendo al instante, despavorido con el rabo de aire entre sus patas invisibles, muerto de miedo tras chocar con semejante muro humano.
Era un aspecto feroz el de mi Abuelo.
A pesar del amor inagotable que me profesaba, yo del Abuelo a mis ocho años tenía una imagen en la que convivían armónicamente el amor y el miedo. El amor era la manifestación natural de quien sabiéndose adorada, devuelve eso mismo. El miedo, por su parte, provenía principalmente del temor que a sus trabajadores les resultaba imposible ocultar en su presencia; hombres enormes y robustos, más anchos y seguramente más fuertes que él, se reducían a cabezas gachas que daban la impresión de estar siempre pidiendo perdón, y los vozarrones impregnados de confianza que yo les escuchaba a diario, frente a él se volvían hilillos tímidos que respondían con monosílabos, por lo general afirmativamente.
A mí lo que más me gustaba del Abuelo era oírle, mecerme en esa voz que recreaba con sencillez los complejos universos de su pasado, y que a mí me parecían escenarios de aventuras en donde nadie podía salir malherido, esa voz de golpes secos, como de hachazos sobre leña, una voz que no conocía los susurros, coherente con la franqueza de la naturaleza de su mundo, y ajena por completo a la música condescendiente y cautelosa que es el acento de ciudad, el cual parece estar todo el tiempo plagado de trucos y evasivas. En definitiva, esa voz a la que ahora, a los pies de la cascada, se la llevaba el agua corriente abajo, mientras yo, boquiabierta, admiraba cómo se derramaba inagotable.
Pero que nadie se confunda, el Abuelo no soltaba su lengua con facilidad, ah no. A mi Abuelo la gente le conocía como un hombre callado. También yo lo había notado, su silencio: aquella contundente mudez que a mí, tendría él sus diez mil razones, se empeñaba y me negaba. Incluso aquel mismo día, en medio de los tempranos preparativos que adelantaba un escuadrón de hombres y mujeres para su fiesta, justo antes de que me alzara entre sus brazos de roble y me propusiera al oído una rápida escapada a las montañas, se había pasado toda la mañana el viejo amarrado a su silencio. A regañadientes había aceptado la petición de mi padre de olvidarse por tan solo un día de los trabajos de la finca. Así que tuvo que limitarse, apagado como un niño con un brazo roto a quien hubiesen prohibido salir a jugar, a ver cómo sus trabajadores iban de arriba a abajo cargando esto y llevando lo otro.
El relato de mi Abuelo siguió cayendo al agua, sus palabras en un pulso constante contra la explosión de la cascada. Su voz desgranando sin prisa los ladrillos del tiempo, música para los oídos de su nieta. Sin embargo, yo sabía que tan pronto estuviéramos de regreso en la finca para su fiesta de cumpleaños, volvería a posarse en su rostro el silencio. Siempre lo mismo. Anidaría ahí el resto de la tarde y se fundiría finalmente en la noche cuando todos a su alrededor, bebiendo su licor y comiendo de sus animales, empezasen a hablar de política y de la historia del país y de cómo se arreglarían todas las imperfecciones del mundo si alguien, quien sea en algún lugar algún buen día, hiciese caso a cuanto salía de sus bocas. Ah sí, bien sabía yo cómo iba a ser el asunto, no era la primera vez que el Abuelo tenía invitados.
Al día siguiente, despuntando la mañana, el Abuelo se despertó sintiendo que se le iba la vida por el pecho. Se ahogaba. ¿Moría, acaso? La cabeza le palpitaba como si tuviera adentro su propio corazón, la boca reseca, la mirada aturdida y empapada en lágrimas. La boca del estómago le ardía, llamas que lo consumían desde el vientre. Soberbios porrazos azotaban su cráneo por dentro. Pero era la aguda punzada que parecía querer arrancarle la pierna derecha lo que más le atormentaba. Después de un tremendo esfuerzo consiguió regular su respiración hasta que pudo razonar con claridad. Logró sentarse y girarse para ponerse en pie, pero una fuerza dolorosa le colgaba del corazón. Tan pronto terminó de vomitar lo que le pareció eran todas sus vísceras, pudo finalmente asirse al aire entre arcadas. La montaña temblaba bajo sus manos, como si ella también intentara sacudirse la agonía. Palpó entonces entre la sangre que se había secado sobre la parte derecha de su pecho, y sintió el doloroso raspón en donde quedaría tallado para siempre el recuerdo de la bala en forma de media luna. El proyectil le había rozado, arrebatándole en su trayectoria apenas un jirón de carne.
A las del impacto ahora se sumaban las consecuencias del golpe con el que le recibió el barranco que le salvó la vida. Al parecer, una ráfaga de tiros a varios metros de distancia no bastaba para arrancar de esta tierra un tallo como el suyo. Del aguacero de balas que persiguieron su huida en medio de la emboscada, solo le alcanzaron la del pecho y otra más que fue a dar en la pantorrilla de su pierna derecha.
Se arrancó la camisa de un tirón y tanteó alrededor de las heridas. El mero contacto de la yema de sus dedos sobre la piel le hizo gemir como un poseso, pero no tardó en darse cuenta de que también de esa saldría vivo. Alcanzó a detectar la punta del cañón de su rifle asomándose por entre unos arbustos. Cojeó hasta el artefacto, impulsado acaso por el instinto. En realidad no tenía idea qué haría una vez lo tuviera en sus manos. Al levantarlo a la altura de su esternón notó que su peso había cambiado, su sonido era diferente, como si se tratara de un objeto distinto al que por años había engatillado medio suspiro antes de dar casi siempre en el blanco. El arma estaba atascada. Después de cientos de tiros, el cerrojo se había trabado y la siguiente bala en formación se encajonó en el cargador, de donde ya jamás saldría. Se echó al hombro el rifle y emprendió el ascenso hasta el lugar de la emboscada, convencido de que el peligro era cosa del pasado. Le tomó una hora llegar hasta allí. Para cuando lo hizo, el desangre de su pierna había parado definitivamente gracias al torniquete que improvisó con su camisa. Aun así, las fuerzas le abandonaban de a poquitos, manos temblorosas, la piel hirviendo árida bajo la fiebre, la angustia martillando su vientre, aguzado su ser por espasmos que lo obligaban a doblarse una y otra vez para volver a vomitar en los límites de la deshidratación.
La imagen que lo recibió en el lugar del ataque era muy distinta a las que recordaba en situaciones similares. Nunca antes había visto desordenadas e inertes tantas caras entrañables. Aquello había sido una matanza con su nombre por botín, un atentado a su apellido… ¡al mío!
El sitio empezó a llenarse de curiosos, entre los que distinguió a varios trabajadores suyos que se apuraron a socorrerle. Él los apartó a punta de empujones, ordenándoles de inmediato que se encargaran de recoger los cuerpos y de recuperar las armas. Temiendo lo peor, recorrió el reguero de cadáveres cuyo hedor ya empezaba a esparcirse sobre los perfumes de la mañana. Con excepción de Carecaballo y de Puñal, no faltaba nadie. Ambos, al igual que él, habían logrado escapar. No tuvo la misma fortuna el primero de sus hijos.
Boca arriba y con expresión serena, el cuerpo de mi tío narraba sus últimos segundos de vida. Su pistola seguía en su lugar, sin desenfundar, estorbándole en la espalda a su cadáver. Mi Abuelo la agarró sin preguntarse para qué, y la guardó a un costado de su pantalón, apretándola con fuerza hasta que el frío del metal estremeció los huesos de su cadera. Las mulas, testigos inocentes del hecho, yacían tendidas en el sendero, todas desgonzadas, con sus jetas envenenadas y los ojos abiertos, aterradas aún después de muertas. Estaba claro que se trataba de una venganza, otra de las tantas que abonaron durante décadas los suelos de aquellas tierras que un día llegaron a ser todas de mi familia.
Una brisa húmeda, el amago de una lluvia, empezó a caer en ese preciso momento, como si el cielo se deshiciera frágil en el aire antes de salpicar el mundo con su murmullo. A punto del desmayo, con el pecho enfrentando la intemperie, el Abuelo vació sobre sus heridas parte de la botella de aguardiente que milagrosamente, después de veinte metros de barranco, aún pesaba dentro del bolsillo de su pantalón. Derramó el líquido desde la clavícula y lo frotó con ambas manos alrededor de su tórax. Sintió que su ser reventaba desde adentro. El alcohol sobre la pierna resultó casi una caricia después de eso. Ahí la bala había atravesado el músculo de lado a lado, sin tocar el hueso. Una vez el hervor mermó bajo su piel y cesó el brutal estremecimiento, vació el resto de la botella en cuatro, tal vez cinco larguísimos tragos, prometiéndose que serían los últimos de su vida. Las últimas gotas de aquel fuego redentor.
Al día siguiente del ataque, los deudos velaron y enterraron a las víctimas en una sola jornada, apurando la pérdida. Durante la ceremonia el Abuelo se despojó de su primogénito en silencio. No pronunció palabras al despedirlo, como sí lo hizo el sacerdote. Y es que mi Abuelo nunca quiso creer en aquel Dios que no perdonaba con facilidad pero que impelía a perdonarlo todo. “Si quiero ver a Dios, abro mis ojos y miro el campo”, se limitaba a decir cuando que alguien se lo mentaba.
Me fijé de nuevo en la cicatriz sobre el pecho cobrizo de mi Abuelo. Esta vez se me hizo preciosa, embellecida tras la revelación de su significado. Tal vez si conociera cada historia detrás de cada herida… tal vez…
Cuando terminó su relato, mi Abuelo extendió su manaza hacia mí y revolvió el pelo de mi cabeza emparamada. Enseguida se dio media vuelta y su cuerpo entero desapareció despacio entre las aguas que nos envolvían. Cientos de pequeñas burbujas reventaron en la superficie, y por alguna razón, su danza entre las ondas me trajo la certeza de que yo no había sido el primer amor del Abuelo, que él no conoció ese sentimiento conmigo… y así supe que yo al amor simplemente se lo recordaba.
Nos vestimos de camino al campero, recogimos nuestra ropa dispersa sobre la hierba y con el frío pisándonos los talones pasamos a toda prisa bajo Los Espantos. Yo tenía hambre y empezaba a extrañar a mis padres. Antes de emprender el retorno a la finca, en donde la fiesta de su cumpleaños ya tendría que haber comenzado, me atreví a hacerle otra pregunta al Abuelo, preocupada hasta cierto punto por el funesto destino que intuía para los pequeños pobres diablos de su historia.
—¿Y qué pasó con los dos pobres diablos?
Él me miró de reojo, complacido al escucharme repetir sus mismos términos, como si fuera una pequeña victoria que de mi boca salieran sus palabras. Cómo podíamos saber entonces que al final sería yo quien pondría las mías sobre las suyas.
—Nunca se supo qué fue de ellos —me respondió, su voz abatida de golpe por delicadas notas de aflicción.
Y el rumor del campero nos arrastró cerro abajo.
Autor: Gabriel Nieto
Nació en Popayán en marzo de 1977. Alucinado por los relatos que encontró en los libros que habitaban la biblioteca de su abuelo, empezó desde niño a escribir historias que vendía a diez pesos a sus familiares. Actualmente se desempeña como periodista independiente, especialmente en temas sociales, y dedica la mayor parte de su tiempo libre a la escritura de ficción. Ha obtenido varios reconocimientos en distintos concursos literarios de diferentes países y sus cuentos y poemas han sido publicado en distintas revistas de Colombia y Latinoamérica.
Instagram: @chegabonieto
Comments