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Sentada en el baño miro la mancha de humedad. La última vez que le presté atención parecía una tortuga pequeña, pero creció, ahora es amorfa y se estira hasta alcanzar el espejo. Debo hablar de nuevo con la dueña del departamento. Hace meses que insisto en arreglos que tiene que hacer. Siento pasos en el pasillo. Augusto, mi niño alondra, se levantó.


Salgo del baño, el reloj del comedor marca las 6 y media de la mañana. Solo pude dormir tres horas, él estuvo muy inquieto. Escucho silencio ¿qué estará haciendo? Busco a Augusto en la cocina y no lo encuentro, tampoco en el sillón frente al televisor. Un fuego me quema el pecho y aumenta con cada llamado repitiendo su nombre.


Lo descubro en el patio, está descalzo y sin calzoncillo, solo tiene puesta su remera favorita. Mi hijo agita sus manos como alas y se para en puntitas de pie. Augusto, ¿qué haces ahí?, digo sin esperar respuesta. Él, imperturbable, mira fijo una maceta.


Me acerco y siento el fresco de los primeros días de otoño. Me envuelvo en la bata, yo también estoy descalza. ¿Te gusta esa planta, Au?, pregunto mientras acaricio su nuca con rulos castaños. No, no mira la planta, en la maceta veo una lagartija. ¡Mierda!


Intento sacar al nene de ahí pero me esquiva y se arrima más a la maceta. El bicho es amarillo con manchas blancas, no tengo idea si es venenoso o no. Ni siquiera estoy segura de que sea lagartija, iguana o alacrán. No me importa qué nombre lleve, quiero que se aleje de mi hijo.


Augusto mira, aletea y pega grititos de alegría. Pienso en la vieja de al lado que va a quejarse por los ruidos. El bicho ladea la cabeza y parece estar estudiándolo. Un duelo de miradas fijas.


Mi reacción es abalanzarme al mueble donde guardo los artículos de limpieza; busco un insecticida que no tengo. Desde que descubrí la adicción de Au por tomar detergente o desinfectante para el piso, dejé de comprar todo lo que me parecía tóxico. Encuentro vinagre, un pan de jabón y en el fondo, olvidado desde no sé cuándo, un aerosol lustra muebles. Lo agarro y lo agito, espero que tenga gas.


Sigo sacudiéndolo y me pongo cerca de la maceta pero a resguardo por si se le ocurre saltar. ¿Morderá? ¡Estamos descalzos! ¡Mierda, mierda! digo y apunto al blanco.


Augusto gira, se interpone y recibe el disparo en medio del escudo del Capitán América. Abre sus bracitos para proteger al monstruo y mirando al aerosol dice ¡Mascota!


Caigo de rodillas sin soltar el frasco, miro a mi hijo de cinco años que sigue parado delante de la maceta; parece un arquero a punto de atajar un penal. Todo se siente quieto: el bicho, Augusto, yo, el mundo. Acabo de escuchar su primera palabra, y no fue “mamá”.


La lagartija se escabulle entre las plantas y trepa la medianera. Él ríe, salta, la persigue. ¡No hijo, no se toca!, trato de decir; pero la orden se atora en mi garganta junto al susto y al llanto.


Quiero estar feliz por él, por su voz, porque habló, pero solo puedo pensar en que no me nombró.


La ráfaga amarilla sigue trepando y pasa al patio de la vecina. Mejor, vieja de porquería que no hace más que protestar. Ojalá que el bicho fuese un Transformer como con los que juega Au, que pudiera crecer enorme y tragársela.


¡Ya se fue, Augusto! Vení para adentro. Él no se mueve, mira la pared. Me acerco, corro las macetas y me agacho frente a él. Pienso en cómo haré para que me de la remera para lavar. Pienso en que esa mancha aceitosa que hace brillar al Capitán América no la voy a sacar con nada. Pienso en que mi pobre niño hoy perdió a su nueva mascota y a su remera.


Lo acaricio con la yema de mis dedos, suave, sin invadirlo, como me enseñó la psicóloga. Me guardo las ganas de abrazarlo fuerte. Miro su nariz con el raspón que se hizo en el tobogán, sus ojos confundidos, sus labios quietos.


Le hablo suave, lo invito a entrar, le propongo cosas que le encantan: mirar la tele, tomar Coca-cola, jugar en la compu. Un chantaje miserable que no funciona.


Me saco la bata y se la pongo a modo de capa, ¡Superman!, digo y hago fuerza para colgarme una sonrisa. Toco sus pies fríos. Lo dejo allí, y voy a buscar una toalla, me olvido de agarrar un calzoncillo. Pongo la toalla en el suelo frente a sus pies. Doy unos golpecitos suaves sobre la toalla. Pisá, digo y toco con un dedo su pie. Él da un paso y pisa la toalla.


Entro y lo miro. De espaldas con la bata larga como la cola de un vestido de novia parece más chiquito. No, con su capa y su alfombra de toalla, parece un rey.


Yo también miro la pared, espero que vuelva. Trato de recordar el rezo que me enseño mi abuela, ese que no repetí desde el diagnóstico de autismo. Quiero que Augusto vuelva a aletear, a ser feliz. Quiero volver a escucharlo hablar.


 

Autora: Nora Riccard


Soy Nora Riccardi, fonoaudióloga. Vivo en el barrio de Núñez, Buenos Aires, Argentina.

Trabajo con niños dentro del espectro autista. Amo las palabras en todas sus manifestaciones, verbales, en lenguaje de señas o en pictogramas. Hace tres años que participo en el taller de escritura “Personas que escriben” que coordinan las escritoras Ana Navajas y Adriana Riva. Disfruto hablar pero mucho más escuchar y escribir.


Medium @nora.riccardi




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